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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (39 page)

BOOK: El invierno del mundo
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La sala quedó en silencio. El mínimo amago de crítica contra Stalin resultaba peligroso.

—Lo sabe casi todo —dijo Grigori.

—Por supuesto —convino Zoya de forma automática—. Pero seguramente algunas veces los camaradas leales como usted tienen que hacerle reparar en cuestiones que son importantes.

—Sí, eso es verdad.

—Sin duda el camarada Stalin cree que la ciencia debe ser consecuente con la ideología marxista-leninista —opinó Ilia.

Volodia vislumbró un destello de desafío en los ojos de Zoya, pero esta bajó la mirada y añadió con humildad:

—No cabe duda de que tiene razón. Es evidente que los científicos tenemos que redoblar nuestros esfuerzos.

Aquello era una estupidez supina, y todos los presentes lo sabían, pero nadie pensaba decir nada al respecto. Debían comportarse con decoro.

—Claro —dijo Grigori—. No obstante, lo mencionaré la próxima vez que tenga la oportunidad de hablar con el camarada secretario general del partido. Es posible que quiera analizarlo más a fondo.

—Eso espero —dijo Zoya—. Queremos ir por delante de Occidente.

—Y, aparte del trabajo, ¿qué más nos cuentas, Zoya? —preguntó Grigori en tono jovial—. ¿Tienes novio? ¿Estás prometida tal vez?

—¡Papá! ¡Eso no es asunto nuestro! —se indignó Ania.

A Zoya no pareció importarle.

—No estoy prometida —respondió en tono moderado—. Y tampoco tengo novio.

—¡Te va igual de mal que a mi hijo, Volodia! Él también está soltero. Tiene veintitrés años y un buen nivel de estudios, es alto y guapo… ¡Y aun así no tiene novia!

Volodia se moría de vergüenza ante tan descarada indirecta.

—Cuesta creerlo —dijo Zoya, y cuando miró a Volodia este observó cierto brillo burlón en sus ojos.

Katerina posó la mano en el brazo de su marido.

—Ya está bien —dijo—. Deja de incomodar a la pobre chica.

Sonó el timbre de la puerta.

—¿Otra vez? —saltó Grigori.

—Ahora sí que no tengo ni idea de quién puede ser —dijo Katerina saliendo de la cocina.

Regresó con el jefe de Volodia, el comandante Lemítov.

Volodia, sobresaltado, se puso en pie de golpe.

—Buenas noches, señor —dijo—. Este es mi padre, Grigori Peshkov. Papá, te presento al comandante Lemítov.

Lemítov saludó con elegancia.

—Descanse, Lemítov —dijo Grigori—. Siéntese y pruebe el pollo. ¿Ha hecho algo malo mi hijo?

Esa era precisamente la sospecha que hacía que a Volodia le temblaran las manos.

—No, señor; más bien al contrario. Pero… esperaba poder hablar en privado con él y con usted.

Volodia se relajó un poco. Tal vez no estuviera en apuros, después de todo.

—Bueno, casi hemos acabado de cenar —dijo Grigori poniéndose en pie—. Vamos a mi despacho.

Lemítov miró a Ilia.

—¿Usted no trabaja en el NKVD? —preguntó.

—Y a mucha honra. Me llamo Dvorkin.

—¡Claro! Usted es quien ha intentado detener a Volodia esta tarde.

—Me parecía que se comportaba como un espía. Y tenía razón, ¿no?

—Tiene que aprender a detener a los espías enemigos, no a los nuestros. —Lemítov abandonó la sala.

Volodia sonrió. Era la segunda vez que Dvorkin se llevaba una reprimenda.

Volodia, Grigori y Lemítov cruzaron el recibidor. El despacho ocupaba una pequeña habitación apenas amueblada. Grigori se instaló en el único sillón que había. Lemítov se sentó junto a una mesita baja. Volodia cerró la puerta y se quedó de pie.

—¿Tu camarada padre tiene noticia del mensaje que hemos recibido esta tarde de Berlín? —preguntó Lemítov a Volodia.

—No, señor.

—Será mejor que se lo cuentes.

Volodia le explicó la historia de los espías de España. Su padre se mostró encantado.

—¡Buen trabajo! —exclamó—. Claro que podría tratarse de información falsa, pero lo dudo, los nazis no son tan imaginativos. Sin embargo, nosotros sí. Somos capaces de detener a espías y utilizar sus radios para enviar mensajes falsos a los rebeldes de derechas.

A Volodia no se le había ocurrido pensarlo. Tal vez su padre se hiciera el tonto con Zoya, pensó, pero seguía siendo muy perspicaz en lo relativo a los servicios secretos.

—Exacto —dijo Lemítov.

Grigori se dirigió a Volodia.

—Tu compañero de escuela, Werner, es un hombre con agallas. —Y le preguntó a Lemítov—: ¿Cómo piensa tratar el asunto?

—Necesitamos enviar buenos agentes a España para que investiguen a esos alemanes. No debería ser muy difícil. Si de verdad son espías, habrá pruebas: libros de códigos, equipos de radio y demás. —Vaciló—. He venido para proponerle que enviemos a su hijo.

