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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

El inocente (3 page)

BOOK: El inocente
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—Ese idiota de Sheldrake. No pudo dejar el culo quieto en cuanto le llegó el ascenso. No dejó a nadie a cargo de su material. —Glass miró a Leonard con pena—. Los británicos… Es difícil conseguir que esos tipos del estadio se tomen algo en serio. Están demasiado ocupados siendo caballeros. No hacen su trabajo.

Leonard no dijo nada. Pensó que debía ser leal.

Glass levantó su taza de café y sonrió.

—Pero ustedes, los técnicos, son distintos, ¿no?

—Puede que sí.

Sonó el teléfono cuando estaba diciendo esto. Glass lo cogió, escuchó durante medio minuto y luego dijo:

—No. Voy para allá.

Colgó y se levantó. Llevó a Leonard hacia la puerta.

—¿Así que no sabe nada del almacén? ¿Nadie le ha hablado de Altglienicke?

—Francamente, no.

—Ahora vamos allí.

Estaban en el rellano. Glass utilizó tres llaves para cerrar su puerta. Meneaba la cabeza y sonreía para sí mientras murmuraba:

—Estos británicos, ese Sheldrake, qué gilipollas.

2

El coche fue una decepción. Camino de Nollendorfstrasse desde la estación del metro, Leonard había visto un vehículo norteamericano de color pastel con aletas de cola y embellecedores cromados. Pero subieron a un «escarabajo» pardo, de apenas un año, que parecía haber recibido un baño de ácido. La pintura resultaba áspera al tacto. Del interior habían desaparecido todas las comodidades: los ceniceros, las alfombrillas, las fundas de plástico de las manijas de las puertas, hasta el pomo de la palanca de cambios. El tubo de escape estaba estropeado o había sido trucado para resaltar la apariencia de vehículo militar, serio.

A través de un agujero en el suelo, perfectamente redondo, era visible un borrón de la superficie de la calzada. En aquella fría y resonante concha de lata se arrastraron ruidosamente por debajo de los puentes de la autopista de Anhalt. El estilo de conducir de Glass era poner el coche en cuarta y dejarlo ir como si fuera automático. A treinta kilómetros por hora la carrocería se estremecía. Su marcha no era tímida, sino arrogante y dominadora; Glass asía el volante con ambas manos y miraba con ferocidad a los peatones y a los demás conductores. Su barba estaba levantada. El era norteamericano y aquél era el sector norteamericano.

Una vez en la Gneisenaustrasse, más ancha, Glass aumentó la velocidad a cuarenta kilómetros por hora y retiró la mano derecha del volante para asir la palanca de cambios.

—Ahora –dijo, acomodándose más a fondo en su asiento como el piloto de un reactor– nos dirigimos al sur, a Altglienicke. Hemos construido una estación de radar justo enfrente del sector ruso. ¿Ha oído hablar del AN/APR9? ¿No? Es un receptor avanzado. Los soviéticos tienen una base aérea cerca, en Schónefeld. Escucharemos sus emisiones.

Leonard se sentía inseguro. No sabía nada de radares. Lo suyo eran los teléfonos.

—Su material está allí, en un cuarto. Tendrá todos los medios para hacer pruebas. Cualquier cosa que quiera, me lo dice, ¿de acuerdo? No se lo pida a ninguna otra persona. ¿Está claro?

Leonard asintió. Miraba fijamente hacia adelante, intuyendo un terrible error. Pero sabía por experiencia que era una mala política expresar dudas acerca de una tarea, a menos que fuera absolutamente necesario. Las personas reservadas cometían, o parecían cometer, menos errores.

Se acercaban a un semáforo en rojo. Glass redujo la velocidad a veinticinco antes de pisar el embrague hasta que se detuvieron. Luego cambió a punto muerto. Se volvió por completo en el asiento para mirar de frente a su silencioso pasajero.

—Vamos, Marnham. Leonard. ¡Por Dios, relájate! ¡Háblame! ¡Di algo!

Leonard estaba a punto de decir que no sabía nada de radar, pero Glass se había embarcado en una serie de preguntas personales.

—¿Estás casado? ¿A qué colegio fuiste? ¿Qué te gusta? ¿Qué piensas?

El cambio de luz en el semáforo y la búsqueda de la primera interrumpieron su retahíla de preguntas.

Con su habitual minuciosidad, Leonard respondió a las preguntas por el orden en que se las había hecho.

—No, no estoy casado. Ni siquiera he tenido novia. Todavía vivo con mis padres. Fui a la universidad de Birmingham, donde estudié electrónica. Anoche descubrí que me gusta la cerveza alemana. Y lo que pienso es que si aquí hace falta alguien que se encargue del equipo de radar…

Glass levantó una mano.

—No me lo digas. Todo es culpa de ese cretino de Sheldrake. No vamos a una estación de radar, Leonard. Tú lo sabes.

Yo lo sé. La antena del tejado no está conectada a nada. Pero tú todavía no tienes el nivel tres de acreditación. Así que vamos a una estación de radar. Lo jodido, la verdadera humillación, vendrá en la puerta. No te van a dejar pasar. Pero ése es mi problema. ¿Te gustan las chicas, Leonard?

