El jardín colgante (5 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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Afuera se oyen las gaviotas. Barbosa va directamente al recibidor donde recuerda que la noche anterior Sara Arta dejó su chaqueta de cuero. Saca la cartera del bolsillo de la chaqueta y examina rápidamente toda la documentación, memorizando la información relevante. Por fin lo devuelve todo a su sitio, echando vistazos de vez en cuando por encima del hombro. A continuación se pone a abrir cajones y a registrar sus contenidos.

Cinco minutos más tarde, vuelve a entrar en el dormitorio y se inclina para besar el cuello de la dueña de la cama.

—Me voy antes de que llegue tu marido —dice Barbosa, poniéndose los calcetines y recogiendo del suelo el resto de su ropa.

Ella gira lentamente la cabeza sobre la cama deshecha y se lo queda mirando con los ojos inflados.

—¿Dónde están los hombres que hacen café antes de abandonar a la mujer a la que han deshonrado?

—Son rémoras del patriarcado. —Barbosa se pone los calzoncillos—. Sucumbirán bajo las ruedas de la Historia.

Barbosa baja con paso ligero los cinco pisos de escaleras y comprueba el nombre del buzón antes de salir a la calle. Está lloviendo sin demasiado aplomo y los regueros de la calle arrastran el agua sucia de ceniza cósmica y la recogen en forma de charcos negros. Siguiendo el protocolo, Barbosa da un par de vueltas a la manzana, baja por la calle Nueva de San Francisco y por fin se mete en un callejón a fumar un par de cigarrillos bajo la lluvia. Cuando está seguro de que nadie lo sigue, aplasta la colilla con el zapato y echa a andar con brío hacia la Rambla.

Antes de llegar a casa, Barbosa hace una parada para comprar una barra de pan y un paquete de jamón. En su portal de la calle Tallers, examina el interior a través de los cristales sucios antes de meter la llave en la cerradura. Sube las escaleras con el pan y el jamón debajo del brazo y se detiene justo antes de llegar a su rellano. Huele a humedad y a basura de hace dos o tres días. Vuelve a enroscar la bombilla del rellano que desenroscó ayer antes de salir y procede a examinar las paredes desconchadas. A continuación abre la puerta y, dejándola entornada, emprende el registro del interior. El proceso entero dura unos veinte minutos y hay que llevarlo a cabo cada vez que vuelve a casa. Los lugares idóneos para colocar un micrófono son el interior de las pantallas de las lámparas, las cajas de los enchufes, la parte de atrás de los muebles grandes, la parte de atrás de los cuadros y los espejos, el interior vaciado de los zócalos, el interior de jarrones, objetos decorativos y estatuillas y el interior de los conductos de ventilación y de las tapas de la instalación eléctrica. Por supuesto, todo depende también del tipo de micrófono que se quiera instalar y de su alcance y direccionalidad.

Terminado el registro, Barbosa deja el pan y el jamón en la mesa de la cocina y abre la nevera. Saca una botella de leche y se sirve un vaso. Enciende la estufa de butano. Va a orinar y mientras se está lavando las manos delante del espejo ve que tiene un par de huellas de mordiscos sexuales en el cuello. Por fin se sienta a desayunar. Es difícil no parecer un poco encorvado cuando uno es tan alto. La ventana del fondo de la cocina se ha quedado abierta toda la noche y ahora hay un amplio charco de agua negra debajo de ella. Barbosa se limita a mirar el charco de ceniza fangosa de asteroide mientras mastica. Ya hace cuatro días que la colisión con la Tierra del meteorito 41.50N 1.54E 4/11/1977 00:30 UTC+1, conocido como el Meteorito de Sallent por el lugar del impacto, dejó aturdido al país entero, por lo menos durante las primeras horas. Durante ese lapso, treinta millones de personas lo olvidaron todo. Como personajes de cuento de hadas tocados por una varita mágica. Hipnotizados por las imágenes que retransmitía en directo la televisión, en un bucle que se repetía sin cesar en los dos canales: los prados y las huertas en llamas y la columna colosal de humo que durante aquellas primeras cuarenta y ocho horas se pudo ver desde prácticamente toda la mitad norte de la península. El cielo de España se llenó de ceniza y de polvo meteórico y adoptó una especie de estado intermedio entre el día y la noche, un interludio de color gris opaco que varios medios de comunicación coincidieron en describir inexplicablemente como una «luz negra» que lo bañaba todo. Pero más extraño que el cambio de la atmósfera fue el cambio de la gente. Fue como si la irrupción del cuerpo celeste detuviera el orden terrenal de las cosas. Las convulsiones políticas, las intrigas, los atentados, los secuestros, todo quedó en suspenso. Un orden superior de cosas acababa de penetrar en el nuestro.

