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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (11 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—No, claro que no —dijo riéndose con amargura—. Sólo empezaste a tratarme como una especie de... obligación ardua. ¿Por qué ibas a pensar que había algo de malo en eso?

—Que empecé a tratarte... ¿Cuándo? —dije—. ¿Te refieres a las tres últimas semanas? Sabías lo del montaje. Creía que...

—No estoy hablando de tu trabajo de mierda —gritó Gina. Quería sentarme en el suelo, encontrar algo de estabilidad, orientarme, pero temía que interpretara mal la acción—. Por favor, no te quedes ahí cortándome el paso —añadió con frialdad—. Me estás poniendo nerviosa.

—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Cogerte prisionera? —No me contestó. Pasé por su lado y entré en la cocina. Se giró y se quedó en la puerta de cara a mí. No tenía ni idea de qué decirle. No sabía por dónde empezar—. Te quiero —añadí.

—Te lo advierto, no empieces.

—Si la he cagado, déjame intentar arreglarlo. Me esforzaré más.

—Eso es lo peor de todo. El esfuerzo es jodidamente obvio.

—Siempre pensé que... —La miré a los ojos. Oscuros, expresivos, de una belleza imposible. Incluso en aquel momento, su sola visión se abrió camino a través de todo lo que pensaba y sentía, y me convirtió en parte en un niño indefenso, encaprichado. Pero todavía estaba concentrado; siempre lo estaba, siempre prestaba atención. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Qué señales había pasado por alto? ¿Cuándo? ¿Cómo? Quería exigirle fechas, horas y lugares.

—Es demasiado tarde para cambiar nada —dijo Gina apartando la mirada—. He encontrado a otro. Llevo tres meses saliendo con él. Si ni siquiera lo sabías, ¿qué clase de mensaje necesitabas? ¿Tenía que traerlo a casa y tirármelo delante de ti?

—No me importa lo que hayas hecho —dije lentamente con los ojos cerrados; no quería oír aquello: sólo era ruido que complicaba aún más las cosas—. Todavía podemos...

—¡A mí sí me importa! —dijo a gritos avanzando hacia mí—. ¡Egoísta imbécil! ¡Me importa! —Las lágrimas le resbalaban por el rostro. Por encima de todo me esforzaba en comprender, ansiaba abrazarla, seguía sin poder creer que yo era la causa de todo su dolor—. ¿No ves cómo eres? —añadió con desdén—. ¡Soy yo la que acaba de decirte que me he tirado a otro a tus espaldas! ¡Soy yo la que se larga! Y aun así, me duele mil veces más de lo que te dolerá a ti cualquier cosa en la vida.

Debería haber pensado lo que hice a continuación, haberlo planeado, pero no recuerdo haber ido al fregadero en busca de un cuchillo, no recuerdo haberme abierto la camisa. Me encontré de pie en la puerta de la cocina, haciéndome cortes de un lado al otro del estómago con la punta de la hoja.

—Siempre quisiste cicatrices —dije con calma sin detenerme—. Aquí tienes unas cuantas.

Gina se abalanzó sobre mí y me tiró al suelo. Empujé el cuchillo lejos, debajo de la mesa. Antes de que pudiera levantarme, se sentó sobre mi pecho y empezó a darme bofetadas y puñetazos.

—¿Crees que eso duele? —me gritó—. ¿Crees que es lo mismo? Ni siquiera sabes cuál es la diferencia, ¿verdad? ¿Verdad?

Me quedé tumbado en el suelo sin mirarla mientras me aporreaba la cara y los hombros. No sentía nada; sólo esperaba a que todo terminara, pero cuando se levantó dispuesta a marcharse, lloriqueando mientras se tambaleaba por la cocina, de repente me entraron ganas de hacerle mucho daño.

—¿Qué esperabas? —dije tranquilo—. No puedo llorar cuando toca, como tú. Mi nivel de prolactina no está por la labor.