Volodia se quedó estupefacto. Eso no se lo esperaba.

El semblante de Grigori se ensombreció.

—Vaya —empezó con aire pensativo—, debo confesar que la perspectiva me llena de consternación. Lo echaríamos mucho de menos. —Entonces adoptó una expresión resignada, como si se hubiera dado cuenta de que, en realidad, no tenía elección—. Pero lo primero es defender la revolución, por supuesto.

—Los agentes de los servicios secretos se forman con la práctica —dijo Lemítov—. Usted y yo hemos combatido, señor, pero la generación más joven nunca ha estado en el campo de batalla.

—Cierto, cierto. ¿Cuándo debería partir?

—Dentro de tres días.

Volodia se daba cuenta de que su padre estaba buscando desesperadamente alguna razón que lo retuviera en casa, pero no encontraba ninguna. Él, por su parte, se sentía emocionado. ¡España! Pensó en el vino tinto como la sangre, en las muchachas de pelo oscuro con las piernas fuertes y morenas, y en el cálido sol en lugar de la nieve de Moscú. Correría peligro, por supuesto, pero no se había alistado en el ejército para tener una vida segura.

—Bueno, Volodia, ¿qué dices tú? —preguntó Grigori.

Volodia sabía que su padre deseaba que pusiera alguna objeción, pero el único inconveniente que se le ocurría era que no tendría tiempo de conocer mejor a la deslumbrante Zoya.

—Es una oportunidad magnífica —dijo—. Me halaga que me hayan elegido.

—Muy bien —dijo su padre.

—Solo hay un pequeño problema —le advirtió Lemítov—. Se ha estipulado que los servicios secretos del ejército se ocupen de la investigación pero que no lleven a cabo las detenciones. Eso es prerrogativa del NKVD. —No había el menor atisbo de humor en su sonrisa—. Me temo que te tocará trabajar junto con tu amigo Dvorkin.

II

Era impresionante, pensó Lloyd Williams, lo rápido que se aprendía a amar un lugar. Solo llevaba diez meses en España, pero la pasión que ese país había despertado en él era casi tan fuerte como su apego por Gales. Adoraba ver una flor poco común abriendo los pétalos en medio del paisaje agostado; disfrutaba durmiendo la siesta; le gustaba el hecho de que se tomara vino aun cuando no hubiera nada de comer. Había descubierto sabores que no había probado hasta entonces: las olivas, el pimentón, el chorizo y el fuerte licor que llamaban orujo.

Se detuvo en una cuesta y, con un mapa en la mano, posó la mirada más allá del paisaje velado por la cálida neblina. Había unos cuantos prados bordeando el río, y algunos árboles en las laderas distantes, pero en medio se extendía un desierto árido y monótono de polvo y piedras.

—No hay gran cosa para cubrir nuestro avance —observó con preocupación.

—Nos espera una batalla dura de narices —dijo Lenny Griffiths, a su lado.

Lloyd consultó el mapa. Zaragoza se extendía a ambas orillas del río Ebro, a más de doscientos kilómetros de la desembocadura en el Mediterráneo. La ciudad concentraba la mayor parte de las comunicaciones de la región de Aragón. Era una importante encrucijada, un lugar en el que confluían varias líneas ferroviarias y tres ríos. Allí, el ejército republicano combatía a los antidemócratas de Franco en una desértica tierra de nadie.

Algunas personas llamaban a las fuerzas del gobierno los «republicanos» y a los rebeldes, los «nacionales», pero esos nombres podían inducir a error a los extranjeros. En ambos bandos había muchos republicanos, en el sentido de que no querían ser gobernados por ningún rey. Y todos eran nacionales, en el sentido de que amaban su país y estaban dispuestos a morir por él. Lloyd los consideraba el gobierno y los sublevados.

En esos momentos, Zaragoza estaba ocupada por los sublevados de Franco, y Lloyd observaba la ciudad desde un mirador situado a ochenta kilómetros hacia el sur.

—Aun así, si logramos tomar la ciudad, el enemigo quedará retenido en el norte durante otro invierno —dijo.

—Si lo logramos —puntualizó Lenny.

El pronóstico era desalentador, pensó Lloyd con tristeza, puesto que solo podían aspirar, como máximo, a detener el avance de las tropas de Franco. Ese año el gobierno no preveía ninguna victoria.

Con todo, una parte de Lloyd aguardaba expectante el momento de la batalla. Llevaba en España diez meses, y esa sería su primera oportunidad de entrar en acción. Hasta el momento se había limitado a hacer de instructor en un campamento. Cuando, recién incorporado, los españoles descubrieron que había formado parte del Cuerpo de Instrucción de Oficiales de Gran Bretaña, enseguida lo ascendieron a teniente y lo pusieron al mando de los soldados recién reclutados. Él tenía que instruirlos hasta que obedecieran órdenes como si fuera un acto reflejo, tenía que obligarlos a marchar hasta que los pies dejaban de sangrarles y las ampollas se tornaban callos, y también tenía que enseñarles a desmontar y limpiar los pocos fusiles que hubiera disponibles.

