El imperio eres tú (65 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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«El emperador don Pedro ha llegado hoy a París, ha cenado con el rey y ha asistido al concierto que ha tenido lugar en el Palais Royal».
Así empezaba la crónica del periódico
Le Moniteur
del 27 de julio de 1831. Lo que no contó aquel periódico es que antes de la cena con el rey, lo primero que hizo Pedro al llegar a París fue presentarse en el n.o 41 de la rue de Varennes, sede del colegio del Sagrado Corazón, para abrazar a la pequeña bastarda de su alma. ¡Cómo había cambiado en dos años la duquesita de Goias! Era clavada a su madre: tenía las mismas facciones, la misma gracia, el mismo encanto. No se cansaba de contemplarla. La pequeña había adquirido otros gestos, nuevas maneras; era una transformación prodigiosa. Tanto que había olvidado el portugués, de modo que hablaron en francés mientras paseaban por el bulevar de los Inválidos bajo una lluvia fina que empapaba los tilos y los castaños. Pedro le contó lo mejor que pudo los acontecimientos que le habían llevado a abdicar y le habló de su hermana, la condesa de Iguazú, que pronto iría a estudiar allí. También le anunció la llegada de otro hermanito. Amelia, al fin, se había quedado embarazada. «Se lo debemos a las aguas de Minas Gerais», le dijo muy convencido. Ahora empezaba para todos una nueva vida, se verían a menudo. Los fines de semana y las vacaciones la niña iría al castillo de Meudon a jugar con su hermana, la reina María: «Ya verás, te gustará mucho.»

Con sus balcones y balaustradas de hierro forjado sostenidas por cariátides, sus altos ventanales y su imponente escalinata de entrada, el castillo de Meudon era tan espectacular como la vista que sus terrazas ofrecían de la ciudad, con los tejados de pizarra de los edificios de París brillando a lo lejos, dominados por la cúpula de los Inválidos y las torres de Nôtre-Dame. Pedro tomó posesión de su nueva morada distribuyendo él mismo los respectivos aposentos a la veintena de miembros de su comitiva. Visitó la biblioteca, la sala de billar, los salones decorados con lienzos enormes y tapices medievales… Era ciertamente un lugar muy apropiado para una monarquía en el exilio. Pero caro. Aunque no pagaría alquiler, Pedro había declarado que no quería ser una carga para Francia y que asumiría el coste de los gastos de mantenimiento, incluidas las cuadras con veinticinco caballos y seis carruajes. Ahora se preguntaba durante cuánto tiempo podría asumir ese coste…

Los meses que pasaron en Meudon fueron un paréntesis de felicidad en medio de aquel extraño destierro. Amelia estaba contenta con su maternidad que tanto le había costado y, sabiendo el enorme afecto que su marido sentía por la duquesita de Goais, acogió a la pequeña sin atisbo de resentimiento y con todo el cariño que una futura madre era capaz de dar. También olvidó las suspicacias que el marqués de Barbacena le había instilado y se reconcilió con el Chalaza, que atendía tan devotamente a su marido y que se mostraba muy solícito con ella. La alegría de Amelia con su nuevo estado y su nueva vida se contagió a todos los demás. Todo era nuevo en París, todo les interesaba en aquel mundo lleno de novedades, en plena Revolución industrial. La oferta de espectáculos era tan variada que no daban abasto a verlo todo. Para un adicto a la música como Pedro, el Teatro Italiano era el templo de su devoción. Cuando conoció allí a Rossini, le embargó una emoción indecible. Desde sus días de juventud, era un seguidor entusiasta de las obras del compositor italiano. Éste se sintió tan honrado de conocer al ex emperador que se ofreció a examinar sus composiciones musicales y a tocar una de ellas en el teatro. Hubiera sido una gran noche para Pedro de no haber sido porque parte del público abandonó la sala antes del final y un crítico publicó al día siguiente:
«El señor emperador debería centrarse más en expulsar a su sanguinario hermano de Portugal que en echar de los teatros a pacíficos amantes de la música.»

No era fácil expulsar a su sanguinario hermano. La expedición exigía una cara y cuidadosa preparación. Pedro jugaba con una ventaja, la de disponer de los mejores oficiales militares, que en su mayoría eran liberales y detestaban la tiranía caprichosa de Miguel. En el mes de agosto llegó la buena noticia de que el conde de Vila Flor, al mando de la tropa constitucionalista acuartelada en la isla de Terceira, había vencido la resistencia en las demás islas de las Azores. Ahora todo el archipiélago estaba en manos de Pedro y los suyos. Con el reclutamiento de los prisioneros capturados, el ejército liberal contaba de pronto con unos ocho mil hombres. Era diez veces menos de los que disponía su hermano en la Península. Allí contaba con ochenta mil reclutas, en su mayoría campesinos analfabetos y devotos dispuestos a morir por su rey católico. La única manera de paliar ese desequilibrio era emplear fuerzas mercenarias…, pero para ello necesitaba dinero. También era preciso disponer de una flota para el transporte de tropas a la Península.

