El imperio de los lobos (3 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: El imperio de los lobos
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Pasó más de un cuarto de hora antes de que Laurent volviera a hablar:

—Tienes que confiar en Eric.

—Nadie me hurgará en el cerebro.

—Eric sabe lo que hace. Es uno de los mejores neurólogos de Europa…

—Y un amigo de la infancia. Me lo has repetido mil veces.

—Es una suerte que te lleve él. Tú…

—No seré su cobaya.

—¿Su cobaya? ¿Su co-ba-ya?-repitió Laurent separando las sílabas enfáticamente-. Pero ¿de qué hablas?

—Ackermann me estudia. Le interesa mi enfermedad, eso es todo Ese individuo es un investigador, no un médico.

Laurent soltó un suspiro.

—Estás desbarrando. Desde luego, estás…

—¿Loca? — Anna soltó una risa sin alegría que se abatió como una persiana metálica-. Eso no es ninguna novedad.

Aquella explosión de siniestro regocijo no hizo más que aumentar la cólera de su marido.

—Entonces, ¿qué? ¿Te vas a quedar de brazos cruzados viendo progresar la enfermedad?

—Nadie ha dicho que mi enfermedad vaya a progresar.

Laurent se agitó en su asiento.

—Es verdad. Perdona. Lo he dicho sin pensar.

El silencio volvió a llenar el habitáculo.

El paisaje se parecía cada vez más a una hoguera de hierba mojada. Rojizo, hosco, envuelto en bruma gris. Los bosques ocultaban el horizonte, indistintos al principio; luego, a medida que el coche se acercaba, en forma de garras sangrientas, de fina orfebrería, de negros arabescos…

De vez en cuando aparecía un pueblo lanzando al cielo un campanario aldeano. Luego, un depósito de agua, blanco, inmaculado, vibraba en la temblorosa luz. Parecía increíble que estuvieran a unos kilómetros de París.

Laurent lanzó su último cohete de angustia:

—Al menos, prométeme que te harás los demás análisis. Y, por supuesto, la biopsia. No serán más que unos días.

—Ya veremos.

—Yo te acompañaré. Le dedicaré el tiempo que haga falta. Estamos contigo, ¿lo entiendes?

El plural la irritó. Laurent seguía asociando su bienestar con Ackermann. Ahora era más una paciente que una esposa.

De pronto, en la cima de la colina de Meudon, París apareció ante sus ojos en forma de estallido de luz. Toda la ciudad, desplegando sus blancos e infinitos tejados, brillaba como un lago helado, erizado de cristales, de témpanos de hielo, de copos de nieve, en el que los edificios de la Défense semejaban altos icebergs. Toda la ciudad resplandecía a la luz del sol y chorreaba claridad.

Aquel deslumbramiento los sumió en un mudo estupor. Cruzaron el puente de Sévres y atravesaron Boulogne-Billancourt sin decir palabra.

Cerca de la Porte de Saint-Cloud, Laurent preguntó:

—¿Te dejo en casa?

—No. En la tienda.

—Me habías dicho que te tomarías el día libre… -murmuró Laurent en tono de reproche.

—Creía que estaría más cansada -mintió Anna-. Y no quiero dejar sola a Clothilde. Los sábados toman la tienda al asalto.

—Clothilde, la tienda…-rezongó Laurent.

—¿Qué?

—Ese trabajo… La verdad, no es digno de ti.

—De ti, querrás decir.

Laurent no respondió. Puede que ni siquiera hubiera oído la última frase. Se había inclinado hacia delante para averiguar por qué se habían detenido. La circulación estaba estancada en el bulevar periférico.

En tono impaciente, Laurent ordenó al chofer que «los sacara de allí». Nicolás comprendió el mensaje. Sacó un girofaro magnético de la guantera y lo colocó en el techo del Peugeot 607. El automóvil se separó del tráfico con un aullido de sirena y empezó a adquirir velocidad.

Nicolás ya no levantó el pie del acelerador. Con los dedos crispados sobre el respaldo del asiento delantero, Laurent seguía cada zig zag, cada volantazo. Parecía un niño absorto en un videojuego. Anna nunca dejaba de sorprenderse de que, a pesar de su cargo de director del Centro de Estudios y Sondeos del Ministerio del Interior, Laurent no hubiera olvidado la emoción del trabajo sobre el terreno, la atracción de la calle. «Pobre poli», pensó.

En la Porte Maillot, abandonaron el bulevar periférico y tornaron la avenue des Ternes. El chofer apagó al fin la sirena. Anna entraba en su universo cotidiano. La rue du Faubourg-Saint-Honoré y el espejeo de sus escaparates; la sala Pleyel y los grandes ventanales del primer piso, en los que se agitaban rectilíneas bailarinas; las arcadas de caoba de Mariage Fréres, donde compraban sus tés exóticos…

Antes de abrir la puerta del coche, reanudando la conversación donde la había interrumpido la sirena, Anna dijo:

—No es un simple trabajo, lo sabes perfectamente. Es mi manera de mantener el contacto con el mundo exterior. De no volverme completamente loca en casa. — Salió del coche y volvió a inclinarse hacia él-. Es eso o el manicomio, ¿comprendes?

