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Authors: Daphne Uviller

Tags: #Chick lit, Intriga

El hotel de los líos (34 page)

BOOK: El hotel de los líos
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20

Los piratas somalíes sobrevivieron a Lenore, pero a duras penas. La obligaron a lavarles los platos y fregarles el suelo, la insultaron e incluso le pegaron en una ocasión, pero seguían sin ser rivales para ella. Antes de hacer la colada (como le habían ordenado), inspeccionaba la ropa que llevaban y si detectaba una sola mancha, exigía que le entregasen el artículo afectado para poder maximizar su eficiencia. Cuando le mostraron su repulsivo cuarto de baño, insistió en que no podía hacer un trabajo perfecto con el cepillo de dientes que le habían dado. Ellos lo habían concebido como una forma de castigo, no como un acto productivo, pero no tardaron en sacar su alijo de friegasuelos y bayetas. Al poco tiempo, el barco estaba como los chorros del oro. Lenore reorganizó la despensa y los mapas del puente e hizo diversas sugerencias a la jefatura de los piratas sobre posibles modificaciones de su cadena de mando. Cuando finalmente subió a bordo un representante de las Seychelles, con un maletín lleno de dinero (aportado en secreto por el gobierno de Estados Unidos, que oficialmente no negociaba con terroristas), Lenore estaba tomando té con leche en compañía del capitán, conversando con toda la desenvoltura que les permitía a los tripulantes su tosco inglés.

Lucy esperaba grandes cambios en Lenore a su regreso. Esperaba ese tipo de humildad que aparece cuando uno se enfrenta cara a cara con su propia muerte. Esperaba una suegra más tranquila, más amable y más introspectiva. Esperaba que, como mínimo, Lenore dejara de cambiar de ropa a sus hijos cuando iba a cuidarlos.

Y Lenore sí que había tenido una epifanía, pero no la que Lucy esperaba. Simplemente, se había dado cuenta de lo capaz que era. Se había dado cuenta de que había derrochado su vida sin ser consejera delegada de algo. Nada más llegar a casa, informó a su familia de que ya les había dado demasiado sin obtener nada a cambio e iba a ingresar en la facultad de Empresariales. En cuanto el último representante de la prensa abandonó su jardín delantero, comenzó a preparar el examen de admisión para un posgrado en Administración.

Lucy, una vez recuperada de la decepción que le supuso que las transformaciones de Lenore no incluyeran una disculpa por un sinfín de insultos e infracciones, comenzó a examinar su propia vida. Calculó qué parte de su infelicidad se debía a Lenore, qué parte a Hillsville y qué parte a la maternidad. Ahora que Lenore se había quitado de en medio, pensó que si podía largarse de Hillsville y encontrar un trabajo de media jornada (dos lujos que sabía que podían permitirse), la calidad de vida de su familia entera mejoraría de forma considerable. Leonard le dio las gracias por haberlo intentado en Hillsville y luego hizo una oferta por su antiguo piso de la calle Perry. Lo compró por menos de lo que habían sacado al venderlo, de modo que al final salieron bien parados de su, por lo demás, fallido safari suburbano.

—¡Hola! —me chilló Lucy cuando salí del ascensor a un espacio soleado que no se parecía en nada a la casa en la que habían vivido hasta tres años antes, y no sólo a causa de la enorme bandera con un «¡Bienvenida de vuelta!» pintado a mano que colgaba sobre el vestíbulo. (Me pregunté si sería yo la única a la que le parecía raro que Lucy se hubiera pintado su propio cartel de bienvenida.) La única condición que había puesto Leonard para regresar a Nueva York había sido que compraran mobiliario de adultos y jubilaran de una vez el viejo sillón marrón. Lucy había accedido de buen grado y luego, con la ayuda de Macy, había encontrado una decoradora que se regía por los mismos principios que Nada de Divas. Lucy le dio un presupuesto, unos prismáticos y le dijo que quería que fuese idéntica a la casa de Mercedes, que podía verse desde la suya. A Mercedes no podría haberle importado menos el plagio. Como todas las demás, estaba encantada con el regreso de Lucy a Nueva York y con la recuperación de su legítimo título de Princesa de la Alegría.

