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Authors: Jorge Luis Borges

El informe de Brodie (4 page)

BOOK: El informe de Brodie
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Uriarte vociferaba que su adversario le había hecho una trampa. Los compañeros los rodeaban, de pie. Duncan, recuerdo, era más alto que los otros, robusto, algo cargado de hombros, inexpresivo, de un rubio casi blanco; Maneco Uriarte era movedizo, moreno, acaso achinado, con un bigote petulante y escaso. Era evidente que todos estaban ebrios; no sé si había en el piso dos o tres botellas tiradas o si el abuso del cinematógrafo me sugiere esa falsa memoria. Las injurias de Uriarte no cejaban, agudas y ya obscenas.

Duncan parecía no oírlo; al fin, como cansado, se levantó y le dio un puñetazo. Uriarte, desde el suelo, gritó que no iba a tolerar esa afrenta y lo retó a batirse.

Duncan dijo que no, y agregó a manera de explicación: —Lo que pasa es que le tengo miedo.

La carcajada fue general.

Uriarte, ya de pie, replicó: —Voy a batirme con usted y ahora mismo.

Alguien, Dios lo perdone, hizo notar que armas no faltaban.

No sé quién abrió la vitrina. Maneco Uriarte buscó el arma más vistosa y más larga, la del gavilán en forma de U; Duncan, casi al desgaire, un cuchillo de cabo de madera, con la figura de un arbolito en la hoja. Otro dijo que era muy de Maneco elegir una espada.

A nadie le asombró que le temblara en aquel momento la mano; a todos, que a Duncan le pasara lo mismo.

La tradición exige que los hombres en trance de pelear no ofendan la casa en que están y salgan afuera. Medio en jarana, medio en serio, salimos a la húmeda noche. Yo no estaba ebrio de vino, pero sí de aventura; yo anhelaba que alguien matara, para poder contarlo después y para recordarlo. Quizá en aquel momento los otros no eran más adultos que yo. También sentí que un remolino, que nadie era capaz de sujetar, nos arrastraba y nos perdía. No se prestaba mayor fe a la acusación de Maneco; todos la interpretaban como fruto de una vieja rivalidad, exacerbada por el vino.

Caminamos entre árboles, dejamos atrás la glorieta. Uriarte y Duncan iban a la cabeza; me extrañó que se vigilaran, como temiendo una sorpresa. Bordeamos un cantero de césped. Duncan dijo con suave autoridad: —Este lugar es aparente.

Los dos quedaron en el centro, indecisos. Una voz les gritó: —Suelten esa ferretería que los estorba y agárrense de veras.

Pero ya los hombres peleaban. Al principio lo hicieron con torpeza, como si temieran herirse; al principio miraban los aceros, pero después los ojos del contrario. Uriarte había olvidado su ira; Duncan, su indiferencia o desdén. El peligro los había transfigurado; ahora eran dos hombres los que peleaban, no dos muchachos. Yo había previsto la pelea como un caos de acero, pero pude seguirla, o casi seguirla, como si fuera un ajedrez. Los años, claro está, no habrán dejado de exaltar o de oscurecer lo que vi. No sé cuánto duró; hay hechos que no se sujetan a la común medida del tiempo.

Sin el poncho que hace de guardia, paraban con el antebrazo los golpes. Las mangas, pronto jironadas, se iban oscureciendo de sangre. Pensé que nos habíamos engañado al presuponer que desconocían esa clase de esgrima. No tardé en advertir que se manejaban de manera distinta. Las armas eran desparejas. Duncan, para salvar esa desventaja, quería estar muy cerca del otro; Uriarte retrocedía para tirarse en puñaladas largas y bajas. La misma voz que había indicado la vitrina gritó: —Se están matando. No los dejen seguir.

Nadie se atrevió a intervenir. Uriarte había perdido terreno; Duncan entonces lo cargó.

Ya casi se tocaban los cuerpos. El acero de Uriarte buscaba la cara de Duncan.

Bruscamente nos pareció más corto, porque había penetrado en el pecho. Duncan quedó tendido en el césped. Fue entonces cuando dijo con voz muy baja: —Qué raro. Todo esto es como un sueño.

No cerró los ojos, no se movió y yo había visto a un hombre matar a otro.

Maneco Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonara. Sollozaba sin disimulo. El hecho que acababa de cometer lo sobrepasaba. Ahora sé que se arrepentía menos de un crimen que de la ejecución de un acto insensato.

No quise mirar más. Lo que yo había anhelado había ocurrido y me dejaba roto. Lafinur me dijo después que tuvieron que forcejear para arrancar el arma. Se formó un conciliábulo. Resolvieron mentir lo menos posible y elevar el duelo a cuchillo a un duelo con espadas. Cuatro se ofrecieron como padrinos, entre ellos Acebal. Todo se arregla en Buenos Aires; alguien es siempre amigo de alguien.

