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Authors: Jorge Luis Borges

El informe de Brodie (6 page)

BOOK: El informe de Brodie
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Es típico de Marta Pizarro que, al referirse a ella, todos la definieran como hermana de la brillante Nélida Sara, casada y separada.

Antes de elegir el pincel, Marta Pizarro había considerado la alternativa de las letras.

Podía ser ocurrente en francés, el idioma habitual de sus lecturas; el español, para ella, no pasaba de ser un mero utensilio casero, como el guaraní para las señoras de la provincia de Corrientes. Los diarios habían puesto a su alcance páginas de Lugones y del madrileño Ortega y Gasset; el estilo de esos maestros confirmó su sospecha de que la lengua a la que estaba predestinada es menos apta para la expresión del pensamiento o de las pasiones que para la vanidad palabrera. Sólo sabía de la música lo que debe saber toda persona que asiste correctamente a conciertos. Era puntana; inició su carrera con escrupulosos retratos de Juan Crisóstomo Lafinur y del coronel Pascual Pringles, que fueron previsiblemente adquiridos por el Museo Provincial. Del retrato de próceres locales pasó a las casas viejas de Buenos Aires, cuyos modestos patios delineó con modestos colores, no con la charra escenografía que otros les donan. Alguien —que ciertamente no fue la señora de Figueroa— dijo que todo su arte se alimentaba de los maestros de obras genoveses del siglo diecinueve. Entre Clara Glencairn y Nélida Sara (que, según dicen, había gustado alguna vez del doctor Figueroa) hubo siempre cierta rivalidad; quizá el duelo fue entre las dos y Marta un instrumento.

Todo, según se sabe, ocurre inicialmente en otros países y a la larga en el nuestro. La secta de pintores, hoy tan injustamente olvidada, que se llamó concreta o abstracta, como para indicar su desdén de la lógica y del lenguaje, es uno de tantos ejemplos.

Argumentaba, creo, que de igual modo que a la música le está permitido crear un orbe propio de sonidos, la pintura, su hermana, podría ensayar colores y formas que no reprodujeran los de las cosas que nuestros ojos ven. Lee Kaplan escribió que sus telas, que indignaban a los burgueses, acataban la bíblica prohibición, compartida por el Islam, de labrar con manos humanas ídolos de seres vivientes. Los iconoclastas, argüía, estaban restaurando la genuina tradición del arte pictórico, falseada por herejes como Durero o como Rembrandt. Sus detractores lo acusaron de haber invocado el ejemplo que nos dan las alfombras, los calidoscopios y las corbatas. Las revoluciones estéticas proponen a la gente la tentación de lo irresponsable y lo fácil; Clara Glencairn optó por ser una pintora abstracta. Siempre había profesado el culto de Turner; se dispuso a enriquecer el arte concreto con sus esplendores indefinidos. Trabajó sin apremio, rehizo o destruyó varias composiciones y en el invierno de 1954 exhibió una serie de témperas en una sala de la calle Suipacha, cuya especialidad eran las obras que una metáfora militar, entonces en boga, llamaba de vanguardia. Ocurrió un hecho paradójico: la crítica general fue benigna, pero el órgano oficial de la secta reprobó esas formas anómalas que, si bien no eran figurativas, sugerían el tumulto de un ocaso, de una selva o del mar y no se resignaban a ser austeros redondeles y rayas. Acaso la primera en sonreír fuera Clara Glencairn. Había querido ser moderna y los modernos la rechazaban.

La ejecución de su obra le importaba más que su éxito y no dejó de trabajar. Ajena a este episodio, la pintura seguía su camino.

Ya había empezado el duelo secreto. Marta no sólo era una artista; le interesaba con ahínco lo que no es injusto llamar lo administrativo del arte y era prosecretaria de la sociedad que se llama el Círculo de Giotto. Al promediar el año 55 logró que Clara, admitida ya como socia, figurara como vocal en la lista de las nuevas autoridades. El hecho, en apariencia baladí, merece un análisis. Marta había apoyado a su amiga, pero es indiscutible, aunque misterioso, que la persona que confiere un favor supera de algún modo a quien lo recibe.

Hacia el año sesenta, "dos pinceles a nivel internacional" —séanos perdonada esta jerga— se disputaban un primer premio. Uno de los candidatos, el mayor, había consagrado solemnes óleos a la figuración de gauchos tremebundos, de una altitud escandinava; su rival, harto joven, había logrado aplausos y escándalo mediante la aplicada incoherencia. Los jurados, que habían rebasado el medio siglo, temían que la gente les imputara un criterio anticuado y propendían a votar por el último, que íntimamente no les gustaba. Al cabo de tenaces debates, hechos al principio de cortesía y al fin de tedio, no se ponían de acuerdo. En el decurso de la tercera discusión, alguno opinó: —B me parece malo; realmente me parece inferior a la misma señora de Figueroa.