Oí cómo arrastraba las maletas por la entrada. Me imaginé que la seguía hasta la calle y me ofrecía a llevarle algo, que le montaba una escena. Pero mi deseo de venganza se había desvanecido. La quería, deseaba que volviera... y seguro que todo lo que se me ocurriese para intentar demostrárselo le dolería, seguro que empeoraría las cosas.

Cerró la puerta de la casa de un portazo.

Me acurruqué en el suelo. Sangraba aparatosamente; intentaba soportar tanto el hedor metálico y la irremediable sensación de incontinencia como el propio dolor, pero sabía que los cortes no eran profundos. No me habría cortado una arteria llevado por los celos y la ira: en todo momento sabía perfectamente lo que hacía.

¿Debía avergonzarme por eso? ¿Avergonzarme de no haber roto los muebles, no haberme destripado ni haber intentado matarla? Todavía me dolía el desprecio de Gina, y si antes nunca sabía lo que pensaba, cuando me tiró al suelo comprendí una cosa: como no me había dejado llevar por mis emociones, como no había perdido el control..., a sus ojos era algo menos que humano.

Envolví las heridas superficiales con una toalla y le dije a la farmacia lo que había pasado. Zumbó unos cuantos minutos y exudó una pasta de antibióticos, coagulantes y un adhesivo parecido al colágeno. Se secó sobre mi piel quedando como un vendaje ajustado.

La farmacia no tenía ojos, pero me planté al lado del teléfono y le enseñé nuestra obra.

—Evita los movimientos abdominales bruscos. E intenta no reírte demasiado —dijo.

8

—Me han dicho que venga —dijo Angelo sombrío.

—Entonces será mejor que entres. —Me siguió por el recibidor hasta la salita—. ¿Cómo están las chicas? —le pregunté.

—Bien. Son agotadoras.

Maria tenía tres años y Louise dos. Angelo y Lisa trabajaban en su casa, en habitaciones insonorizadas, y se encargaban de las niñas por turnos. Angelo era matemático en una universidad virtual nominalmente canadiense; Lisa era química de polímeros de una empresa con fábricas en Holanda.

Era amigo de Angelo desde la universidad, pero no conocí a su hermana hasta que nació Louise. Gina había ido a visitar a la madre y a la recién nacida al hospital; me enamoré de ella en el ascensor antes de saber quién era.

—Creo que sólo quiere saber cómo estás —dijo Angelo con cautela cuando se sentó.

—Le he enviado diez mensajes en diez días. Ya sabe cómo estoy.

—Dice que has dejado de mandárselos de repente.

—¿De repente? Diez actos de humillación ritual son todo lo que conseguirá si no responde. —No pretendía que mis palabras sonaran duras, pero Angelo empezaba a parecer un emisario de paz abandonado en medio de un campo de batalla—. Dile lo que quiera oír —añadí riéndome—. Dile que estoy destrozado, pero que me recupero deprisa. No quiero que se sienta insultada, pero tampoco culpable.

—Está pasándolo muy mal —dijo con una sonrisa forzada, como si yo hubiera hecho un chiste de mal gusto.

—Lo sé, y yo también lo llevo mal —dije lentamente, apretando los puños—, pero ¿no crees que se sentirá mejor si le dices que...? —No terminé la frase—. ¿Qué te ha dicho que me contestes si te pregunto si hay alguna oportunidad de que vuelva?

—Que no.

—Claro. Pero... ¿lo decía de verdad? ¿Qué tenías que contestar a eso?

—Andrew...

—Olvídalo. —Nos envolvió un silencio largo y extraño. Consideré la posibilidad de preguntarle dónde estaba y con quién, pero sabía que no me lo diría. Y la verdad era que no quería saberlo—. Mañana me voy a Anarkia.

—Sí, eso he oído. Buena suerte.

—Hay otro periodista que quiere el proyecto. Sólo tendría que hacer una llamada...

—No te molestes —dijo negando con un gesto—. No cambiaría nada.