Barbosa tiene pegada con cinta adhesiva a uno de los armarios de la cocina la portada del ejemplar del día 5 de
La Vanguardia,
con la fotografía a gran tamaño del cráter en llamas y la columna de humo. De esa manera en que la gente cuelga las fotografías de prensa de los grandes acontecimientos de la Historia. En cierta manera, el impacto del meteorito fue una réplica invertida del atentado que había matado a Carrero Blanco, cuyo automóvil lanzado a las alturas ahora era contrarrestado por la trayectoria descendente de aquella roca de cuatro mil millones de edad y doscientos kilos de peso que había llegado a la Tierra envuelta en una bola gigante de fuego y había abierto una herida de dos kilómetros en la corteza terrestre. Los dos eventos generaron bucles de datos vagamente indescifrables que inundaron las ondas televisivas y radiofónicas como un ruido blanco de estática. Todos los receptores se llenaron de música clásica. La diferencia era que la muerte del presidente del gobierno había formado parte de un orden claro de acontecimientos: la lógica impecable de la retribución, del golpe y contragolpe, de la conspiración política y la mano negra de las potencias extranjeras. El meteorito, por su parte, inauguraba el desorden de las cosas. La falta de sentido. Una piedra procedente del cinturón de asteroides que cae de repente y mata a cincuenta vacas y al hombre que las atiende. Debió de ser eso lo que dejó aturdida a la población, mucho más que si se hubieran abierto las nubes y Dios Todopoderoso hubiera disparado un rayo con la punta del dedo.

Por primera vez en años, los penosos asuntos de España desaparecieron de las portadas de la prensa: las elecciones, el nuevo gobierno de UCD, las manifestaciones, el restablecimiento de la Generalitat, la bomba del Papus y los atentados y secuestros de la izquierda y de la derecha. La suspensión de lo existente no duró más de cuarenta y ocho horas, hasta que la presión de la realidad terrenal hizo que las imágenes del fuego celestial saltaran de las portadas y los noticiarios. Durante esos dos días, sin embargo, un orden de cosas inescrutable había asomado la cara. Algo tan difícil de ver como el cielo mismo, porque ¿quién es consciente de que tiene el cielo encima de la cabeza?

Y sin embargo, del 4 al 6 de noviembre de 1977, en España, la gente recordó que existía el cielo.

7. Tínito

Arístides Lao abre la puerta del domicilio que comparte con su madre en una finca vetusta de la calle Gerona y es bienvenido por el olor familiar de todos los días. El olor de las casas de los ancianos. Que no es exactamente un olor a suciedad ni a indicios de podredumbre corporal, ni tampoco a los perfumes y ambientadores que lo camuflan. Es un tercer olor, una síntesis inefable de los dos primeros que evoca imágenes de la Muerte sentada con su guadaña junto a la cabecera de una cama.

La señora Eulalia Lao está en el mismo lugar y haciendo lo mismo que todas las tardes cuando su hijo llega del trabajo: sentada en su sillón, escuchando los pasodobles de la Carta de Ajuste en espera de que se reanude la programación. Con su cuerpo esférico no encajonado entre los brazos del sofá, sino directamente inextricable de la estructura mullida y cubierta de pañitos de encaje. Con los gigantescos tobillos hidropésicos apoyados en un reposapiés a juego con el sillón. Cosiendo y echando vistazos ocasionales a la carta de ajuste.

—Buenas tardes, madre —dice Lao cuando pasa a su lado, de camino a su habitación.

En su habitación, se sienta en la cama para quitarse los zapatos y ponerse las pantuflas que tiene alineadas junto a la pared. El suelo está cubierto de papeles de periódico pegados con cinta aislante para evitar las rayaduras que el tiempo provoca en las baldosas.

—¡Niño! —le grita su madre desde la sala de estar. Esto también forma parte de la rutina: su madre nunca responde a su saludo, sino que siempre espera a que él esté cambiándose los zapatos en su habitación para ponerse a llamarlo a gritos—. ¡¡Niño!!

El susurro de las pantuflas acompaña a Arístides Lao a la sala de estar, donde su madre se lo queda mirando con una mueca de asco iluminada por el resplandor pulsátil del televisor, donde la Carta de Ajuste ya está dando paso al avance informativo. El televisor es la principal fuente de luz de la sala desde que hace cinco días la señora Lao decidió cerrar todas las persianas de la casa para proteger su domicilio de las radiaciones del Meteorito de Sallent. En su edición de hace dos días,
El caso criminal
ya recogía la aparición de diversas mutaciones provocadas por las radiaciones cósmicas a lo largo de la comarca del Vallés: niños con dos cabezas, reses con tres cabezas y algo que aparecía fotografiado de forma poco nítida en la portada y que parecía ser un pez caminando sobre un par de piernecitas.

La señora Lao clava una mirada iracunda en su hijo por encima de las gafas de coser que lleva en la punta de la nariz. Su alopecia casi completa parece haber seguido el mismo patrón y encontrarse en el mismo punto de avance que la de su hijo.

—¿Qué horas son éstas de venir a casa? —le escupe—. Con tu pobre madre aquí muriéndose de hambre. ¿Tantas ganas tienes ya de que me muera?

