Street mira a Alan, ese gigante que está de pie junto a él, exhalando una aplastante seguridad en sí mismo, la viva imagen del varón alfa. Abre los ojos más de lo normal y observo que su respiración se acelera. Luego vuelve a achicar los ojos, sonríe y se encoge de hombros.
—Lo haría, si supiera a qué se refiere.
Sonríe de oreja a oreja. Cree que aún le queda una baza. Que no sabemos que los asesinos son dos.
Alan guarda silencio al tiempo que le mira fijamente. De pronto se vuelve bruscamente, levanta la mesa y la sitúa contra la pared del fondo. Luego coloca su silla directamente frente a Street y se sienta muy cerca de él.
Un gesto amenazador.
—¿Qué hace? —pregunta Street con un dejo de nerviosismo. En su frente aparecen unas gotas de sudor.
Alan le mira sorprendido.
—Sólo quiero asegurarme de que no se me pase nada por alto, señor Street.
Alan echa de nuevo un vistazo a la carpeta de pega y arruga el ceño. Menea la cabeza. Está actuando. Luego deposita la carpeta en el suelo, junto a su silla, y acerca ésta más a Street, invadiendo su espacio personal. Observo que coloca una rodilla entre las rodillas de Street, creando una amenaza subconsciente contra su virilidad. El asesino traga saliva. El sudor sobre su frente aumenta. No obstante, el tipo no es consciente de esas reacciones fisiológicas. Lo único que sabe es que Alan ha invadido su universo y se siente muy incómodo.
—Verá, hay un cabo suelto en esta historia.
Street traga de nuevo saliva.
—¿Qué?
—Un cabo suelto —repite Alan asintiendo con la cabeza. Se inclina hacia él y avanza aún más la rodilla—. Verá, sabemos que no ha actuado solo.
Street abre los ojos desmesuradamente. Su respiración se acelera. Suelta un eructo sin querer.
—¿Cómo dice?
—Tiene un cómplice. Nos dimos cuenta de ello al visionar el vídeo del asesinato de Annie King. Un individuo de una estatura distinta a la suya. Y sabemos que él es el auténtico Jack Jr., no usted.
Street se pone a boquear como un pescado que ha mordido un anzuelo. Sus ojos no se apartan de los de Alan. Eructa de nuevo. Baja las manos como para proteger sus partes. Es un gesto reflejo, del que no se percata. Alan se inclina más hacia él.
—¿Sabe usted quién es, Robert? —pregunta Alan.
—¡No! —exclama Street moviendo los ojos hacia abajo y hacia la izquierda. Está mintiendo.
—Mire, Robert… Yo creo que sí lo sabe, Robert. Creo que sabe quién es y dónde podemos localizarlo, Robert. ¿No es así, Robert? —Alan repite el nombre del sospechoso para crear la sensación de que le está acusando y que éste no tiene escapatoria. Es como repetir «¡Eh, tú!» una y otra vez.
Street lo mira. Está cubierto de sudor.
—No.
—Lo que no me explico es por qué le protege —dice Alan acercándose aún más a él. Se frota la mandíbula con aire pensativo—. Quizá… —chasquea los dedos—. En muchos casos, cuando dos asesinos en serie trabajan juntos, se follan mutuamente. Mejor dicho, el que es el jefe se folla al otro. ¿Es lo que hacen usted y Jack? ¿Por eso le protege? ¿Porque le gusta que le dé por el culo?
Street mira a Alan con ojos como platos. Está temblando de ira.
—¡No soy un marica!
Alan se inclina hacia él hasta que sus narices casi se rozan. Street no cesa de temblar. Eructa de nuevo.
—Eso no es lo que nos dijo la niña, Bonnie. ¿Se acuerda de ella? Dijo que uno de ustedes le devoraba la polla al otro como si participara en un concurso para ver quién engullía más salchichas de una sentada.
—¡Esa pequeña zorra miente! —grita Street furioso.
—¡Ya te tenemos! —dice Barry.
Alan insiste:
—¿Está seguro? Nos dio muchos detalles que una niña de su edad no puede conocer.
—¡Miente! ¡Probablemente ha visto a su madre chuparle la polla a un tío porque era una puta! Ni siquiera nos tocamos…
Street se detiene al darse cuenta de lo que ha hecho. De lo que ha dicho.
—De modo que usted estaba allí —dice Alan.
Street se sonroja. Por sus mejillas ruedan unas lágrimas. No creo que se percate de ello.
—¡Mierda! ¡Sí, yo estaba allí! ¡Le ayudé a matar a esa puta! ¡Y qué! No conseguirán atraparlo. No podrán echarle el guante, se lo aseguro. ¡Es más inteligente que ustedes!
—Ya tenemos la confesión de uno de ellos —digo.
Barry asiente con la cabeza.
—Ese tipo acaba de comprar un billete de ida a la cámara de gas.
Alan se retira un poco, sin apartar la rodilla, amenazando con propinar al otro un rodillazo. Street se está desmoronando ante nuestros ojos.
