Mathilde Wilcrau seguía alargando las sílabas y hablando con ondulaciones graves, como antaño. ¿Cómo olvidar aquella voz? La boca de Eric Ackermann se llenó de saliva. Un sabor a limón que le recordaba el extraño olor de hacía un rato. Esta vez supo identificarlo: el sabor del miedo,agrio, espeso, envenenado. Él era su única fuente. Lo exudaba por todos los poros de la piel.
—¿Me habéis seguido? ¿Qué pretendéis?
Anna se le acercó. Sus ojos índigo brillaban a la verdosa luz del aparcamiento. Ojos de océano sombrío, alargados, casi asiáticos.
—¿Tú qué crees? —dijo sonriendo.
Soy el mejor, o al menos uno de los mejores, en el área de las neurociencias, la neuropsicología y la psicología cognitiva, y no hablo solo de Francia. No es vanidad, sino un simple hecho reconocido por la comunidad científica internacional. A los cincuenta y dos años, soy lo que suele llamarse un valor seguro, una referencia.
Sin embargo, no empecé a ser realmente importante en dichos campos hasta que me alejé del mundo científico, hasta que abandoné los caminos trillados y tomé un sendero prohibido. Un sendero que nadie había tomado antes que yo. Fue entonces cuando me convertí en un investigador excepcional, en un pionero que marcará su tiempo. Solo que ya es demasiado tarde para mí…
Marzo de 1994
Tras dieciséis meses de experimentos tomográficos sobre la memoria tercera etapa del programa «Memoria personal y memoria cultural»-, la repetición de ciertas anomalías me impulsa a contactar con los laboratorios que utilizan para sus investigaciones el mismo trazador radiactivo que mi equipo: el Oxígeno-15.
Respuesta unánime: no han advertido nada.
Eso no significa que me equivoque. Significa que inyecto dosis superiores a los sujetos de mis experimentos y que la singularidad de mis resultados se debe precisamente a esa dosificación. Presiento esta verdad: he cruzado un umbral, y ese umbral ha revelado el poder de la sustancia.
Es demasiado pronto para publicar nada. Me contento con redactar un informe dirigido a mi mecenas, el Comisariado para la Energía Atómica, en el que hago balance de la etapa que termina. En una nota adjunta, en la última página, menciono la repetición de los hechos originales observados durante las pruebas; hechos relacionados con la influencia directa del 0-15 sobre el cerebro humano, que merecerían, sin lugar a dudas, un programa específico.
La reacción es inmediata. Durante el mes de mayo me convocan a la sede del CEA. Me espera una decena de especialistas en una gran sala de conferencias. Pelo cortado al cepillo, cortesía envarada… Los reconozco al primer vistazo. Son los militares que me recibieron dos años antes, cuando presenté por primera vez mi programa de investigación.
Comienzo mi exposición por el principio:
—El principio de la TEP (Tomografía por Emisión de Positrones) consiste en inyectar un trazador radiactivo en la sangre del sujeto. Una vez radiactivado, dicho sujeto emite positrones que la cámara capta en tiempo real, lo que permite localizar la actividad cerebral. Por mi parte, he elegido un isótopo radiactivo clásico, el Oxígeno-15, y…
Me interrumpe una voz:
—En su nota, menciona usted unas anomalías. Vayamos a los hechos: ¿qué ha ocurrido?
—He advertido que, tras las pruebas, los sujetos confundían sus recuerdos con anécdotas que se les habían relatado durante la sesión.
—Sea más preciso.
—Varias experiencias de mi programa consisten en la audición de historias imaginarias, breves relatos que el sujeto debe resumir oralmente. Tras las pruebas, los sujetos relataban dichas ficciones como si fueran hechos verídicos. Todos estaban convencidos de haber vivido esas historias en la realidad.
—¿Cree usted que la causa de ese fenómeno es el empleo del O-15?
—Lo supongo. La cámara de positrones no puede tener ningún efecto sobre la conciencia: es una técnica no invasiva. El único producto que administramos a los sujetos es el O-15.
—¿Cómo explica usted esa influencia?
—No puedo explicarla. Tal vez se deba al impacto de la radiactividad sobre las neuronas. O a un efecto de la molécula misma sobre los neurotransmisores. Es como si la experiencia exaltara el sistema cognitivo, lo volviera permeable a las informaciones recibidas durante la prueba. El cerebro ya no sabe diferenciar entre los datos imaginarios y la realidad vivida.
—¿Cree usted que, gracias a esa sustancia, sería posible implantar recuerdos… digamos artificiales en a mente de un sujeto?
—Se trata de algo mucho más complejo. En mi…
—¿Cree usted que sería posible, sí o no?
—Sería factible trabajar en ese sentido, sí.
Silencio. Otra voz:
—Durante su carrera, ha trabajado usted sobre la técnicas de lavado de cerebro, ¿no?
Me echo a reír, en un vano intento de neutralizar la atmósfera inquisitorial que reina en la sala de conferencias.