Arístides Lao se mira el reloj de pulsera. Son las seis y cuarenta y nueve. Eso quiere decir que se ha retrasado exactamente ochenta segundos respecto a la hora media a la que llega a casa después del trabajo. Posiblemente como resultado de una combinación anómala de semáforos en rojo, provocada por una llamada telefónica de última hora en el despacho. Lao ayuda a su madre a levantarse del sofá, un proceso que requiere un par de minutos de tirones precisos, y a continuación la ayuda a bambolearse hasta el cuarto de baño. Allí la mujer se apoya en el brazo de su hijo para llevar a cabo su compleja serie de desplazamientos de faldas y enaguas que preceden a la micción, durante la cual Lao permanece impasible e inmóvil, con la mano hidropésica de su madre estrujándole el antebrazo. Por fin la lleva de regreso al sofá y espera a que se acomode.

—Ves a hacerme algo de merienda, anda, que estoy que me desmayo —dice la madre, sin mirarlo, nuevamente enfrascada en la combinación de costura y televisión que rellena los intervalos entre las siestas de su vida.

En la cocina, Lao calienta aceite en una sartén pequeña y casca un huevo. Espolvorea un poco de sal encima y lo echa en la sartén con cuidado de no romper la yema, una contingencia que obligaría a iniciar de nuevo el proceso. Luego se queda de pie delante del fogón, mirando cómo crepita el huevo. Tanto las encimeras de la cocina como la superficie superior de la nevera están llenas de cajas de comida que la señora Lao se ha hecho traer después de que cayera el meteorito, por lo que pueda pasar.
El caso criminal
alerta de la posibilidad de que el meteorito desencadene un invierno nuclear en España.

El huevo sigue crepitando en la sartén cuando Lao mira de reojo al otro lado de la puerta de la cocina, en dirección a la mesilla del recibidor, donde está su maletín del trabajo. La ventana de lamas pivotantes de la cocina es la única de la casa que no tiene persiana, de manera que los cristales están todos cubiertos de ceniza negra. Lao sale de la cocina. Abre su maletín y saca el expediente restringido de la Operación Cólera que le ha hecho llegar esta misma tarde el capitán Oms.

En el fogón, los rebordes del huevo frito se doran, se rizan y se oscurecen. La yema del huevo cuaja.

Lao abre el dossier. El expediente tiene unas doscientas páginas, de las cuales un centenar lo componen expedientes de información, procedentes de media docena de informadores. A continuación viene una docena de páginas de transcripciones y el resto del expediente son fotografías. El olor del huevo frito sumergido en el aceite hirviendo sale de la cocina y empieza a flotar por el recibidor. Por debajo del crepitar de la sartén se oye la sintonía del programa infantil
Un globo, dos globos, tres globos,
que viene justo después del avance informativo. Lao pasa páginas a toda prisa. La Operación Cólera se instaura en junio de 1976 con el seguimiento de las actividades del Partido Comunista Auténtico (PCA), creado en 1973 por un grupo de militantes del PCE que rechazaba la política de reconciliación nacional de Carrillo y el Eurocomunismo. Después de seguir durante tres años la línea del Partido Comunista de China, tras la muerte de Mao, el PCA toma como referencia al Partido del Trabajo de Albania.

En medio del aceite hirviendo, la membrana vitelina y la albúmina de la clara empiezan a burbujear. La superficie entera del huevo adquiere esa textura de los depósitos de lava y de las representaciones tradicionales del infierno.

Para mediados de 1977, la red de informadores ya ha identificado un entramado de organizaciones relacionadas con el PCA y que al mismo tiempo le sirven para captar militantes y establecer contactos externos. Un mar de siglas. FPA (Federación Popular de Artistas), OST (Oposición Sindical de Trabajadores), SEDA (Sindicato de Estudiantes Democráticos), UMP (Unión de Mujeres Proletarias), UCR (Unión de Campesinos Revolucionarios) y media docena más. Todas las organizaciones han sido creadas por el PCA, que tiene miembros de control en ellas. La voz de su madre empieza a preguntar por «ese olor a quemado que viene de la cocina». A continuación se elige a tres operativos del Servicio para infiltrarlos en el entorno del PCA y se les da entrenamiento especial en una base del GSG-9 en Colonia. Sus nombres en clave son Barbosa, Albaiturralde y Dorcas.

Las partes exteriores del huevo se han chamuscado y se han contraído hasta ya no ser nada más que un ligero aro de albúmina licuescente alrededor de la yema cuajada. La clara entera se volatiliza mientras el aceite empieza a llenar de humo la cocina. Arístides Lao pasa páginas a toda velocidad. A finales del 75 la policía alerta de un posible contacto de militantes del PCA con elementos subversivos alemanes. Se establece un grupo de seguimiento permanente. La superficie entera del huevo se ennegrece, empezando por los bordes y yendo hacia el centro. Ya no se puede distinguir visualmente entre la yema y la clara.

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