—En estos momentos unos agentes se dirigen a su apartamento, Robert. Apuesto a que encontrarán allí algo que nos ayudará a descubrir la identidad de su colega, Robert.
Street mueve los ojos hacia la derecha. Está recordando. Luego exclama:
—¡No encontrarán nada! ¡Que le den! ¡Deje de repetir mi nombre continuamente!
—¿Te has fijado en eso? —me pregunta Barry eufórico.
Sí, y al observarlo me estremecí de gozo.
Cuando Street dijo no, bajó los ojos y los movió hacia la izquierda.
Está mintiendo.
En su apartamento hay algo que Street no quiere que encontremos.
N
OS encontramos en el apartamento de Street. Barry y yo observamos mientras Alan seguía machacándole sistemáticamente. No logró que éste confesara la identidad de Jack Jr., pero confesó todo lo demás. Le contó cómo Jack se había puesto en contacto con él, cómo elegían a sus víctimas y otros datos. Street había firmado una confesión y estaba empapado en sudor, se había desmoronado y no cesaba de balbucir como un cretino. Alan salió de la sala de interrogatorios. Había conseguido destrozarlo.
El dragón se siente satisfecho.
De pronto suena mi móvil.
—Barrett.
—Soy Gene, Smoky. Supuse que te gustaría saber que el ADN de Street concuerda con el ADN hallado debajo de la uña de Charlotte Ross.
—Gracias, Gene. Es una buena noticia.
Después de una pausa, él pregunta:
—¿Va a recuperarse Callie?
—Creo que sí. Pero hay que esperar.
Gene suspira.
—Te dejo —dice.
—Adiós.
—El lugar está muy limpio —comenta Alan.
Echo una ojeada a mi alrededor. Tiene razón. El apartamento de Street no sólo está limpio, está inmaculado. Algo bastante común en una persona obsesiva compulsiva. Además, carece de personalidad. No hay fotografías colgadas en las paredes, ni de Street, ni de su familia, ni de amigos. Ni cuadros ni grabados. El sofá es de lo más funcional, al igual que la mesita de centro. El televisor es pequeño.
—Una decoración espartana —murmuro.
Entramos en el dormitorio. Al igual que el cuarto de estar, está impecable. Las sábanas están bien estiradas, las esquinas remetidas con precisión militar. Street tiene un ordenador en una mesita situada frente a la pared.
De pronto me fijo en un objeto. La única cosa que está fuera de lugar, que no encaja. Un pequeño colgante, dispuesto minuciosamente junto a un libro de texto de la universidad. Me inclino para examinarlo más de cerca. Es un colgante de mujer, de oro, que pende de una cadena. Lo abro para mirar en su interior. Dentro hay una fotografía en miniatura de una mujer ya entrada en años, muy guapa. Deduzco que es la madre de alguien.
—Es bonito —comenta Alan.
Yo asiento con la cabeza. Dejo el colgante y abro el libro de texto. Es un libro de inglés básico universitario. Dentro hay una inscripción: «Este libro pertenece a Renee Parker. Aunque no lo parezca, es mágico, ¡ja, ja ja! Es mi alfombra mágica. ¡Así que no lo toquéis, imbéciles!»
Está firmado y fechado.
—¿Cuánto tiempo hace de eso…?, ¿veinticinco años?
Asiento de nuevo. El corazón me late aceleradamente. Por fin hemos dado con él. Ésta es la clave.
Que nos mostrará el rostro de Jack.
Acaricio el libro, paso los dedos sobre la inscripción.
Quizá resulte efectivamente mágico.
E
SCUCHO a Alan. Está muy excitado. Tengo la sensación de que todo se mueve cada vez más deprisa, que unas moléculas se están calentando lenta pero inexorablemente hasta el punto de ebullición.
—Hemos tenido suerte en el VICAP con el nombre de Renee Parker. Un golpe de suerte extraordinario.
Las siglas VICAP significan programa de detención de criminales violentos. Concebido por un inspector de la policía de Los Ángeles en 1957, no se empleó hasta 1985 en el centro nacional de análisis de crímenes violentos en la academia del FBI. Es un concepto brillante. Se trata de un centro de datos nacional, destinado a recabar, cotejar y analizar crímenes violentos. En especial asesinatos. Cualquier dato perteneciente a casos resueltos o no resueltos puede ser suministrado por cualquier miembro de las fuerzas de seguridad que participe en ellos, a cualquier nivel. En conjunto, esta montaña de información permite un cruce referenciado de datos en todo Estados Unidos sobre actos violentos.
Alan consulta unos papeles que sostiene.
—Es un caso raro, que ocurrió hace veinticinco años. Una mujer que hacía striptease en San Francisco fue hallada estrangulada en un callejón. Lo más llamativo es que le habían extirpado los órganos.
Mi cansancio desaparece al instante. Me siento como si acabara de esnifar cafeína.
—Tiene que ser él. Seguro.
—Sí, pero escucha. Detuvieron a un sospechoso, pero no hallaron suficientes pruebas para empapelarlo.
Me levanto de un salto.
