—Muchos externos cortan la comunicación con nosotros cuando se ven amenazados. —Se encoge de hombros—. Cuando creen que los van a descubrir.
—Sí, pero Dorcas no cortó la comunicación. Nos mandó un último informe. Aunque no lo pudiéramos entender.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Creo que sé lo que le pasó al señor Dorcas —dice Lao, sin ninguna inflexión que sugiera que va a revelar lo que sabe o, por lo contrario, que desea ocultarlo—. ¿Está usted listo?
Los dos agentes caminan en dirección al piso de D. M. Dorcas, cada uno a su estilo: Muria con aplomo, arrancando ecos del pavimento con los tacones de sus botines, saltando de un lado a otro con sus piernas cortas y flacas para evitar los charcos y silbando por debajo de su tupé torcido. Lao con pasos rígidos, trazando extrañas maniobras en ángulos inverosímiles para encontrar adoquines secos y sosteniendo el paraguas muy alto por encima de su cabeza. El portal de la casa de Dorcas es una especie de nicho inmundo y lleno de porquería y cagadas de rata en la pared de un callejón inmundo lleno de basura y cagadas de perro.
—Qué asco, por Dios —dice Muria mientras suben por la escalera—. Putos cerdos. Drogadictos de mierda. Para que vivan así es mejor matarlos. Sería un servicio a la sociedad.
En el rellano de la segunda planta, los dos se quedan muy quietos, escuchando. De los pisos circundantes les llegan ladridos de perros, voces malhumoradas y el bramido de un televisor a todo volumen. Lao golpea con los nudillos la puerta del piso de Dorcas, espera un minuto y por fin le hace un gesto a su subordinado.
—Que quede bien claro. —Muria se saca las ganzúas del bolsillo y le dirige a Lao una mirada de advertencia—. No me pienso jugar el puesto de trabajo por usted. La pistola es solamente para un caso de vida o muerte.
La puerta del apartamento se abre con un chasquido después de medio minuto de manipularla con las ganzúas. Por imposible que parezca, el olor de dentro es todavía más rancio que el de fuera. Al otro lado de la puerta arranca un pasillo muy estrecho, con montones de libros amontonados contra las paredes que dificultan el paso. Muria entra primero y se dedica a abrir puertas y a inspeccionar el interior de las habitaciones hasta llegar al fondo del pasillo. Allí se queda plantado, mirando a su alrededor con una mueca de repugnancia.
—Fíjate —murmura—. Será tarado, el tío.
Al fondo del pasillo hay un estudio de pintura. Además de libros por todas partes, hay lienzos sin enmarcar apoyados contra las paredes y una pintura inacabada en su caballete junto a la ventana. Huele a humedad y a podrido. El suelo está tan abarrotado de pinceles, tubos de pintura al óleo, trapos y botellas de aguarrás que resulta casi imposible caminar por la sala. La única ventana de la sala es vieja y está deformada, y la pared y el suelo de debajo están empapados y podridos. El ocupante del piso ha intentado contener la entrada de agua amontonando trapos debajo de la ventana, pero éstos también han terminado por pudrirse.
Lao se abre paso entre las botellas y latas del suelo mientras Muria niega con la cabeza, asqueado. Coge varios libros de un montón y lee los títulos. La
Filosofía oculta
de Agripa. La
Clavícula de Salomón.
El
Libro de Enoc.
Una edición de Gallimard de las obras de Chretien de Troyes y los
Mythes, rêves et mystères
de Mircea Eliade. A continuación se agacha junto a los cuadros amontonados en la pared y enciende una lamparilla que hay en el suelo para examinarlos. Las paredes se llenan de sombras distorsionadas de pinceles y trapos. Debe de haber unos treinta lienzos acabados en la sala, apoyados los unos en los otros y ocupando prácticamente todas las paredes salvo la parte inundada de debajo de la ventana. Las pinturas son todas muy parecidas. Todas muestran a un ser fantástico con cuerpo de hombre, alas de ángel y cabeza de perro. Rodeado de un halo de luz blanca. En una de las pinturas, el ángel-perro le está anunciando a Noé la necesidad del Arca. En otra está ayudando a pescar a Tobías. En otra, adoctrinando a Moisés en el éxodo. Lao sigue pasando cuadros, apoyando cada uno en el anterior para examinar el siguiente. El ángel-perro revelándole a Juan el Libro del Apocalipsis. Las figuras son todas pequeñas y minuciosas, con unos cuerpos rígidos y unas caras inexpresivas que recuerdan a la pintura gótica. A las miniaturas persas. El ángel-perro entregándole su hacha al Parashúrama. Blandiendo el
trishula
del dios Shiva. En otra pintura se ve a la virgen María envuelta en su manto azul en compañía del ángel-perro. De la boca de la virgen salen tres palabras: ECCE ANCILLA DOMINI. Aquí está la doncella del Señor.
—Seguro que si nos ponemos a buscar encontramos bastante droga para encerrarlo de por vida —dice Muria.