Sobre la mesa de caoba quedó un desorden de barajas inglesas y de billetes que nadie quería mirar o tocar.

En los años siguientes pensé más de una vez en confiar la historia a un amigo, pero siempre sentí que ser poseedor de un secreto me halagaba más que contarlo. Hacia 1929, un diálogo casual me movió de pronto a romper el largo silencio. El comisario retirado don José Olave me había contado historias de cuchilleros del bajo del Retiro; observó que esa gente era capaz de cualquier felonía, con tal de madrugar al contrario, y que antes de los Podestá y de Gutiérrez casi no hubo duelos criollos. Le dije haber sido testigo de uno y le narré lo sucedido hace tantos años.

Me oyó con atención profesional y después me dijo: —¿Está seguro de que Uriarte y el otro no habían visteado nunca? A lo mejor, alguna temporada en el campo les había servido de algo.

—No —le contesté—. Todos los de esa noche se conocían y todos estaban atónitos.

Olave prosiguió sin apuro, como si pensara en voz alta: —Una de las dagas tenía el gavilán en forma de U. Dagas como ésas hubo dos que se hicieron famosas: la de Moreira y la de Juan Almada, por Tapalquén.

Algo se despertó en mi memoria; Olave prosiguió: —Usted mentó asimismo un cuchillo con cabo de madera, de la marca de Arbolito.

Armas como ésas hay de a miles, pero hubo una...

Se detuvo un momento y prosiguió: —El señor Acevedo tenía su establecimiento de campo cerca de Pergamino.

Precisamente por aquellos pagos anduvo, a fines del siglo, otro pendenciero de mentas: Juan Almanza. Desde la primera muerte que hizo, a los catorce años, usaba siempre un cuchillo corto de ésos, porque le trajo suerte. Juan Almanza y Juan Almada se tomaron inquina, porque la gente los confundía. Durante mucho tiempo se buscaron y nunca se encontraron. A Juan Almanza lo mató una bala perdida, en unas elecciones. El otro, creo, murió de muerte natural en el hospital de Las Flores.

Nada más se dijo esa tarde. Nos quedamos pensando.

Nueve o diez hombres, que ya han muerto, vieron lo que vieron mis ojos —la larga estocada en el cuerpo y el cuerpo bajo el cielo— pero el fin de otra historia más antigua fue lo que vieron. Maneco Uriarte no mató a Duncan; las armas, no los hombres, pelearon. Habían dormido, lado a lado, en una vitrina, hasta que las manos las despertaron. Acaso se agitaron al despertar; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso tembló el puño de Duncan. Las dos sabían pelear —no sus instrumentos, los hombres— y pelearon bien esa noche. Se habían buscado largamente, por los largos caminos de la provincia, y por fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro dormía y acechaba un rencor humano.

Las cosas duran más que la gente. Quién sabe si la historia concluye aquí, quién sabe si no volverán a encontrarse.

Juan Muraña

Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en reconocerlo; habían pasado tantos años desde que compartimos el mismo banco en una escuela de la calle Thames.

Roberto Godel lo recordará.

Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indiferencia. Me había enseñado, ahora me acuerdo, los rudimentos del lunfardo de entonces. Entablamos una de esas conversaciones triviales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos revelan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo: —Me prestaron tu libro sobre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borges, vos, ¿qué podés saber de malevos? Me miró con una suerte de santo horror.

—Me he documentado —le contesté.

No me dejó seguir y me dijo: —Documentado es la palabra. A mí los documentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente.

Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto: —Soy sobrino de Juan Muraña.

De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó: —Florentina, mi tía, era su mujer. La historia puede interesarte.

Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.

—A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Coronel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él.

Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me parecía, muy alta y gastaba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida. En el barrio decían que la muerte, o la desaparición, de Muraña la había trastornado. La recuerdo siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.

La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de una barbería en Barracas.

Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala. Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigilosas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por falta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Éste, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciudad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Riachuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída.

Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Serrano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela.

No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.

Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol estaba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quien está por sacar un arma, sino como escondiéndola. Con una voz muy triste me dijo: "He cambiado mucho". Fue sacando la mano y lo que vi fue una garra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad.

Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había estado nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: "Le había llegado la hora". El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento.

Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascinado, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.

Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Campana y del Silletero. La única persona en Buenos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez: —Ya les dije que Juan no iba a sufrir que el gringo nos dejara sin techo.

Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al altillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las paredes blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero.

Sin levantar los ojos mi tía me dijo: —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha mandado. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó.

—¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años.

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