—Leo, quédese aquí para hacer de contacto y coordinador. James y Alan, vendréis conmigo a San Francisco. Ahora mismo.
—No tienes que decírmelo dos veces —responde Alan mientras nos encaminamos hacia la puerta sintiendo un segundo subidón compuesto por adrenalina, euforia y cierta rabia.
Al salir veo a Tommy sentado en su coche. Quieto y atento.
—Esperadme un segundo —digo a Alan y a James. Me acerco al coche. Tommy baja la ventanilla.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
Le explico lo del golpe de suerte con el VICAP.
—Partimos ahora mismo para San Francisco.
—¿Qué quieres que haga?
Le sonrío y le toco brevemente la mejilla.
—Vete a dormir.
—Suena bien —contesta él. Tan lacónico como siempre. Cuando me dispongo a alejarme, me dice—: Smoky. —Me detengo y me vuelvo para mirarle—: Ten cuidado.
Tengo tiempo de observar una expresión preocupada en sus ojos antes de que suba la ventanilla y arranque.
Por alguna razón, me acuerdo de Sally Field la noche de los Oscar.
—Le gusto —musito con voz de falsete—, le gusto un montón.
Otra vez las burbujas histéricas.
E
STE sueño es nuevo. El pasado y el presente se mezclan, convirtiéndose en una sola cosa.
Estoy durmiendo en mi habitación cuando oigo un ruido. Como el de una sierra. Me levanto, notando que el corazón me late aceleradamente, y cojo mi pistola, que está sobre mi mesita de noche.
Salgo de la habitación, empuñando la pistola, me tiemblan las manos al pensar que alguien ha entrado en mi casa.
El ruido proviene del cuarto de estar. Al sonido sibilante de una sierra se unen unas carcajadas.
Nada más entrar le veo. No veo su rostro porque lo lleva tapado con unos vendajes. Distingo sus labios, unos labios gigantescos, hinchados, rojos. Tiene los ojos negros y vacíos, muertos, como trocitos de piel quemada.
—¿Lo ves? —murmura como una serpiente.
No veo lo que señala. Lo oculta el respaldo del sofá. Me invade una certidumbre que no deseo contemplar.
Pero debo hacerlo.
Avanzo unos pasos.
—¿Lo ves?
Entonces lo veo.
Está tendida en el sofá. El asesino la ha abierto en canal desde el esternón hasta el pubis, dejando sus órganos al descubierto. En el pelo tiene adherida un poco de tierra del cementerio. Y me señala con un dedo mugriento.
—Tú tienes la culpa… —dice con voz ronca.
Es Alexa, y luego Charlotte Ross, y luego Annie.
—¿Por qué dejaste que me matara? —me pregunta el falso rostro de Annie mientras me señala con un dedo acusador—. ¿Por qué?
El hombre con la cara vendada suelta una risotada.
—¿Lo ves? —murmura—. Tienen los dedos sucios. Te señalarán eternamente con sus dedos acusadores.
—¿Por qué? —pregunta Annie.
—¿Lo ves? —murmura el asesino.
Me despierto sobresaltada. La cabina del reactor está en silencio y en penumbra. James y Alan están descabezando un sueñecito.
Contemplo a través de la ventanilla la noche fría y oscura y siento un escalofrío. Unos dedos cubiertos de tierra. No es necesario buscar un simbolismo en eso.
Las siento señalándome constantemente desde la tumba. Las personas a las que no conseguí salvar.
Yo había llamado desde el avión a Jenny Chang al cuartel general de la policía de San Francisco y nos estaba esperando.
—Ya no soy tu amiga —dice Jenny dando unos golpecitos sobre la esfera de su reloj para indicar que es de madrugada.
—Lo siento. La situación se ha complicado. —Le explico lo que le ha ocurrido a Callie y ella aprieta los labios en un gesto de ira.
—¿No habéis tenido noticias nuevas sobre su estado? —pregunta.
—No —responde James.
—Joder… —musita Jenny, desviando la vista.
—Pero hemos tenido suerte con el VICAP —digo mostrándole mi maletín.
Jenny Chang, la inspectora, se reactiva en el acto y me mira con interés.
—Cuéntamelo —dice.
Le explico los datos esenciales.
—De eso hace veinticinco años. Yo entré en el cuerpo cuando tenía veintidós. Eso ocurrió antes de que me hiciera policía. ¿Quién llevaba el caso?
—El inspector Rawlings —contesta Alan.
Jenny se detiene en seco y se vuelve hacia él.
—¿Rawlings? ¿Estás seguro?
—Sí. ¿Por qué?
Ella menea la cabeza.
—Puede que eso os favorezca. Rawlings es un desastre. Por lo que tengo entendido, siempre lo ha sido. Es un borracho que no da golpe y se limita a esperar a jubilarse.
—¿Y eso en qué nos favorece? —pregunto.
—Hace que sea mucho más probable que Rawlings pasara por alto algún detalle importante. Un detalle que vosotros no habríais pasado por alto.
En el cuartel general de la policía de San Francisco, Jenny tamborilea con un lápiz sobre su mesa mientras espera que atiendan a su llamada.