Pasaron los meses y dejó de haber madera para encender las parrillas o calentarse. Todos los árboles de Oporto fueron talados, y las casas, medio destrozadas por los bombardeos, fueron destripadas para extirpar las vigas de madera. Cuando tampoco quedaron ruinas para canibalizar, los más valientes se arriesgaban a salir al campo a recoger unos sarmientos o un par de ramas.
En noviembre de 1832, Mendizábal consiguió sortear el bloqueo miguelista y mandar desde Londres hombres, caballos y armamento, lo que insufló una buena dosis de optimismo a la maltrecha población. Seguía sin haber comida, pero había vino en abundancia. Las bodegas de la Compañía de Vinos del Alto Duero contenían dieciocho mil barricas de caldo y quinientas treinta y tres de aguardiente, un auténtico maná para el nuevo contingente de seiscientos soldados británicos, mal alimentados y con frío, que consiguió mandar Mendizábal. Los habitantes de Oporto, tan estoicos con las bombas, sentían pánico hacia esos borrachos, capaces de causar peores destrozos que las huestes miguelistas. Hubo que trasladar parte del contingente a las afueras, donde durante meses esos ingleses de piel blanca y nariz roja lucharon con gran coraje para repeler los ataques que pretendían expulsarles de su puesto artillero.
Fuertes temporales de viento y lluvia alternaban con días de densa niebla. El frío, especialmente severo en aquel invierno, unido al hambre, provocó la aparición de enfermedades. Una epidemia de cólera y otra de tifus se llevaron en pocos meses a cuatro mil personas, aunque era imposible diferenciar entre los muertos por enfermedad y los que fallecían víctimas del hambre. A principios de enero la situación era crítica: sólo quedaba racionamiento para diez días y cada soldado disponía únicamente de ochenta cartuchos. Si el mando enemigo hubiera tenido entonces la presencia de espíritu de lanzar una ofensiva, sus tropas, reforzadas por ciento cincuenta piezas de artillería desplegadas en un radio de veintidós kilómetros y que disparaban cada una cinco rondas al día, hubieran arrasado la ciudad. Sin embargo, la falta de visión, la desidia y la confianza ciega en que la victoria caería como una fruta madura con sólo esperar, les impidieron aprovechar las circunstancias favorables.
Mientras, la vida cotidiana en Oporto se convertía en un infierno. Para que la población no se alarmase ante la escasez de munición, Pedro usó un ardid: hizo que los soldados transportasen arena en toneles desde los arsenales hasta los puestos artilleros, pretendiendo hacer creer que era pólvora. Con toda su buena voluntad, un coronel escocés, viendo lo preocupado que estaba Pedro porque no sabía cómo alimentar a su ejército, le dio el curioso consejo de contratar a guerreros maoríes en Nueva Zelanda:
«Esa gente mata y se come a sus enemigos, lo que simplificaría mucho nuestra defensa»
, le contó con la mayor seriedad del mundo.
El 9 de enero, abrigado con varias capas de ropa y recuperándose de un cólico nefrítico, Pedro escribió de nuevo a su hijo a la luz de una vela:
«Hoy hace once años que los brasileños me pidieron que permaneciese en Brasil y quién me iba a decir, a mí, que este año estaría tan lejos…»
Y en tan mal estado, pero eso se abstuvo de precisarlo. Terminaba su carta con palabras que dejaban traslucir la intensidad de su nostalgia:
«Brasil también es hijo mío, no sólo lo eres tú…»
, le decía. Cuando no estaba enfermo o inspeccionando la línea de defensa, Pedro se pasaba las horas escribiendo. Lo hacía sin cesar: a su mujer para tranquilizarla y al mismo tiempo para saber cómo iban las negociaciones de cara a contratar un regimiento de polacos, a lord Cochrane para saber si estaría dispuesto a acudir en su ayuda, a Palmela y a Mendizábal para que acelerasen las negociaciones con otro famoso almirante escocés, Charles Napier.