El castillo de Meudon se convirtió en el centro neurálgico de aquella campaña de guerra que iba a transformar Portugal en un campo de batalla donde se enfrentarían a muerte dos hermanos, dos ideologías. La lucha entre Pedro y Miguel empezaba a despertar el interés de toda Europa. Meudon era un desfile continuo de personalidades de todas las nacionalidades, de ministros y senadores franceses, de refugiados portugueses y españoles, de embajadores, militares, aventureros de toda índole que ofrecían sus servicios. Liberales de otros países y no sólo portugueses se apuntaban como reclutas. El Chalaza y el marqués de Resende trabajaban a destajo para atender la correspondencia y organizar la apretada agenda de Pedro. Éste intentaba abrir todas las puertas, apelando a la solidaridad de las grandes fortunas, los Poulain, los Lafitte, los Rougemont. A todos les explicaba la urgencia de la intervención, pero recibía pocas respuestas concretas, de modo que se tragaba el orgullo e insistía de nuevo. Consiguió abrir una línea de crédito de doce mil libras en el banco Rothschild a nombre del Consejo de Regencia en las Azores, pero al final el banco se negó a pagarla. Así iba, de humillación en humillación y con el humor cada vez más sombrío. El único que parecía inalterable al desaliento era Mendizábal, que aseguraba que pronto conseguiría dinero.

Pedro estaba entre la espada y la pared, cosechando negativas por un lado y presionado por los portugueses en el exilio para acelerar el ritmo de los preparativos, por otro. Coordinar una operación de semejante envergadura era complicado. El duque de Palmela, que ahora ejercía de jefe del Consejo de Regencia, llegó de las Azores para intentar convencer a Pedro de la necesidad de adelantar la invasión antes de la llegada del invierno. Pedro, que parecía más un monarca en ejercicio que un emperador destronado, le respondió que otros oficiales no juzgaban posible tenerlo todo listo antes de la próxima primavera. No sólo no podía adelantar el ataque, sino que habría que retrasarlo por lo menos seis meses.

—Eso va a causar una gran decepción entre los refugiados… Cuanto más tardemos en intervenir, más expuestos a represalias estarán los parientes que se han quedado en Portugal.

—Sé que tienen prisa por recuperar su patria, pero no podemos precipitarnos.

Faltaban muchos cabos por atar. El problema era saber cuándo estarían realmente listos, le dijo Palmela. No podían pretender levantar una tropa de otros ochenta mil hombres para igualar el ejército de Miguel. Tendrían que asumir que iba a ser una lucha en flagrante desigualdad de condiciones. En algún momento tendrían que decidirse a atacar con los medios obtenidos hasta ese momento. «Lo mejor es enemigo de lo bueno», le dijo para reforzar su argumentación. Pero Pedro prefería escuchar los consejos de los que optaban por posponer el ataque. Aparte de las razones de estrategia militar, había una razón muy personal. No quería irse antes de que Amelia diese a luz. Le venía a la mente el recuerdo de cuando Leopoldina parió, de pie en un pasillo del palacio de San Cristóbal, mientras la abrazaba. No, ni la impaciencia de la tropa ni la prisa de los portugueses por dar la batalla le harían abandonar a su mujer en aquel momento. Pero eso no se lo podía decir a Palmela.

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«¡Vive Don Pedro!»
, le gritaban los parisinos cuando espoleaba su caballo, al término de unas maniobras militares en Vincennes en presencia del rey de Francia, y se acercaba a la multitud para explicarles su lucha por la libertad de Portugal. Sensible a la opinión pública tan favorable hacia su huésped de Brasil, el rey Luis Felipe le puso a su disposición los puertos de Quiberon, de la isla de Ré y de Belle-Isle para centralizar el armamento y el equipamiento de la flota y para embarcar las hipotéticas tropas. Sin embargo, no podía ofrecer ayuda financiera o militar directa. Francia, al igual que Gran Bretaña, deseaba mantener una apariencia de neutralidad en el conflicto portugués. Por muy amigos que fuesen, por muchas partidas de billar que jugasen, la razón de Estado era la razón de Estado.

Tal y como predijo Palmela, retrasar la expedición irritó a los portugueses en el exilio, que achacaron la actitud vacilante de Pedro a que ya no era portugués, sino un brasileño sin el coraje necesario para luchar por su patria de origen. Empezaron a circular libelos contra el ex emperador. No dejaba de ser irónico que en Brasil lo tildasen de portugués y ahora los portugueses lo tildaban de brasileño. Pero lo cierto es que el hecho de no conseguir el apoyo decisivo y material de los gobiernos británico y francés había supuesto un escollo importante para organizar la expedición. A esto se unía la penuria financiera del propio Pedro. Ya no podía seguir manteniendo los gastos del castillo de Meudon, de modo que optó por mudarse a un piso de alquiler en el centro de París, en el número 10 de la rue de Courcelles. Vivir en el centro tenía la ventaja de que la pequeña duquesa de Goias no necesitaría seguir interna en el colegio y podría mudarse con ellos. Sentía una extraña necesidad de estar en contacto con los suyos de manera más estrecha y cercana que antes, como si no hubiese asimilado aquel alejamiento forzado de su familia que el destino le había impuesto. O quizá por miedo a lo que se avecinaba.