Intercambiaron una última mirada y, por un instante, volvieron a ser aliados. Anna jamás habría utilizado la palabra «amor» para referirse a su relación. Era una complicidad, un compartir que estaba más acá del deseo, de las pasiones, de las fluctuaciones impuestas por los días y los humores. Dos corrientes tranquilas, sí, subterráneas, que se mezclaban en las profundidades. Cuando eso ocurría, se entendían entre las palabras, entre los labios…

De pronto, Anna recobró la esperanza. Laurent la ayudaría, la amaría, la apoyaría… La sombra se convertiría en hombre.

—¿Paso a buscarte esta tarde? — le preguntó Laurent.

Anna asintió, le lanzó un beso y se dirigió hacia la Casa del Chocolate.

4

El carillón de la puerta la anunció como a un cliente más. Sus familiares notas bastaron para reconfortarla. Se había presentado como candidata para aquel trabajo hacía un mes, tras leer el anuncio del escaparate. Entonces solo buscaba una distracción para sus obsesiones. Pero había encontrado algo mucho mejor.

Un refugio.

Un círculo que conjuraba sus angustias.

Las dos. La tienda estaba desierta. Clothilde debía de haber aprovechado la calma para ir a la trastienda o al almacén.

Anna atravesó la sala. La tienda entera parecía una caja de bombones que combinaba el marrón y el oro. En el centro, el mostrador principal destacaba como una orquesta alineada, con sus clásicos negros o crema: cuadrados, palets, bocaditos… A la izquierda, el bloque de mármol de la caja exhibía los «extras», los pequeños caprichos que los clientes cogían en el último instante, en el momento de pagar. A la derecha estaban los productos derivados: frutas escarchadas, caramelos, almendrados, como otras tantas variaciones sobre el mismo tema. Detrás, en las estanterías, había otros dulces envueltos en bolsitas de celofán cuyos irisados reflejos atraían la mirada y atizaban la glotonería.

Anna advirtió que Clothilde había terminado el escaparate de Pascua. Las bandejas de mimbre sostenían huevos y gallinas de todos los tamaños; cerditos de mazapán vigilaban las casitas de chocolate con tejados de caramelo; los pollitos jugaban al columpio sobre un cielo de junquillos de papel.

—¿Ya estás aquí? Estupendo. Acaban de llegar los pedidos.

Al fondo de la sala, Clothilde salió del montacargas, accionado por una rueda y un torno de mano, como los antiguos, que permitía subir las cajas directamente desde el aparcamiento de la place del Roule. Salió de la plataforma, pasó por encima de las cajas apiladas y se detuvo ante Anna, radiante y sin aliento.

En cuestión de semanas, Clothilde se había convertido en una de sus referencias protectoras. Veintiocho años, naricilla rosa, mechones castaño claro caídos sobre los ojos… Tenía dos hijos, un marido que trabajaba «en la banca», una casa hipotecada y un destino trazado a escuadra. Se movía envuelta en una certeza de felicidad que desconcertaba a Anna. Convivir con aquella chica resultaba tranquilizador e irritante al mismo tiempo. Anna no creía ni por un segundo en aquel cuadro sin fisuras ni sorpresas. En aquel credo había una especie de obstinación, de mentira asumida. En cualquier caso, ella estaba a salvo de semejante espejismo: a sus treinta y un años, Anna no tenía hijos y siempre había vivido en el malestar, la incertidumbre y el miedo al futuro.

—¡Qué infierno de día! No paran…

Clothilde cogió una caja y se dirigió hacia la trastienda de la parte posterior. Anna se arrebujó en el chal y la imitó. El sábado había tanta afluencia que tenían que aprovechar el menor respiro para preparar más bandejas.

Entraron en la despensa, un cuarto sin ventanas de diez metros cuadrados. Las cajas y las pilas de papel de pruebas ocupaban ya la mayor parte del espacio.

Clothilde dejó la caja, adelantó el labio inferior y sopló para apartarse los mechones de los ojos.

—Ni siquiera te he preguntado… ¿Cómo ha ido?

—Me he pasado la mañana haciendo pruebas. El médico dice que tengo una lesión.

—¿Una lesión?

—Una zona muerta en el cerebro. La región donde reconocemos las caras.

—Qué cosas… ¿Y eso se cura?

Anna dejó su carga en el suelo y repitió maquinalmente las palabras de Ackermann:

—Sí, voy a seguir un tratamiento. Ejercicios de memoria, medicamentos para trasladar esa función a otra parte del cerebro… A una parte sana.

—¡Genial!

Clothilde sonreía alborozada, como si Anna acabara de anunciarle que estaba totalmente curada. Sus expresiones rara vez se adaptaban a las situaciones y traicionaban una profunda indiferencia. En realidad, Clothilde era impermeable a la desgracia ajena. El dolor, la angustia, la zozobra, resbalaban sobre ella como gotas de aceite sobre un hule. Pero esta vez parecía haber comprendido que había metido la pata.