—Siento llegar tarde —me disculpé al salir del ascensor— y siento tener que irme temprano. Tengo una reunión con… —Pero la anfitriona había salido corriendo para ver cómo iba la comida de «Bienvenida a casa, toma II», que ya avanzaba a velocidad de crucero en aquella cálida tarde de mayo.

Había acudido corriendo desde la terminal del ferry de Staten Island, tras una conferencia con Pippa en la que habíamos tenido que dar dos vueltas para esclarecer los detalles de mi nueva misión. EL lunes por la mañana debía solicitar una licencia de conductora para un
rickshaw
público. Era el primer paso en un plan concebido para atrapar a ciertos inspectores de licencias del departamento de Consumo, que, según parecía, estaban chantajeando a los conductores de
rickshaws
. A pesar de que mi trabajo consistiría principalmente en llevar turistas de Madame Tussauds a la tienda Nike del centro —Tommy y compañía, muy considerados, me habían comprado un casco rosa fucsia, unas serpentinas moradas y una muñeca Barbie— yo estaba pensando muy seriamente en montar mi propia empresa de visitas guiadas. Ataría a sus respectivos asientos a aquellos turistas que hubieran caído en las redes de Olive Garden, American Girl Store o el Hard Rock Cafe y los sometería a una sesión de lavado de cerebro. Mi misión sería conseguir que llegaran a la Ítaca que se escondía más allá de Times Square, conocida en otros lugares como un compendio de casas de comidas, galerías de arte e incluso teatros subterráneos.

Este trabajo sería para mí el primero como investigadora con licencia, una licencia que ya no necesitaba tanto, dado que acababan de ofrecerme un puesto permanente en la CIE. Supongo que tendría que haber fingido que consideraba otras opciones, pero lo cierto es que había aceptado antes de que Pippa hubiese terminado de exponerme las condiciones (el término «júnior» desaparecería de mi título y recibiría un aumento de mis emolumentos que sólo podría apreciarse al microscopio). Me traía sin cuidado que el resto de mi generación estuviera saltando de empleo en empleo para huir de la apariencia del estancamiento. Yo aspiraba a quedarme allí todo el tiempo que me aguantaran, con suerte hasta que hubiera hecho el equivalente a acumular una colección de bolsos Lucite.

Agarré el top del vestido con dos dedos y lo abrí para dejar que entrara un poco de aire frío mientras estudiaba el salón en busca de caras conocidas. Había brillantes globos metalizados con la leyenda «I ♥ New York» golpeándose contra el techo.

Y parecía que Lucy había comprado la colección entera de platos, jarras y vasos de Fishs Eddy con la famosa línea del horizonte de la ciudad. En la única pared sin ventanas que tenía el salón colgaba de manera prominente una lámina enmarcada con la «Imagen del mundo» del
New Yorker
, como si nuestra amiga quisiera presumir de una miopía que planeaba recuperar. Había traído expositores giratorios de postales bastante
kitsch
y un número considerable de invitados llevaban en la cabeza estatuas de la libertad hechas de gomaespuma verde. Parecía que Lucy hubiera atracado un quiosco de recuerdos y secuestrado a un grupo de turistas al tiempo. Reprimí la idea de que quizá no le viniese mal una visita rápida al piso dieciocho del Bellevue.