—Bueno, pues sí, la verdad es que sí.

—Estupendo. Nos lo pasaremos bien esta noche.

Al cabo de veinte minutos dejaron atrás los suburbios y cruzaron un paisaje llano y carente de atractivos. Había grandes campos parduscos divididos por acequias repletas de hierbas húmedas y enredadas, en los que se levantaban desnudos y solitarios árboles y postes de telégrafo. Las casas de las granjas estaban acurrucadas en sus heredades de espaldas a la carretera. Al final de caminos embarrados se veían casas a medio construir en parcelas robadas a los campos, los nuevos barrios. Había incluso un bloque de pisos en construcción que se alzaba en medio de un campo. Algo más lejos, pegadas a la carretera, vieron chabolas de madera de desecho y chapa ondulada que, según le explicó Glass, albergaban a refugiados del Este.

Se metieron por una carretera más estrecha que luego se convertía en un camino. A la izquierda se veía una carretera recién asfaltada. Glass echó la cabeza hacia atrás y señaló con la barba. Doscientos metros delante de ellos, difuminado al principio por las abruptas formas de un huerto que había detrás, estaba su destino. Se destacaban dos edificios principales. Uno era de dos plantas y tenía el tejado suavemente inclinado; el otro, que formaba ángulo con el primero, era bajo y gris, como un bloque de celdas. Las ventanas, que trazaban una línea continua, parecían tapiadas. En el tejado del segundo edificio había un grupo de cuatro globos, dos grandes y dos pequeños, dispuestos de tal modo que sugerían a un hombre gordo con las gruesas manos extendidas. Muy cerca de ellos varias antenas de radio se alzaban formando una fina tracería geométrica contra el cielo blanquecino. Había además algunos barracones desmontables, una carretera de servicio circular y una franja de terreno quebrado antes de que comenzara la cerca de doble perímetro. Delante del segundo edificio se encontraban tres camiones militares alrededor de los cuales se movían hombres de uniforme, descargándolos quizá.

Glass se hizo a un lado y paró. Delante de ellos había una barrera, y un centinela apostado junto a ella los miraba.

—Deja que te cuente algo acerca del nivel uno. Al ingeniero militar que construyó estos edificios le dijeron que iba a edificar un almacén, uno de tantos almacenes militares. Pero sus instrucciones especificaban un sótano con un techo de tres metros y medio. Eso es mucha profundidad. Eso significa sacar una barbaridad de tierra, camiones para llevársela, encontrar el lugar adecuado donde tirarla, etcétera. Y ésa no es la forma en que el ejército construye sus almacenes. Así que el comandante se niega a hacerlo en tanto no reciba confirmación directa de Washington. Se lo llevan aparte y entonces descubre que hay niveles de acreditación y que le ascienden al nivel dos. Le dicen que en realidad no es un almacén lo que va a construir, sino una estación de radar, y que el sótano profundo es para un equipo especial. Así que se pone a trabajar y está contento. Es el único de los que intervienen en la obra que sabe cuál es el destino real del edificio. Pero está en un error. Si tuviera acreditación tres, sabría que no es una estación de radar. Si Sheldrake te hubiera informado, tú también lo sabrías. Yo lo sé, pero no tengo autorización para ascender tu acreditación. Sea como fuere, la cuestión es ésta: todo el mundo cree que su acreditación es la más alta que hay, todo el mundo cree que sabe la verdad. Sólo te enteras de que existe un nivel más alto cuando te lo dicen. Aquí tal vez haya un nivel cuatro. Parece difícil, pero únicamente podría saberlo si me lo dijeran. Ahora bien, tú…

Glass vaciló. Un segundo centinela había salido de la garita y les estaba haciendo señas de que avanzaran. Glass habló rápidamente.

—Tú tienes nivel dos, pero sabes que hay un nivel tres. Eso es una infracción, una irregularidad. Así que me daría igual ponerte al corriente. Pero no voy a hacerlo, no sin cubrirme primero las espaldas.

Glass condujo hasta la barrera y bajó la ventanilla. Sacó una tarjeta de la cartera y se la entregó al centinela. Los dos ocupantes del coche contemplaban los botones del capote del soldado.

Luego una cara huesuda, ancha y simpática, llenó la ventanilla y se dirigió a Leonard por encima del regazo de Glass.

—¿Tiene usted algo para mí, señor?

Leonard empezó a sacar sus cartas de presentación de la unidad de investigación de Dollis Hill.

—Diablos, no —murmuró Glass, y empujó las cartas fuera del alcance del centinela. Luego dijo—: Apártate, Howie. Voy a salir.

Los dos hombres se encaminaron hacia la garita. El otro centinela, que se había colocado delante de la barrera, mantuvo su fusil levantado ante sí en una posición casi ceremonial. Saludó a Glass con una inclinación de cabeza cuando pasó a su lado. Glass y el primer centinela entraron en la garita. Desde la puerta abierta llegaba la voz de Glass hablando por teléfono. Al cabo de cinco minutos volvió al coche y se dirigió a Leonard a través de la ventanilla.