Volvimos a quedarnos en silencio. Al cabo de un rato, Angelo buscó en un bolsillo de la cazadora y sacó un frasquito de plástico con pastillas.

—Tengo unos cuantos D —dijo.

—Antes no tomabas esa mierda —gruñí.

—Son inofensivos —dijo mirándome dolido—. Me gusta desconectar de vez en cuando. ¿Qué hay de malo en eso?

—Nada.

Los desinhibidores no eran tóxicos ni adictivos. Producían una ligera sensación de bienestar e incrementaban el esfuerzo necesario para concentrarse en algo, como una moderada dosis de alcohol o cannabis, aunque con menos efectos secundarios. Su concentración en sangre se autolimitaba; cuando sobrepasaba cierto nivel, la molécula catalizaba su propia destrucción, así que tomarse un bote entero era lo mismo que tragarse una pastilla.

Angelo me ofreció el frasquito. Cogí un D con desgana y lo dejé en la palma de la mano.

El alcohol casi había desaparecido de la vida de la sociedad educada cuando yo tenía diez años, pero su uso como «lubricante social» se evocaba siempre como algo indudablemente beneficioso, y sólo se consideraban patológicos la violencia y los daños que ocasionaba al organismo. Sin embargo, me parecía que la bala mágica que había ocupado su lugar era una síntesis del auténtico problema. Por fortuna habían desaparecido la cirrosis, las lesiones cerebrales, diversos tipos de cáncer y los peores accidentes de tráfico y crímenes del mundo de la droga, pero yo todavía no estaba dispuesto a aceptar que los seres humanos eran físicamente incapaces de comunicarse o relajarse sin la ayuda de drogas psicoactivas.

—Vamos, no te matará —dijo en tono de reproche después de tragar una pastilla—. Todas las culturas humanas conocidas han utilizado algún tipo de...

Fingí que me metía la pastilla en la boca, pero la escondí en la palma. A la mierda todas las culturas humanas conocidas. Sentí una punzada momentánea de culpa, pero no tenía ganas de discutir. Además, mi mentira era bienintencionada. Me imaginaba más o menos lo que Gina le había dicho a su hermano: «Que se coloque o no hablará». Me había enviado a Angelo con la esperanza de que me liberara, lo soltara todo y me «curase». Un gesto conmovedor por parte de ambos, y lo menos que podía hacer a cambio era reducir el número de mentiras que tendría que contarle para que se creyera que me había ayudado.

A medida que la sustancia química bloqueaba algunas vías neuronales, a Angelo se le pusieron los ojos vidriosos. Se me ocurrió que James Rourke debería haber añadido a su lista una tercera palabra «S» contra la que luchar: sinceridad. Freud había lastrado la cultura occidental con la extraña idea de que las declaraciones espontáneas siempre eran, por arte de magia, las más veraces. Que la reflexión no aportaba nada y que el ego se limitaba a mentir o a censurar. Era una idea fruto de la conveniencia más que nada: identificó la parte de la mente más fácil de esquivar, con trucos como la libre asociación de ideas, y declaró que el producto que quedaba de todo eso era la sinceridad.

Pero ahora que mis palabras estaban químicamente santificadas y por fin se las tomarían en serio, fui directo al grano.

—Mira, dile a Gina que lo superaré. Siento haberle hecho daño. Sé que he sido egoísta y voy a intentar cambiar. Todavía la quiero, pero sé que se ha terminado. —Busqué algo más que decir, pero ella no necesitaba saber nada más.

—No entendía por qué siempre rompías con las fems. —Angelo hizo repetidos gestos de asentimiento, como si yo hubiera dicho algo nuevo y profundo—. Creía que era cuestión de mala suerte, pero tienes razón: eres un bastardo egoísta. Lo único que te importa en realidad es tu trabajo.

—Cierto.

—¿Qué vas a hacer para resolverlo? ¿Dedicarte a otra cosa?

—No. Vivir solo.