Lao gira la lámpara para examinar el lienzo que está en el caballete. Hay algo en la pintura inacabada que le llama la atención. No es la figura del ángel-perro bajando del cielo con su espada llameante. Es algo que tiene que ver con el
fondo
del cuadro. Algo poderosamente familiar en las montañas y los campos. Coge la fotografía que hay sujeta con una pinza a la esquina del caballete y la mira de cerca. Es la fotografía de prensa que ha dado la vuelta al mundo en las últimas semanas: el Meteorito de Sallent recién estrellado, todavía en llamas, dentro de su cráter de dos kilómetros. El artista ha copiado la foto sustituyendo el meteorito por la criatura fabulosa.
—¿Y ahora qué hacemos? —dice Muria, con los brazos en jarras.
—Ahora esperamos a Dorcas. —Lao no aparta la vista del cuadro—. Necesito hablar con él.
La oscuridad de la tormenta da paso a la oscuridad total de la noche sin que la lluvia amaine para nada. Hace cuarenta y ocho horas que llueve con furia, sin parar ni un minuto, como si tras no haber podido fulminar a los españoles con su meteorito, a continuación el cielo hubiera decidido ahogarlos con un diluvio de proporciones bíblicas. Algunas zonas de la parte más baja de la ciudad, como los barrios de la Barceloneta y las Atarazanas, ya han sufrido inundaciones. Lao y Muria esperan en la sala de estar del antiguo informador D. M. Dorcas, en la oscuridad absoluta para no alertar de su presencia. De vez en cuando se oye la sirena de un camión de bomberos que surca la tormenta en dirección a alguna emergencia causada por el ataque de los elementos. Sentado en el suelo de la sala con la espalda apoyada en la pared, Lao oye a su subordinado soltar palabrotas por lo bajo, caminar de un lado a otro de la sala y darle alguna que otra patada malhumorada a los botes de pintura. Es medianoche cuando unos pasos en la escalera preceden por fin al ruido de una llave en la cerradura.
—Cabrón —masculla Melitón Muria—. Te voy a enseñar yo a hacerme esperar seis horas.
El recién llegado enciende la luz del pasillo y cierra la puerta tras de sí. Cuando vuelve a girarse, se encuentra de frente a los dos agentes. Muria ya ha desenfundado la pistola y lo está apuntando a la cara.
—Las manos arriba, maricón —dice.
Daniel María Dorcas levanta las manos lentamente. Aunque solamente ha pasado un año, ya no se parece a las fotografías de su expediente. La barba y el pelo le han crecido lo bastante y están lo bastante desaliñadas como para recordar a esas representaciones populares de los profetas del Antiguo Testamento y de la gente que se ha quedado varada en islas desiertas. Lleva una parka empapada y una bolsa de magdalenas en la mano.
En el sobreático de la calle Escudillers donde terminan las noches después del bar Texas, Teo Barbosa está follando con Sara Arta en la cama de ella, en medio del estruendo de la lluvia sobre el tejado del apartamento, iluminados a intervalos irregulares por los destellos blancos de las centellas. El apartamento es un solo cuarto al que se entra por la azotea, y que Sara ha dividido en dos partes mediante una librería: lo que queda a un lado es el dormitorio y lo que hay al otro es la cocina. La letrina está fuera, en la otra punta de la azotea. Sara Arta está acostada de espaldas, con la pelvis levantada de la cama y las piernas completamente extendidas a los lados. Agarrándole los tobillos, Barbosa se dedica a embestirla con todas sus fuerzas, rechinando los dientes. Cuando se acercan sus orgasmos, ella le agarra por los hombros y tira de él hasta abrazarlo con los brazos y las piernas. Los dos alcanzan el clímax así, convertidos en un enredo de codos y rodillas y estructuras óseas torácicas expuestas bajo las pieles húmedas. Ella estira el cuello hasta pegar la cara al cuello de él, lame el sudor con sabor a humo de tabaco y a mugre y por fin hunde los dientes en la piel, fuerte, hasta notar el sabor de la sangre. Un momento más tarde los amantes se separan, jadeantes, y se desploman a los dos lados de la cama.
Con los pies colgando fuera del colchón, Barbosa se lleva una mano a la mordedura del cuello y se mira las yemas manchadas de un hilo de su propia sangre. Un trueno hace temblar la cama y las paredes.
—¿Qué te parece, pues? —Barbosa gira la cabeza para mirarla—. ¿Nos casamos?
Sara Arta frunce el ceño.
—¿Eso no lo debería decir yo? Estoy confundida.
—Dilo pues. —Él se encoge de hombros—. Pregúntame si nos casamos.
—Qué concepto tan alto tienes de ti mismo.
—Tenemos que aprovechar que me han echado del sindicato. —Barbosa se lame el dedo manchado de sangre—. Si hubiéramos hecho oficial nuestra relación estando los dos dentro, el camarada Torregrasa se habría presentado aquí y nos habría separado a escobazos.
A Sara se le escapa una sonrisa.
—Parece mentira que alguna vez fuerais amigos —dice.