—¿Usted la votaría? —dijo otro, con un dejo de sorna.

—Sí —replicó el primero, que ya estaba irritado.

Esa misma tarde, el premio fue otorgado por unanimidad a Clara Glencairn. Era distinguida, querible, de una moral sin tacha y solía dar fiestas, que las revistas más costosas fotografiaban, en su quinta del Pilar. La consabida cena de homenaje fue organizada y ofrecida por Marta. Clara la agradeció con pocas y atinadas palabras; observó que no existe una oposición entre lo tradicional y lo nuevo, entre el orden y la aventura, y que la tradición está hecha de una trama secular de aventuras. A la demostración asistieron numerosas personas de sociedad, casi todos los miembros del jurado y uno que otro pintor.

Todos pensamos que el azar nos ha deparado un ámbito mezquino y que los otros son mejores. El culto de los gauchos y el Beatus ille son nostalgias urbanas; Clara Glencairn y Marta, hartas de las rutinas del ocio, codiciaban el mundo de los artistas, gente que había dedicado su vida a la creación de cosas bellas. Presumo que en el cielo los Bienaventurados opinan que las ventajas de ese establecimiento han sido exageradas por los teólogos que nunca estuvieron ahí. Acaso en el infierno los réprobos no son siempre felices.

Un par de años después ocurrió en la ciudad de Cartagena el Primer Congreso Internacional de Plásticos Latinoamericanos. Cada república mandó su representante. El temario —séanos perdonada la jerga— era de palpitante interés: ¿puede el artista prescindir de lo autóctono, puede omitir o escamotear la fauna y la flora, puede ser insensible a la problemática de carácter social, puede no unir su voz a la de quienes están combatiendo el imperialismo sajón, etcétera, etcétera? Antes de ser embajador en el Canadá, el doctor Figueroa había cumplido en Cartagena un cargo diplomático; a Clara, un tanto envanecida por el premio, le hubiera gustado volver, ahora como artista.

Esa esperanza fracasó; Marta Pizarro fue designada por el gobierno. Su actuación (aunque no siempre persuasiva) fue no pocas veces brillante, según el testimonio imparcial de los corresponsales de Buenos Aires.

La vida exige una pasión. Ambas mujeres la encontraron en la pintura o, mejor dicho, en la relación que aquélla les impuso. Clara Glencairn pintaba contra Marta y de algún modo para Marta; cada una era el juez de su rival y el solitario público. En esas telas, que ya nadie miraba, creo advertir, como era inevitable, un influjo recíproco. Es importante no olvidar que las dos se querían y que en el curso de aquel íntimo duelo obraron con perfecta lealtad.

Fue por aquellos años que Marta, que ya no era tan joven, rechazó una oferta de matrimonio; sólo le interesaba su batalla.

El día 2 de febrero de 1964, Clara Glencairn murió de un aneurisma. Las columnas de los diarios le consagraron largas necrologías, de las que todavía son de rigor en nuestro país, donde la mujer es un ejemplar de la especie, no un individuo. Fuera de alguna apresurada mención de sus aficiones pictóricas y de su refinado buen gusto, se ponderó su fe, su bondad, su casi anónima y constante filantropía, su linaje patricio —el general Glencairn había militado en la campaña del Brasil— y su destacado lugar en los más altos círculos. Marta comprendió que su vida ya carecía de razón. Nunca se había sentido tan inútil. Recordó sus primeras tentativas, ahora lejanas, y expuso en el Salón Nacional un sobrio retrato de Clara, a la manera de aquellos maestros ingleses que habían admirado las dos. Alguno la juzgó su mejor obra. No volvería a pintar más.

En aquel duelo delicado que sólo adivinamos algunos íntimos no hubo derrotas ni victorias, ni siquiera un encuentro ni otras visibles circunstancias que las que he procurado registrar con respetuosa pluma. Sólo Dios (cuyas preferencias estéticas ignoramos) puede otorgar la palma final. La historia que se movió en la sombra acaba en la sombra.

El otro duelo

Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la historia en Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los pájaros.

Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.

¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el olvido y la memoria son inventivos.

Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte, había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del otro.

Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo de Cardoso; éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras del otro.

Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre.

Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había envenenado.

Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron, arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos; matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola palabra.

En el otoño del 71, que fue pesado, les llegaría el fin.

El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron.

Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera, Cardoso se metió gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le reservara algún colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese favor.

Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.

Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar y les dijo: —Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.

El soldado que los había traído se los llevó.

La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan, que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta, demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.

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