Una mañana, alertado por el barullo del otro lado del río donde acampaban las tropas enemigas, Pedro subió a la batería de La Victoria, en lo alto de la ciudad. Desplegó su catalejo y vio a su hermano, rodeado de hidalgos y de frailes, jaleando a sus soldados pulcramente uniformados, contentos de recibir a su jefe máximo, el señor de su reino. Sí, era Miguel, envuelto en una gruesa capa de lana azul, con una banda roja en la cintura, tocado de un tricornio, la nariz más afilada que la suya, altivo y lustroso como cuando cazaba el jaguar en las selvas de Brasil. Era él, su hermano pequeño, su antiguo compañero de juegos, su cómplice… Entonces se acordó de que, de niño, Miguel era cruel con los animales, de joven despiadado con los caballos, y luego con las personas… ¿No había dado caza a los chinos cultivadores de té como si fueran animales de feria? Con esos antecedentes, tenía su lógica que más tarde se hubiese convertido en usurpador, en parricida, se dijo Pedro. Sin embargo, al observarlo ahora, tan cerca y tan lejos a la vez, sintió un pellizco en el corazón. Tantos recuerdos. Tantas batallas infantiles…, y ahora esto. Se dio cuenta de que era la prolongación de su madre, como él lo era de su padre. ¿Hasta cuándo duraría ese enfrentamiento? ¿Cuántas generaciones de odio serían necesarias antes de poder sentarse y hablar como hermanos? Ahora era imposible, pues el vínculo de amistad fraterna se había roto. Al principio del bloqueo, el cónsul británico se había ofrecido a hacer de intermediario y negociar, si se daba el caso, un acuerdo de paz. «Nunca», había contestado Pedro, tajante. Ahora que estaba en el fondo del abismo, en el peor momento, soportando milagrosamente una situación insostenible, quizá hubiera ofrecido otra respuesta al cónsul.
—Los tengo a tiro, mi general… ¿disparo? —preguntó el artillero, que había dirigido la punta de su cañón hacia el roquedal donde estaban Miguel y sus oficiales.
Pedro le detuvo:
—No dispares —le dijo, alarmado, antes de añadir una frase que le salió del corazón—: Puedes dar a mi hermano.
102
Llegó la primavera, y el cambio de temperatura hizo menos penosa la falta de combustible. El campo se llenó de hortensias, de rosas, de camelias y geranios; la naturaleza era ajena a la locura de los hombres. Oporto había resistido el primer invierno… ¿Podría resistir otro? Nadie lo creía.
A principios de junio, Pedro recibió una visita que iba a cambiar definitivamente el curso de la guerra. Como siempre, Mendizábal aparecía in extremis para salvarle, y con él la causa liberal. En Londres, el español y el duque de Palmela, hartos de fracasar en sus gestiones para obtener apoyo oficial y desesperados por conseguir más dinero, hicieron un llamamiento urgente a personalidades y a organizaciones civiles y privadas. Fue la acción más efectiva que podían haber realizado. Sensibilizados con la causa liberal, la opinión pública y el pueblo británico respondieron con entusiasmo y generosidad. En cuatro días se reunieron ochenta mil libras en donaciones. Palmela y Mendizábal sabían que esa suma, bien empleada, podía dar un vuelco definitivo a la situación.
Disfrazados de arrieros, llegaron en mula desde la costa, por senderos escarpados y dando un rodeo para evitar a los miguelistas. Palmela, Mendizábal y Napier se presentaron directamente en la rua Cedofeita. El británico parecía un vagabundo, no un militar victorioso. Tocado de un sombrero de fieltro de ala ancha, iba vestido con un uniforme raído de marino y llevaba una bufanda de franela gris alrededor de la cabeza y atada debajo de la mandíbula como si le doliese una muela. Sucio y desgreñado, tenía la cara hinchada porque padecía una fuerte jaqueca. ¿Ése era el gran almirante que iba a salvarles a todos de la derrota? Desengañado, Pedro le recibió huraño, pues esperaba otra cosa.