El timbre de la puerta acudió en su ayuda.

—Ya voy yo -dijo dando media vuelta-. Ponte cómoda, enseguida vuelvo.

Anna apartó unas cajas, se sentó en un taburete y empezó a colocar romeos -cuadrados de crema de café fresca- en una bandeja. El cuarto ya estaba saturado del mareante olor a chocolate. Al acabar la jornada, su ropa e incluso su sudor exhalaban aquel olor, y su saliva estaba cargada de azúcar. Se dice que los camareros de los bares se emborrachan a fuerza de respirar vapores etílicos. Las dependientas de las pastelerías, ¿engordarían por pasarse el día rodeadas de dulces?

Anna no había cogido un gramo. En realidad, nunca cogía un gramo. Comía como quien toma un purgante, y los mismos alimentos parecían desconfiar de ella. Los glúcidos, lípidos y demás fibras pasaban de largo por su cuerpo.

Mientras distribuía los bombones, las palabras de Ackermann volvieron a acudirle a la mente. Una lesión. Una enfermedad. Una biopsia. No, jamás se dejaría operar. Y menos por aquel sujeto, con sus gestos fríos y su mirada de insecto.

Además, no se creía su diagnóstico.

No podía creérselo.

Por la sencilla razón de que no le había explicado la tercera parte de un cuarto de la verdad.

Desde el mes de febrero, las crisis eran mucho más frecuentes de lo que le había confesado. Ahora los lapsus la sorprendían a todas horas, en cualquier situación. Durante una cena en casa de unos amigos; en la peluquería; mientras compraba en una tienda. De pronto, en medio de su entorno más habitual, Anna se veía rodeada de desconocidos, de rostros sin nombre.

La naturaleza misma de las alteraciones también había evolucionado.

Ya no se trataba solamente de agujeros en la memoria, de lapsos opacos, sino también de alucinaciones terroríficas. Los rostros se difuminaban, temblaban, se deformaban ante sus ojos. Las expresiones y las miradas empezaban a oscilar, a flotar, como en el fondo del agua.

En ocasiones, habría podido creer en figuras de cera ardiente que se derretían y se deformaban en muecas demoníacas. Otras veces, los rasgos vibraban y se agitaban hasta superponerse en varias expresiones simultáneas. Un grito. Una risa. Un beso. Todo eso aglutinado en una misma fisonomía. Una pesadilla.

En la calle, Anna caminaba con los ojos clavados en el suelo. En las reuniones sociales, hablaba sin mirar a su interlocutor. Se estaba convirtiendo en un ser huidizo, tembloroso, asustado. Los «otros» ya solo le devolvían la imagen de su propia locura. Un espejo de terror.

En lo tocante a Laurent, Anna tampoco había descrito sus sensaciones con exactitud. En realidad, su turbación no cesaba, no quedaba resuelta del todo después de una crisis. Siempre le dejaba una huella, una estela de miedo. Como si no acabara de reconocer totalmente a su marido, como si una voz le murmurara: «Es él, pero no es él».

Su impresión más profunda era que las facciones de Laurent habían cambiado, que habían sufrido una operación de cirugía estética.

Absurdo.

El delirio tenía un contrapunto aún más absurdo. Si por una parte su marido le parecía un extraño, por otra había un cliente de la tienda que despertaba en ella una lancinante reminiscencia familiar. Estaba segura de haberlo visto en alguna parte con anterioridad… No habría sabido decir dónde ni cuándo, pero en presencia de aquel hombre su memoria se iluminaba; experimentaba una auténtica descarga electrostática. Pero la chispa nunca hacía surgir un recuerdo concreto.

El cliente en cuestión se presentaba una o dos veces por semana y siempre compraba lo mismo: bombones Jikola. Piezas cuadradas de chocolate relleno de mazapán, similares a las pastas orientales. Por otra parte, hablaba con un ligero acento, tal vez árabe. Tendría unos cuarenta años y siempre vestía lo mismo, vaqueros y chaqueta de terciopelo ajado abotonada hasta el cuello, al estilo del eterno estudiante. Clothilde y ella lo llamaban «don Terciopelo».

Esperaban su visita todos los días. Era su suspense cotidiano, el enigma que aligeraba el paso de las horas en la tienda. A veces se ponían a hacer cábalas. Cuando no era un amigo de la infancia de Anna, era un antiguo novio o, por el contrario, un admirador secreto que había intercambiado unas cuantas miradas con ella en algún cóctel.

Ahora Anna sabía que la verdad era mucho más simple. Aquella reminiscencia era otra de las formas que adquirían las alucinaciones que la lesión le provocaba. No merecía la pena darle más vueltas a lo que veía, a lo que sentía ante los rostros, puesto que ya no tenía un sistema de referencias coherente.

La puerta de la trastienda se abrió y Anna, sobresaltada, advirtió que los bombones empezaban a derretirse entre sus dedos. Clothilde se detuvo en el umbral y sopló entre sus mechones:

—Ha venido.

Don Terciopelo ya estaba ante los Jikola.

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