Hasta la lista de invitados era un homenaje a la ciudad, al incluir a gente como Roxana («ni una sola de mis vecinas en Hillsville era prostituta», había comentado Lucy con tono de desdén), a su camarero preferido de Grounded y a uno de los profesores de la escuela de trapecistas de la zona. El menú, una mezcolanza de sus platos predilectos de todos los establecimientos del vecindario, carecía por completo de sentido en un día tan caluroso como aquél: hamburguesas con bacón de BLT Burger, tofu braseado de Gobo,
ouzi
de cordero de Salam, hamburguesas con queso de Chat’N’Chew, fideos con pollo con menta y zumo de melón recién exprimido de Republic… Los sabores no pegaban ni con cola entre sí, pero a Lucy le daba igual.

Finalmente localicé a Macy, que se había quitado los zapatos y estaba hecha un ovillo sobre el sofá de tartán verde, con la flamígera cabellera desplegada en abanico sobre los cojines del respaldo. A sus pies estaba su nuevo novio, un tipo que trabajaba en una casa de subastas con los pies desviados hacia dentro llamado Kirk. Tras seis citas con Macy, lo más grave que le había pasado era que había pillado un resfriado (aunque hay que reconocer que, en su caso, eso era un problema para su trabajo). A su lado se encontraba Asa, consagrado como salvador de Macy, el hombre que la había llevado a Wendy, la maravillosa bruja de Fort Greene. Con una ceremonia en la que había utilizado gusanos, almohadones y diversos encantamientos, Wendy había logrado, según todos los testimonios disponibles (el de Macy y el de Asa), acabar con la maldición. Y de hecho, que nosotras supiéramos, Macy llevaba al menos cinco meses sin dejar tras de sí un rastro de cadáveres de novias o pretendientes.

Asa se levantó de un salto para cederme el asiento. Aún me miraba con una especie de extraña reverencia, a pesar de que me había tomado muchas molestias para demostrarle cómo era mi vida en realidad y convencerle de que no me viera como una especie de Mata Hari, cuyos gestos estaban llenos de misterio (por mucho que me hubiese gustado que así fuese). Se había introducido plenamente en mi círculo de amistades, a veces demasiado. Traté de disimular la sorpresa que me provocaba su presencia entre los invitados.

—Vamos, las afueras no están tan mal —estaba diciendo Kirk en aquel momento. Se ajustó los cuernos de gomaespuma sobre la cabeza.

—Oh, tú no sabes cómo ha sido para ella —dijo Macy con tono lúgubre, como si hubiera estado secuestrada en el campo con Lucy.

—Pues claro que lo sé. Yo me crié en las afueras —le recordó Kirk.

Lucy salió de la nada y saltó sobre el sofá.

—No digas esa palabra en esta fiesta —advirtió con tono alegre—. ¿Os estáis divirtiendo? Es alucinante, ¿no? ¡Puedes venir sin más, Zephyr! Nada de Metro-North. Mira, anoche estábamos viendo la tele y nos entraron ganas de tomar helado, ¡así que salí y lo compré antes de que terminaran los anuncios!

—¿No tenéis TiVo? —preguntó Macy con suspicacia.

—En serio —insistió Kirk—. Lucy, ¿no había nada que te gustara? ¿Los supermercados grandes? ¿El silencio? ¿Poder girar a la derecha con los semáforos en rojo?

—Lo de los semáforos en rojo sí me gustaba —reconoció—. Pero ¿el silencio? Era como tener acúfenos.

En ese momento, dos chillidos idénticos atravesaron el aire. Lucy abandonó el sofá de un salto y, con un movimiento hábil, confiscó una centrifugadora de ensalada por la que Amanda y Alan se estaban peleando. En un ejercicio de asombrosas matemáticas maternales, cogió dos espátulas de la isla de la cocina —dado que, al parecer, dos espátulas equivalían a una centrifugadora de ensalada Oxo— y puso fin a la batalla. Luego regresó con nosotros, radiante.

—Vuelven a gustarme, todos —nos confió—. Sobre todo Leonard. De hecho creo que son increíbles. —Kirk y Asa pusieron cara de sorpresa, pero Lucy no se dio cuenta.