Sin embargo, pronto cambió de actitud. El inglés le recordaba a Cochrane, otro excéntrico que le sacó las castañas del fuego en Brasil. Éste era más humilde, y poseía un fino sentido de la ironía que le hacía reír. Además, sus explicaciones eran consistentes y denotaban un alto grado de experiencia. Napier y sus acompañantes habían llegado al mando de una flotilla de cinco vapores, con ciento sesenta marineros y dos batallones de mercenarios que esperaban a la altura de Foz, en la desembocadura del Duero. El alivio que sintió Pedro con la llegada de esos refuerzos duró muy poco: esos mercenarios no estaban destinados a Oporto, sino a conquistar Algarve, en el sur, y desde allí lanzar una ofensiva por tierra contra Lisboa. No sólo no desembarcarían, sino que Napier le pidió seis mil hombres más para llevar a cabo su plan.
—Hay que desviar la atención y los recursos del enemigo lejos de Oporto —dijo al terminar su exposición.
«O está loco, o es un genio», pensó Pedro.
—Lo que le ofrezco es que tomemos la ofensiva —insistió Napier—. Pero necesito una respuesta de inmediato.
Pedro no estaba acostumbrado a recibir presiones, y menos aún de desconocidos.
—No podemos dejar Oporto desguarnecida… ¿No es mejor atacar más al norte? ¿Y liberar la ciudad justo después? —propuso.
El inglés le miró fijamente con sus ojillos azules y le dijo:
—No queremos solamente Oporto, queremos Portugal entero. El grueso de la flota de vuestro hermano está en el Tajo protegiendo Lisboa. Hay que sacarla de allí. Podemos dejar aquí un contingente mínimo para defender la ciudad. ¿Cuánto es ese mínimo? De eso tenemos que discutir…
Impresionado por la determinación del inglés y ante la falta de interés que su alternativa había despertado, Pedro pidió la opinión de Palmela, el general Vila Flor y el resto de oficiales que le asistían. ¿No eran portugueses? Pues que entre compatriotas decidiesen la mejor manera de liberar la patria… Pedro dijo que acataría la decisión de los militares, que se enzarzaron en una interminable discusión. El riesgo de dejar Oporto a la intemperie era grave e insensato. Todo dependía de la rapidez de la operación y de la desidia del enemigo. Como no acababan de ponerse de acuerdo, al final Napier se impacientó, se levantó y dijo:
—Señores, me vuelvo a Inglaterra.
Pedro estaba estupefacto ante el arrojo de aquel excéntrico personaje, que aparte de marino y mercenario, era inventor en sus ratos libres. Faltaba saber si sería igual de bueno que Cochrane.
«Al final, vamos a poder emprender algo contra el ejército enemigo… —
escribió Pedro a un amigo esa misma noche—.
Han llegado de Inglaterra cinco barcos de vapor y algunos hombres, todo gracias a Mendizábal.»
El 20 de junio de 1833, seis mil soldados que habían estando resistiendo heroicamente el asedio de Oporto abandonaron la ciudad al abrigo de la noche, en fila y a pie por los caminos que llevaban a la costa, para embarcar en los vapores de Napier. Oporto se quedaba desamparada, pero el tiempo de la resistencia pasiva había terminado. Pedro había entendido que sólo una audacia desmedida podía llevarlos a la victoria. Confiaba en Napier.
—Mientras haya pólvora, balas y algo de comer, el enemigo no entrará aquí dentro —les dijo al despedirlos.
El instinto de Pedro no solía fallar. En efecto, el plan de Napier funcionó a la perfección. Los barcos pasaron sigilosamente frente a Lisboa y siguieron navegando rumbo sur, hasta doblar el cabo San Vicente. Las tropas desembarcaron y marcharon hacia Faro, que Vila Flor ocupó sin encontrar resistencia. Al contrario, sus tropas fueron recibidas por la población con flores y repiques de campanas. Al mando de un destacamento de cuatro mil soldados, partió luego hacia Lisboa. Los anquilosados miguelistas se pusieron nerviosos y tal y como había previsto Napier, el escuadrón del Tajo salió a darles caza. El almirante les esperaba con sus vapores a la altura del cabo San Vicente. Trescientos setenta y dos cañones miguelistas contra ciento setenta y seis constitucionales. A pesar de la diferencia, después de un combate a la vieja usanza, con un cuerpo a cuerpo sangriento en la cubierta de uno de los navíos de línea de los absolutistas y que culminó con la muerte heroica de su comandante, los hombres de Napier se hicieron con la victoria. También consiguieron capturar otro navío de línea, dos fragatas y una corbeta. O sea, casi toda la flota miguelista, excepto dos corbetas y un bergantín que salieron huyendo. Si con una fuerza insignificante había conseguido derrotar toda una flota, ¿por qué no repetir la hazaña? Intrépido y decidido, el inglés puso rumbo a Lisboa con la intención de bloquear la capital. Ese mismo día, en Oporto, Pedro y los suyos repelieron con éxito varios ataques de los absolutistas que buscaban aprovechar la retirada del grueso de las tropas. Fueron dos pequeñas victorias, una en el mar y otra en tierra, que cambiaron el rumbo de la contienda.