—La amistad es una institución burguesa, parece.
Ella le pasa una mano por los riscos protuberantes del esternón y el vértice costal de las costillas falsas.
—Aunque bien pensado —dice—, alguien debería cuidar de ti. Mira qué pinta tienes. Parece que te vayas a caer a pedazos.
—Supongo que lo dices por todas estas dentelladas. —Barbosa se señala el cuello.
—Si nos casamos, te tendrás que acostumbrar a eso también.
—Eso lo dices ahora, pero al cabo de unos meses ya no me morderás nunca. Estarás pensando en la lista de la compra mientras follas.
Ella repta por la cama en dirección a la mesilla donde está el paquete de cigarrillos rubios de Barbosa. Saca uno y lo enciende. Se tumba boca arriba y se pone a fumar mirando con cara pensativa el póster de Patti Smith que hay en el techo de encima de la cama.
—Si quieres casarte conmigo, me tendrás que contar alguna cosa de ti.
—¿De mí? ¿Como qué?
Ella lo mira.
—Lo que sea —dice—. No sé nada de ti. Y no pongas esa cara de inocencia, que me entiendes perfectamente. —Se encoge de hombros—. Pero bueno. No hace falta que me cuentes nada si no quieres.
—No, mujer, te cuento lo que quieras. No tengo nada que esconder. ¿Qué quieres saber?
Ella lo piensa un momento.
—¿Eres hijo único?
Los dos se ríen.
—Me temo que sí —contesta él.
Ella vuelve a pensar. Da una calada al cigarrillo rubio y expulsa el humo con los ojos guiñados.
—¿De dónde eres? —le pregunta finalmente.
Esta vez él tarda un momento en contestar.
—Me crié en Inglaterra. Mi madre es inglesa. Me trajeron con diez años. Cuando llegué, Barcelona me pareció un lugar tan gris y espantoso que me quería morir. Literalmente. Me quedaba el día entero tumbado en la cama y me imaginaba maneras de suicidarme. Aunque supongo que en realidad no me quería morir. Estaba furioso con mis padres y quería hacérselo pagar.
Ella se lo queda mirando un momento a los ojos, con mucha atención. Como si estuviera comprobando algo, o tal vez aprovechando la intimidad que la respuesta ha creado entre ellos.
—Pregúntame más cosas, anda.
—Quieres ser escritor —dice ella.
—Eso no ha sonado a pregunta.
—No. Estoy casi segura de que tengo razón. Quieres ser escritor, ¿verdad?
—¿Cómo lo has sabido?
—Me recuerdas mucho a un chico con el que estuve, que quería ser escritor. Y también porque leí el artículo aquel que publicaste en la revista del sindicato. «Guerra Popular Barcelonesa», o algo así.
—«Guerra Popular Prolongada en la Gran Vía.»
—Eso. No se parecía en nada al resto de artículos de la revista. Era divertido y hacía pensar. Creo que tienes personalidad de escritor.
—¿En serio?
—Sí. Eres un farsante. —Ella sonríe—. Mientes más que hablas, y harías lo que fuera por gustar. Lo que fuera.
—Hasta pedirte en matrimonio —dice él.
Ella se lo queda mirando otra vez, como si volviera a estar haciendo cálculos en su interior. O tal vez de esa manera en que ciertas mujeres miran fijamente a sus amantes, permitiendo que una parte biológicamente primigenia de su mente lleve a cabo extraños cálculos de los que ellas mismas no son conscientes. Por fin aplasta el cigarrillo en el cenicero de la mesilla y pasa una pierna por encima del cuerpo postrado de Barbosa para sentarse a horcajadas sobre sus muslos. Sin hacer caso de la mueca de sorpresa teatral que pone él, empieza a masturbarlo hasta provocarle una erección satisfactoriamente dura. Luego levanta las caderas para montarlo y se pone a follarlo, despacio, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y los ojos cerrados. El estruendo de la lluvia en el tejado es un borboteo indistinto cuando el chaparrón arrecia, y algo más parecido al tamborileo enloquecedoramente insistente de un millón de dedos cada vez que amaina un poco. A eso se le suma el «cloc, cloc» continuo de las múltiples goteras que caen en las latas vacías que Sara ha dispuesto estratégicamente por todo el suelo. Desde el techo, Patti Smith mira la cópula de los amantes con altivez olímpica y con la chaqueta de su traje masculino echada al hombro. Sara Arta acaba de correrse con un par de latigazos del espinazo cuando Barbosa se queda mirando algo que hay en la pared.
—Eres tú —dice.
—¿Mmm? —Ella todavía está un poco aturdida por el orgasmo.
—La foto de la pared. —Él señala con el dedo—. Eres tú. No me había fijado. Es una de tus acciones artísticas. ¿Lo he dicho bien?
Ella se saca de dentro el pene de él con un giro de la pelvis. Se inclina hacia delante para coger dos cigarrillos del paquete y los enciende con los ojos entrecerrados. Por fin le pone uno en los labios a Barbosa y se gira para mirar la foto de la pared que él está mirando.