—Hace más de veinte años. ¡Fue para mi tesis de doctorado!
—¿Está usted al corriente de los progresos realizados en ese terreno?
—Sí, más o menos. Pero, en ese sector, hay muchas investigaciones que no se han publicado. Trabajos clasificados como Alto Secreto. No se si…
—¿Podrían utilizarse eficazmente determinadas sustancias como pantalla química para ocultar la memoria de un sujeto?
—Existen varios productos, sí.
—¿Cuáles?
—Está usted hablando de manipulaciones que…
—¿Cuáles?
—Actualmente -respondo a mi pesar- se habla mucho de sustancias como el GHB, el gammahidroxibutirato. Pero, para obtener los resultados a los que se ha referido, sería mucho mejor utilizar un producto más corriente. El Valium, por ejemplo.
—¿Por qué?
—Porque, en dosis infraanestésicas, el Valium provoca no solo una amnesia parcial, sino determinados automatismos. El paciente se vuelve permeable a la sugestión. Además, tenemos un antídoto el sujeto puede recuperar la memoria de inmediato.
Silencio. La primera voz:
—Suponiendo que un sujeto haya sufrido ese tratamiento, ¿sería posible a continuación inyectarle nuevos recuerdos mediante el Oxígeno-15?
—Si cuentan conmigo para…
—¿Sí o no?
—Sí.
Nuevo silencio. Todos los ojos están clavados en mí.
—¿El sujeto no se acordaría de nada?
—No.
—¿Ni del primer tratamiento con Valium ni del segundo con Oxígeno-15?
—No. Pero es demasiado pronto para…
—Aparte de usted, ¿quién conoce esos efectos?
—Nadie. Me puse en contacto con los laboratorios que utilizan un isótopo, pero no habían notado nada y…
—Sabemos con quién contactó.
—¿Qué saben…? ¿Me tienen vigilado?
—¿Habló personalmente con los responsables de esos laboratorios?
—No. Nos comunicamos por correo electrónico y…
—Gracias, profesor.
A finales de 1994, se aprobó un nuevo presupuesto. Un programa exclusivamente dedicado a los efectos del Oxígeno-15. Y ahí está la ironía de la historia: después de tantas dificultades para obtener los fondos de un programa que había elaborado, presentado y defendido personalmente, consigo financiación para un proyecto en el que ni siquiera había pensado.
Abril de 1995
La pesadilla ha empezado. Recibo la visita de un policía escoltado por dos esbirros vestidos de negro. Un gigante de bigote gris y trinchera de lana. Se presenta: Philippe Charlier, comisario. Parece jovial, risueño, campechano, pero el instinto de viejo hippy me dice que es peligroso. Reconozco al energúmeno, al infiltrado, al cabrón convencido de su derecho.
—He venido a contarte una historia -me dice-. Un recuerdo personal. Relacionado con la ola de atentados que sembró el pánico en Francia de diciembre de 1985 a septiembre de 1986. La calle de Rennes y todo aquello, ¿lo recuerdas? En total, trece muertos y doscientos cincuenta heridos.
»Por aquel entonces, yo trabajaba para la DST (Dirección de Vigilancia del Territorio). Nos proporcionaron todos los medios habidos y por haber. Miles de hombres, sistemas de escucha y medidas de excepción. Pasamos por la criba a los grupos islamistas, las ramificaciones palestinas, las redes libanesas, las comunidades iraníes… París estaba bajo nuestro absoluto control. Incluso se ofreció una recompensa de un millón de francos a quien nos proporcionara información. No sirvió de nada. No conseguimos ni una pista, ni una información. Cero. Y los atentados continuaban matando, hiriendo y destrozando, sin que consiguiéramos detener la matanza.
»Un día de marzo de 1986 se produjo un pequeño cambio y detuvimos de un solo golpe a todo el comando: Fouad Ali Salah y sus cómplices. Guardaban las armas y los explosivos en un piso de la rue de la Voûte, en el Distrito Duodécimo. Su punto de encuentro era un restaurante tunecino de la rue Chartres, en el barrio de la Goutte d'Or. Yo mismo dirigí la operación. Los cogimos a todos en cuestión de horas. Un trabajo limpio, exquisito, sin cabos sueltos. Los atentados cesaron de la noche a la mañana y la ciudad recobró la calma.
»¿Sabes qué permitió ese milagro? ¿Cuál fue el "pequeño cambio" que lo decidió todo? Uno de los miembros del grupo, Lofti ben Kallak, decidió cambiar de chaqueta, sencillamente. Se puso en contacto con nosotros y delató a sus cómplices a cambio de la recompensa. Incluso aceptó organizar la trampa desde el interior.