El pánico cundió en el mando militar miguelista. Si Pedro había conseguido a Napier, ellos contrataron a un nuevo jefe para su ejército, un superviviente de las campañas napoleónicas llamado Louis Auguste de Ghaisse, conde de Bourmont, mariscal de Francia, conquistador de Argelia, absolutista redomado y con fama de hábil estratega. Presionado para obtener una victoria rápida y sabiendo lo desguarnecida que estaba Oporto, mandó a doce mil hombres al asalto de la ciudad. Sin embargo, las prisas fueron malas consejeras. Gracias a su popularidad y a su liderazgo, Pedro había conseguido galvanizar a toda la población. No le preocupaba su propia vida; estaba volcado en sus hombres, que ahora eran también tenderos, negociantes, amas de casa y hasta estudiantes… todos con armas improvisadas y mucha rabia acumulada durante los largos meses de asedio. Toda la ciudad de Oporto salió a la calle a unirse a los soldados, y todos libraron una resistencia épica durante nueve horas.
Desde la otra ribera del río, Miguel fue testigo de la hecatombe que el mariscal francés, en su precipitación, les causó. Cuando los cornetes llamaron a retirada, cuatro mil cadáveres miguelistas cubrían las calles y las plazas de la ciudad. Miguel estaba aterrorizado. Pedro había cumplido su parte del plan, que era resistir. Si Napier cumplía la suya, la victoria total sólo sería cuestión de tiempo.
103
Miguel ya no estaba tan seguro de sí mismo. El desastre provocado por el francés y la intervención sorpresa de Napier le desconcertaron, a él y a sus generales. Entonces pensó en una solución para acabar con esa guerra civil. Envió un emisario a solicitar una entrevista con su hermano. Volvería a decirle que aceptaba su propuesta original de casarse con Maria da Gloria. Si no podía ser rey por derecho propio, sería rey consorte, pero mantendría casi todo su poder intacto.
—¡Que se vaya al diablo! —fue la respuesta de Pedro.
La derrota del mariscal francés era sólo una parte de una otra mucho mayor. Al regresar a su cuartel general, Miguel fue informado de la peor de las noticias: Lisboa había caído. El gobernador había claudicado ante el avance de las fuerzas pedristas que, al mando del general Vila Flor, habían subido triunfalmente desde el Algarve. Con las tropas a las puertas de la capital y la flota de Napier bloqueando la salida al mar, los liberales, largamente reprimidos, habían desencadenado una insurrección en el interior de Lisboa. Abrieron las cárceles, liberaron a miles de detenidos e irrumpieron en el arsenal para desvalijarlo; luego repartieron las armas entre la población. El gobernador, seguido de una cohorte de curas, nobles y funcionarios, se había visto abocado a tomar la decisión de abandonar la ciudad. Miguel sintió que un escalofrío le recorría el espinazo; era una sensación antigua, de frustración y de rabia, que se remontaba a la niñez. ¿No era Pedro quien ganaba siempre todas las batallas infantiles en los jardines de Queluz o en los suburbios de Río? ¿Todas las carreras de carromatos? ¿No le tocaba ahora perder? ¿Dónde estaba la justicia divina? Sintiéndose desprotegido y al ver con aprensión cómo su reinado estaba en peligro, pensó en su madre. Estaba convencido de que si Carlota hubiera estado viva, con su don de mando y sus arengas electrizantes, hacía tiempo que habrían expulsado a las tropas liberales.