—Pero eso es peor —dijo con una mueca—. Te convierte en el doble de egoísta.

—¿En serio? —Me reí—. ¿Quieres explicarme por qué?

—¡Porque ni siquiera lo intentas!

—¿Y sólo lo puedo intentar a costa de otras personas? ¿Y si estoy harto de hacerles daño y decido no intentarlo más? —Esta simple idea pareció confundirlo. Se había aficionado a los D siendo adulto y quizá lo afectaban más que a alguien que hubiera desarrollado una tolerancia desde la adolescencia—. Creía sinceramente que podía hacer feliz a otra persona y a mí mismo —añadí—. Pero después de seis intentos creo que he demostrado que no puedo. Así que haré el juramento hipocrático: No dañes. ¿Qué hay de malo en eso?

—No te imagino viviendo como un monje —dijo sin convicción.

—A ver si te aclaras. Primero soy un egoísta y luego un beato. Espero que no pongas en entredicho mi habilidad masturbatoria.

—No, pero las fantasías sexuales plantean un pequeño problema: hacen que desees aún más la realidad.

—Puedo hacerme ásex neuronal —dije encogiendo los hombros.

—Muy gracioso.

—Bueno, siempre es una opción. —Me estaba hartando de todo el estúpido ritual, pero si lo despedía demasiado pronto corría el riesgo de que le diera a Gina un informe de la catarsis que no llegara al aprobado. Los detalles no importaban, podía guardárselos, pero tenía que ser capaz de decirle con cara seria que habíamos estado desnudando nuestras almas hasta la madrugada—. Siempre decías que no te casarías —añadí—. Que la monogamia es para los débiles y que la promiscuidad es más sincera y satisfactoria para los implicados.

—Tenía diecinueve años cuando dije eso. —Angelo empezó a reírse pero se contuvo—. ¿Qué te parecería si desenterrara unas cuantas maravillosas películas tuyas de la misma época?

—Si tienes copias, pon tú el precio. —Parecía inconcebible, pero dediqué cuatro años de mi vida y miles de dólares fruto de diversos trabajos por horas a hacer media docena de dramas experimentales pretenciosos en extremo. Mi versión
butoh
submarina de
Esperando a Godot
era quizá la peor obra de la era del vídeo digital.

—Sin embargo —dijo Angelo mirando fijamente la alfombra, súbitamente pensativo—, en aquella época lo creía. La idea de una familia me sonaba a estar enterrado vivo. —Se estremeció—. No podía imaginarme nada peor.

—Así que has madurado. Enhorabuena.

—No seas gilipollas.

—Lo siento. —No bromeaba; le había tocado una fibra sensible.

—Nadie madura —dijo—. Es una de las peores mentiras que se pueden decir. Las personas cambian. Las personas se comprometen. Se encuentran atrapadas en situaciones que no desean... y les sacan el mejor partido posible. Pero no intentes decirme que es una especie de glorioso ascenso predestinado a la madurez emocional porque no es verdad.

—¿Ha ocurrido algo entre Lisa y tú? —le pregunté preocupado.

—No —dijo con un gesto de disculpa—. Todo va bien. La vida es maravillosa. Las quiero a todas. Pero... —Apartó la mirada, tenía todo el cuerpo en tensión—. Sólo porque me volvería loco si no fuera así. Sólo porque tengo que hacer que funcione.

—Pero lo haces, funciona.

—Sí —dijo poniendo mala cara, frustrado porque yo no captaba el quid de la cuestión—. Y ya ni siquiera me cuesta mucho. Es pura rutina. Pero... creía que habría algo más. Creía que si se pasa de valorar una cosa a valorar otra es porque se ha aprendido algo nuevo, se ha entendido algo mejor. Y no es eso en absoluto. Lo único que hago es darle valor a lo que tengo. Así es, ésa es toda la historia. La gente siempre hace una virtud de la necesidad. Idealiza aquello de lo que no puede escapar.

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