»Lofti estaba loco. Nadie renuncia a la vida por unos cientos de miles de francos. Nadie acepta vivir como un animal acosado, esconderse en el culo del mundo sabiendo que tarde o temprano recibirá su castigo. Pero la trascendencia de su traición fue enorme. Por primera vez estábamos en el interior del grupo. En el corazón de la trama, ¿comprendes? Desde ese instante, todo fue claro, fácil, rápido. Esa es la moraleja de mi historia. Los terroristas solo tienen un arma: el secreto. Golpean donde y cuando les viene en gana. Solo hay un medio de pararlos: penetrar en su red. Penetrar en su cerebro. A partir de ahí, todo es posible. Como con Lofti. Y, gracias a ti, vamos a conseguirlo con todos los demás.
El proyecto de Charlier es diáfano: utilizar el Oxígeno-15 con sujetos próximos a las redes terroristas, implantarles recuerdos artificiales -por ejemplo, un motivo de venganza- para convencerlos de que cooperen y traicionen a sus correligionarios.
—El programa se llamará Morfo -me explica-. Porque modificaremos la morfología psíquica de los moros. Les cambiaremos la personalidad, la geografía cerebral. Y, a continuación, volveremos a soltarlos en su hábitat natural. Como a putos perros contaminados en mitad de la jauría. Tu elección es sencilla -concluye en un tono de voz que me hiela la sangre-. De un lado, medios ilimitados, sujetos en abundancia, la ocasión de encabezar una revolución científica con total confidencialidad. Del otro, la vuelta a la aperreada vida del investigador, el zascandileo en busca de pasta, los laboratorios de tercera, las publicaciones en revistas que no lee ni Dios… Y, por descontado, desarrollaremos el programa igualmente; con otros, a los que entregaremos tus trabajos, tus notas, todo. Puedes estar seguro de que esos científicos profundizarán en los efectos del Oxígeno-15 y se atribuirán la paternidad del descubrimiento.
En los días inmediatamente posteriores, procuro informarme. Philippe Charlier es uno de los cinco comisarios de la sexta división de la Dirección Central de la Policía Judicial (DCPJ). Una de las principales figuras de la lucha antiterrorista internacional, a las órdenes de Jean-Paul Magnard, el director de la «Sexta Oficina».
Apodado en el servicio «el Gigante Verde», es famoso por su obsesión por la infiltración y también por la brutalidad de sus métodos. Hasta el punto de ser regularmente apartado por Magnard, conocido a su vez por su intransigencia, pero fiel a los métodos tradicionales y alérgico a los experimentos.
Pero estamos en la primavera de 1995, y las ideas de Charlier adquieren una resonancia particular. Sobre Francia pesa la amenaza de una red terrorista. El 25 de julio, una bomba estalla en la estación de metro de Saint-Michel y acaba con la vida de diez personas. Se sospecha de los GIA, pero no hay la menor pista para atajar la ola de atentados.
El Ministerio de Defensa, en colaboración con el del Interior, decide financiar el proyecto Morfo. Si bien no permitirá solucionar este asunto concreto -«demasiado inmediato»-, se considera que ha llegado el. momento de utilizar armas nuevas contra el terrorismo, A finales del verano de 1995, Philippe Charlier me hace otra visita y habla ya de la selección de un cobaya entre los centenares de islamistas detenidos en el marco del plan Vigipirate.
En ese preciso momento, Magnard obtiene una victoria decisiva. La policía de Lyon ha encontrado una bombona de gas en la línea del TGV y se dispone a destruirla, cuando Magnard ordena su análisis. Se descubren las huellas de un sospechoso, Jaled Kelkal, que resulta ser uno de los autores de los atentados. El resto pertenece a la historia y las hemerotecas: perseguido como un animal por los bosques de la región lionesa, Kelkal es abatido el 29 de septiembre, y la red, desmantelada.
Triunfo de Magnard y los viejos métodos.
Fin del programa Morfo.
Mutis de Philippe Charlier.
Pero el presupuesto está aprobado. Los ministerios responsables de la seguridad del país me proporcionan importantes medios para proseguir mis trabajos. Los resultados obtenidos durante el primer año demuestran que estaba en lo cierto. El Oxígeno-15, inyectado en dosis significativas, convierte a las neuronas en permeables a los recuerdos artificiales. Bajo su influencia, la memoria se vuelve porosa, deja pasar elementos de ficción y los asimila a realidades.
Mi protocolo se afina. Trabajo sobre varias decenas de pacientes que me proporciona el ejército: soldados voluntarios. Se trata de condicionamientos de muy poca envergadura. Un solo recuerdo artificial por sesión. Luego, espero varios días para asegurarme de que el «injerto» ha arraigado.
Queda intentar el experimento definitivo: ocultar la memoria de un sujeto para, acto seguido, implantarle recuerdos completamente nuevos. No tengo ninguna prisa por realizar semejante tentativa. Por suerte, la policía y el ejército parecen haberse olvidado de mí. Durante estos años, Charlier, alejado de las esferas del poder, se ha vasto reducido a la investigación sobre el terreno. Magnard y sus principios tradicionales reinan sin oposición. Tengo la esperanza de que me suelten las riendas definitivamente. Sueño con volver a la vida civil, publicar mis resultados oficialmente, dar una aplicación sana a mis descubrimientos…