Sin embargo, la afluencia de voluntarios había disminuido y se recibían muy pocas solicitudes, por lo que los instructores habían sido trasladados a batallones de combate.

Lloyd iba ataviado con una boina, una cazadora con cremallera con el galón que indicaba su rango burdamente cosido en la manga y unos pantalones de pana. Llevaba un fusil español Mauser de cañón corto que disparaba proyectiles de 7 mm, al parecer robados de algún arsenal de la Guardia Civil.

Lloyd, Lenny y Dave habían pasado un tiempo separados, pero al final los reunieron en el batallón británico de la 15.ª Brigada Internacional para la batalla que se preparaba. Lenny lucía una barba negra y aparentaba diez años más de los diecisiete que tenía. Lo habían ascendido a sargento, aunque no tenía uniforme; tan solo llevaba unos pantalones azules de peto y un fular de rayas. Parecía más un pirata que un soldado.

—De todos modos, esta ofensiva no tiene nada que ver con retener a los de Franco. Es algo puramente político. Esta región siempre ha estado dominada por los anarquistas.

Lloyd había visto el anarquismo en acción durante una breve estancia en Barcelona. Era una forma alegremente radical de comunismo. Los oficiales y los soldados rasos percibían la misma paga. Los comedores de los grandes hoteles se habían convertido en cantinas para los obreros. Los camareros devolvían las propinas, explicando amablemente que la práctica de ofrecerlas resultaba degradante. Por todas partes había carteles denunciando la prostitución como una forma de explotar a las camaradas del sexo femenino. Se respiraba un maravilloso ambiente de liberación y compañerismo. Los rusos lo odiaban.

Lenny prosiguió.

—Ahora el gobierno ha traído tropas comunistas de la zona de Madrid y nos ha fusionado a todos para formar el nuevo Ejército del Este; bajo el mando general de los comunistas, claro.

Los discursos de ese tipo sacaban de quicio a Lloyd. La única posibilidad de ganar que tenían las facciones izquierdistas era operando juntas, tal como habían hecho, por lo menos al final, en la batalla de Cable Street. Sin embargo, los anarquistas y los comunistas se habían enfrentado en las calles de Barcelona.

—El primer ministro Negrín no es comunista —dijo.

—Pues se comporta como si lo fuera.

—Lo que pasa es que sabe que sin el apoyo de la Unión Soviética estamos acabados.

—Pero ¿significa eso que debemos abandonar la democracia y dejar que los comunistas se hagan con el poder?

Lloyd asintió. Todas las conversaciones sobre el gobierno terminaban igual: ¿tenemos que hacer todo lo que los soviéticos quieran solo porque son los únicos dispuestos a vendernos armas?

Descendieron por el collado.

—Vamos a tomarnos una buena taza de té, ¿te parece?

—Sí, por favor. Para mí, dos terrones de azúcar.

Era una broma consabida. Todos ellos llevaban meses sin probar el té.

Llegaron a su campamento, situado junto al río. La sección de Lenny se había instalado en un pequeño grupo de edificios de piedra tosca que probablemente habían servido de establos antes de que la guerra ahuyentara a los granjeros. Unos cuantos kilómetros río arriba, los alemanes de la 11.ª Brigada Internacional habían ocupado un cobertizo para guardar barcas.

Dave Williams, el primo de Lloyd, acudió al encuentro de este y de Lenny. Al igual que Lenny, Dave había madurado diez años en uno solo. Se le veía flaco y endurecido, tenía la piel curtida y cubierta de polvo, y en las comisuras de sus ojos aparecían arrugas cuando los entornaba ante el sol. Llevaba una guerrera y unos pantalones de color caqui, un cinturón de cuero con cartucheras y unas botas tobilleras que se ceñían a la pierna mediante hebillas, lo cual constituía el uniforme reglamentario del que pocos soldados disponían al completo. También lucía un fular de algodón rojo alrededor del cuello. Llevaba un fusil ruso Moisin-Nagant con la anticuada bayoneta de pincho colocada al revés, lo cual confería al arma un aspecto menos tosco. Colgada del cinturón llevaba una Luger alemana de 9 mm que debía de haber robado al cadáver de un oficial rebelde. Al parecer, tenía muy buena puntería con el fusil y la pistola.

—Tenemos visita —dijo con entusiasmo.

—¿Quién es?

—¡Una mujer! —exclamó Dave, y la señaló.

A la sombra de un informe álamo negro, una decena de soldados británicos y alemanes conversaban con una mujer de extraordinaria belleza.


Duw!
—exclamó Lenny, utilizando la palabra galesa que designaba a Dios—. Qué regalo para la vista.

Aparentaba unos veinticinco años, pensó Lloyd, y era menuda, con los ojos grandes y una gruesa mata de pelo negro recogida en la coronilla y cubierta por un gorro de cuartel. Por algún motivo, el amplio uniforme dibujaba sus formas cual vestido de noche.

Un voluntario llamado Heinz, que sabía que Lloyd comprendía el alemán, se dirigió a él en ese idioma.

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