—No tiene nada que ver con el hecho de que Lenore se ha quitado de en medio y vayas a volver a trabajar, ¿verdad? —le dijo Macy a Lucy, sin dejar de mirarme. Esquivé sus ojos para no echarme a reír. Aquel día, Lucy mostraba su cara más dichosa, entusiasta e inconsciente.

—Vaya, pues claro que eso ayuda. Muchísimo. Pero lo más importante es que no me siento tan aislada. Ni Leonard. Es una persona completamente distinta desde que volvimos.

Miramos con aire dubitativo a Leonard, que estaba inclinado con cierta torpeza sobre sus retoños. En ese momento, Roxana se le acercó, le preguntó algo y él retrocedió un paso de un brinco. Luego me señaló.

—¡Ah, «Zhephyg»! —me llamó mientras se acercaba con un vestido ceñido de cuerpo entero y el pelo rubio recogido en un nudo oscilante detrás de la cabeza. Me besó en ambas mejillas antes de saludar a todos los demás con idéntico entusiasmo—. Lucy, qué gesto más «encantadog» el «invitagme». ¡Me «mogía» de ganas de «veg tu pgesioso apagtamento»!

Estoy segura de que la mitad de los presentes estaban allí para ver por dentro un apartamento de Richard Meier, pero sólo Roxana era capaz de admitir sin rubor que ése era su principal incentivo. Yo apreciaba su sinceridad y, dado que Lucy había invitado a Roxana porque le parecía exótica, sospecho que tampoco ella se sentía ofendida en absoluto.

—Cuánto me alegro de que hayas venido —exclamó Lucy, y luego bajó la voz—. Espero que no te encuentres incómoda si se presenta Gideon.

Roxana puso cara de perplejidad. La propuesta de mi hermano sobre el documental había muerto antes de nacer, más o menos al mismo tiempo que él le había hecho una insinuación que ella había rechazado con una delicada carcajada y diciéndole que era «un jovensito que no cgeo que fuese capas de hasegme el amog». Era la clase de respuesta que, sin duda, se veía obligada a usar todas las semanas con varios hombres distintos, pero en el caso de Gideon la frase lo había sumido en un paroxismo de indignación, humillación y creatividad. Mis padres, huelga decirlo, habían dejado escapar un colectivo suspiro de alivio.

—Oye, Lucy —dijo Roxana en tono dramático mientras borraba con un ademán todo recuerdo de mi hermano—. He oído que tu «madge» estaba de «palisón». «Qué emosionante», ¿no?

Todos la miraron con sorpresa.

—Se refiere a Lenore —interpreté—. Es la suegra de Lucy —corregí a Roxana—. Y quieres decir de polizón, no de palizón, pero tampoco es ésa la palabra correcta.

Por suerte, en ese momento vi que mi padre salía del ascensor y pude disculparme antes de que tuviera que volver a oír la historia de las aventuras marítimas de Lenore, esta vez para que Roxana la escuchara.

—¡Querida hija! —bramó mi padre sin preocuparse por el momentáneo parón en la conversación que provocaba su llegada. Lo abracé con fuerza apoyando mi mejilla contra su pajarita hasta extraer de él la última gota de paterna aprobación.

—¿Y mamá?

—Viene para acá —contesté, y sin poder evitarlo, sentí un leve destello de alivio por poder disfrutar de unos momentos a solas con el único de mis progenitores que no estaba abiertamente decepcionado conmigo—. ¡Vaya! ¡Menudo sitio! —Hizo un amplio ademán que abarcó el río, Nueva Jersey y todo lo que había más allá.

—Papá, si lo habías visto una docena de veces…

—Sí, pero ésta es la visión de la nueva Lucy. ¡Es el apartamento de la Lucy feliz! Es muy distinto —exclamó sin reparos. Y luego bajó el tono todo lo que pudo y, con un cuchicheo de apuntador, me preguntó—: ¿Y cómo le va con…, ya sabes…, eso?

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