A medida que pasaban los meses bajo el cielo plomizo de París y se iba despejando el camino hacia la invasión —Mendizábal por fin consiguió dinero para comprar barcos y armamento—, Pedro fue presa de una gran melancolía. Daba largos paseos y entraba en las tiendas como un simple ciudadano, bien para comprar algún juguete para sus hijas o algún regalo para enviar a Río, bien con la esperanza loca de toparse con algún brasileño que estuviera de paso en la ciudad. Así se encontró con varios aristócratas conocidos, como el barón de Santo Angelo, que había ido a París a estudiar pintura con Debret.

Añoraba tanto Brasil que hasta le dolía el cuerpo. En noviembre vio la nieve por primera vez, y si sus hijas jugaban excitadas con aquella novedad, él sintió con más fuerza que nunca el desgarro de la nostalgia. Los que le criticaban parecían olvidar que él no se había hecho brasileño por ambición política, sino por los múltiples vínculos que le unían a esa tierra, por lazos afectivos con todo tipo de gente de aquella sociedad colonial, desde simples esclavos hasta poderosos terratenientes, por una avalancha de recuerdos y un pasado lleno de grandes momentos. Y de grandes mujeres también. ¿Cómo olvidarlas? Allí había vivido durante más de dos décadas las etapas clave de su vida: la infancia, la adolescencia y la juventud; había protagonizado la gran aventura de la independencia, sus hijos habían nacido allí, uno de ellos heredaría el trono… Abdicar no significaba que automáticamente podía borrar todos los recuerdos de su memoria, ni que pudiera sentirse un portugués peninsular más de la noche a la mañana. Brasil estaba presente en su mente cada segundo del día, como una obsesión de la que era imposible librarse. ¿Qué sentido tenía vivir lejos de todo lo que su corazón anhelaba? Era como vivir apartado de su alma. En aquellos días aciagos, le pidió al Chalaza un pequeño favor:

—¿Te acuerdas de Noémie Thierry?

—¡Cómo no me voy a acordar!

—¿No era de París?

—Sí, de París.

—Con todos esos contactos tan formidables que tienes… ¿no podrías intentar localizarla?

El Chalaza se lo quedó mirando, como si aquel requerimiento fuese un acto de locura. ¿Para qué querría ver ahora a aquella chica que sería una mujerona gastada por los años? ¿No estaba enamoradísimo de Amelia? ¿Cómo podía perder el tiempo en esas zafiedades cuando debía concentrarse en la batalla de su vida? Pero el Chalaza era un buen amigo, un fiel escudero que obedecía a todo deseo que pudiera producir placer a su amo, dueño y señor.

Tan presente estaba Brasil en la mente de Pedro que, nada más ponerse Amelia de parto, convocó a su casa al embajador de Brasil para que fuese testigo del corte del cordón umbilical. Nació una niña que decidieron llamar Maria Amelia. «Ha nacido en París, pero es brasileña porque fue concebida antes de mi abdicación», recalcó Pedro. Quería que el embajador certificase que era una ciudadana brasileña miembro de la familia imperial. Y así lo hizo.

La alegría del nacimiento duró poco, sólo hasta el día siguiente, sexto cumpleaños del pequeño Pedro II, el niño emperador, acontecimiento que su padre celebró con un banquete en su casa. A la hora del brindis por la salud del emperador y de todas las princesas que se habían quedado en Río, Pedro se sintió indispuesto, se levantó de su sitio y corrió a su habitación. Pensó en un ataque epiléptico, provocado por el recuerdo de los hijos y la fatiga de los últimos tiempos. Sin embargo, esta vez era distinto. Durante dos días estuvo retorciéndose en su cama, ante la mirada asustada de su mujer y de sus hijas que no sabían cómo aliviarle el dolor. El médico le diagnosticó cálculos renales y le recetó paciencia. Recibió encamado la visita de Luis Felipe y su familia, pero tardó varios días en encontrarse mejor y poder levantarse.

Seguía convaleciente cuando una mañana, sentado en su despacho, escuchó la voz del Chalaza: «Tenéis visita, don Pedro.» Se abrió la puerta y vio entrar una mujer joven, bien vestida con un toque bohemio, de una belleza que le llegó al alma. Era Noémie Thierry. Pedro se quedó de piedra, boquiabierto, como si se le hubiera aparecido la Virgen en lugar de su antiguo amor. Pero ¿era ella realmente? Sí, reconocía los mismos ojos, la misma forma de cara, el mismo garbo seductor y el mismo tono de voz aterciopelado que le decía:
«Bonjour monsieur l’empereur»
mientras apretaba en sus manos su bolsito de terciopelo granate. Pedro creyó que se había vuelto loco, no podía ser cierto. Abrió y cerró los ojos repetidas veces.

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