—Tengo que entrar a dar explicaciones. —Estaba a punto de irse cuando cambió de opinión, abrió la portezuela y se sentó—. Otra cosa. Estos tipos de la puerta no saben nada. Ni siquiera saben que haya un almacén. Se les dice que es algo de alta seguridad, y se encargan de protegerlo. Pueden llegar a saber quién eres, pero no lo que haces. Así que no andes enseñando cartas. Es más, dámelas. Las pasaré por la destructora de documentos.

Glass cerró la portezuela y se alejó, metiéndose las cartas de Leonard en un bolsillo mientras andaba. Se agachó para pasar la barrera y se dirigió al edificio de dos plantas.

Luego un aburrido silencio dominical se apoderó de Altglienicke. El centinela continuó parado en el centro de la carretera. Su compañero se sentó en la garita. Dentro de la alambrada no había ningún movimiento. Los camiones quedaban fuera de la vista, al otro lado del edificio bajo. El único sonido era el «clic» irregular del metal al contraerse. La chapa del coche se contraía por el frío. Leonard se cruzó bien la gabardina. Le apetecía bajarse y pasear arriba y abajo, pero el centinela le ponía nervioso. Así que dio palmadas, trató de mantener los pies apartados del suelo de metal y esperó.

Al cabo de un rato una puerta lateral del edificio bajo se abrió y salieron dos hombres. Uno de ellos se volvió para cerrar la puerta con llave. Los dos medían bastante más del metro ochenta. Llevaban el pelo cortado al cepillo y vestían camisetas grises por fuera de sus anchos pantalones caquis. Parecían inmunes al frío. Jugaban con un balón de rugby color naranja que iban tirándose mientras se alejaban el uno del otro. Siguieron andando hasta que el balón describía un arco sobre una distancia inverosímil, girando suavemente sobre su eje más largo. No era el saque a dos manos del rugby, sino un lanzamiento con una mano, un movimiento sinuoso, como de látigo, por encima del hombro. Leonard nunca había visto un partido de fútbol americano ni conocía su técnica. Aquellos lanzamientos que eran tomados en alto, justo a la altura de la clavícula, parecían demasiado estudiados, demasiado seguros, para constituir una práctica deportiva seria. No era más que una descarada exhibición de fuerza física. Un par de hombres adultos haciendo alarde de su habilidad. Un inglés dentro de un coche alemán helado, su único espectador, les observó con asqueada fascinación. Realmente, no era necesario hacer un juego tan extravagante, con la mano izquierda extendida justo antes del tiro, ni ulular como idiotas cuando iba a lanzar el otro. Pero se trataba de una energía jubilosa que hacía que el balón naranja se elevara muy alto; y la limpieza de su vuelo por el cielo blanco, la simetría parabólica de su ascensión y su caída, la certeza de que la toma no fallaría, tenían cierta belleza, eran como una rebelión contra el entorno, el hormigón, la doble cerca con sus postes funcionales en forma de Y, el frío.

Que dos adultos se mostrasen tan juguetones en público le llamó poderosamente la atención y le desazonó. Dos sargentos británicos aficionados al criquet esperarían que hubiera un entrenamiento del equipo, debidamente anunciado, o al menos improvisarían un juego más serio. Aquello era pura ostentación, infantilismo. Siguieron jugando. Al cabo de diez minutos uno de ellos miró su reloj. Volvieron lentamente hacia la puerta lateral, la abrieron y entraron. Durante un minuto o dos después de que se fueran, su ausencia impregnó la franja de malas hierbas de la primavera anterior que separaba la cerca del edificio bajo. Luego incluso aquello se desvaneció.

El centinela caminó a lo largo de la barrera rayada, echó una mirada al compañero que estaba dentro de la garita, regresó a su posición y se puso a golpear el suelo de hormigón con los pies. Pasados diez minutos Bob Glass salió apresuradamente del edificio de dos plantas. A su lado iba un oficial del ejército norteamericano. Se agacharon para cruzar la barrera y pasaron uno a cada lado del centinela. Leonard iba a salir del coche, pero Glass le indicó con un gesto que bajara la ventanilla. Presentó al hombre como el comandante Angell. Glass se apartó y el comandante se asomó y dijo:

—¡Bienvenido, joven!

Tenía una cara larga y chupada a la que la sombra de su barba confería una tonalidad verdosa. Llevaba guantes de piel negra y le estaba tendiendo a Leonard sus papeles.

—He salvado esto de la destructora de documentos. –Bajó la voz con burlona confidencialidad–. El celo de Bob era algo excesivo. No los lleve encima de ahora en adelante. Guárdelos en casa. Le daremos un pase. –La loción para después del afeitado del comandante invadió el frío coche. Olía a limón–. He dado permiso a Bob para que le enseñe las instalaciones. No puedo dar acreditaciones excepcionales por teléfono, por eso he salido para hablar con estos chicos personalmente.

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