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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (18 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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—Habrá que ver si saludan con salvas —dijo Leslie pensativo—. No hay más que esos viejos cañones veneciano, pero seguro que son peligrosísimos. No sé si acercarme a hablar con el comandante del fortín.

—Tú no te metas —le aconsejó Larry—. Se tratará de darle la bienvenida, no de asesinarle.

—El otro día he visto una seda roja preciosa —dijo Margo—, en esa tiendecita…, ¿sabes cuál te digo, la que hay torciendo a la derecha donde el laboratorio de Teodoro?

—Sí, hija, muy bien —dijo Mamá sin escuchar—. No sé si Spiro me podrá conseguir unos pavos.

Pero el efecto de la visita real sobre la familia fue insignificante en comparación con su efecto traumático sobre Corfú en general. Alguien, que mejor habría estado callado, señaló que no sólo iba a verse honrada la isla con la visita del monarca, sino que el suceso tendría un especial valor simbólico, pues sería en Corfú donde por primera vez pisara el rey suelo griego después de su exilio. Poseídos de esa idea, los corfiotas se entregaron a una febril actividad, y en poco tiempo los preparativos alcanzaron un grado tal de complejidad y acritud que todos los días teníamos que ir a la ciudad y sentarnos en la Platia con el resto de Corfú para recoger las noticias del último escándalo.

La Platia, trazada en los primeros tiempos de la ocupación francesa de Corfú por unos arquitectos galos que le dieron unos grandes arcos para asemejarla a la rué de Rivoli, era el centro vital de la isla. Allí se instalaba uno en las mesitas bajo los arcos o a la sombra de los árboles bañados de sol, y antes o después veía pasar a cada uno de los isleños y era informado de cada escándalo desde todos sus ángulos.

Te sentabas a tomar algo tranquilamente, y hasta tu mesa iban llegando todos los protagonistas de la comedia.

—Yo
soy
Corfú —dijo un día la condesa Malinopoulos—. En consecuencia, es a mí a quien corresponde designar el comité que determine cómo hemos de recibir a Su Graciosa Majestad.

—Así es. Tiene usted toda la razón —asintió Mamá un poco nerviosa.

La condesa, que parecía un cuervo pintarrajeado con una peluca de color naranja, era un elemento de cuidado, sobre eso no cabía la menor duda; pero aquel asunto era demasiado importante como para permitir que arrollara al resto de la población. En brevísimo tiempo hubo nada menos que seis comités de bienvenida, empeñado cada uno de ellos en convencer al nomarca
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de que sus planes debían tener prioridad sobre todos los demás. Se rumoreaba que el nomarca se había puesto una escolta armada y dormía con el cerrojo echado desde que un miembro del sexo femenino de uno de los comités pretendiera sacrificar su virginidad en aras de la aprobación de los proyectos de su grupo.

—¡Qué vergüenza! —tronó Lena Mavrokondas, poniendo en blanco sus negros ojos y humedeciendo sus rojos labios como si lamentara que la idea no se le hubiera ocurrido a ella—. ¡Imagínense ustedes, una mujer de su edad intentando meterse en la habitación del nomarca, desnuda!

—Desde luego parece una manera curiosa de reclamar su atención —convino Larry con aire inocente.

—Quite, quite, es el colmo del absurdo —prosiguió Lena, lanzándose diestramente aceitunas a la boca como quien carga un cañón—. Yo he hablado con el nomarca y estoy segura de que accederá a que el comité oficial sea el nuestro. Es una verdadera lástima que no esté en puerto la flota inglesa, porque así se podría formar una guardia de honor. ¡Tan gallardos como están los marinos de uniforme, tan limpios, tan sanos!

—La incidencia de enfermedades infecciosas en la marina real… —empezó Larry, pero Mamá le atajó en seguida.

—Cuéntenos sus proyectos, Lena —dijo atravesando con la mirada a Larry, que iba por el octavo
ouzo
y empezaba a mostrar un comportamiento poco de fiar.

—¡Espléndidos, queridos míos, espléndidos! Toda la Platia la vamos a engalanar en azul y blanco, pero el tonto de Marko Paniotissa nos trae en jaque continuamente —y Lena puso cara de desesperación.

Sabíamos que Marko era una especie de loco inspirado, y nos extrañó que hubiera conseguido meterse en el comité.

—¿Qué propone Marko? —preguntó Larry.

—¡Burros! —silbó Lena, como si fuera una palabra obscena.

—¿Burros? —repitió Larry—. ¿Quiere poner burros? ¿Qué se imagina que va a ser esto, un certamen agropecuario?

—Eso le digo yo —dijo Lena—, pero se le ha metido entre ceja y ceja que tiene que haber burros. Dice que es simbólico, como en la entrada de Cristo en Jerusalén, así que quiere que haya burros azules y blancos.

—¿Azules y blancos? ¿Pero es que los piensa teñir? —preguntó Mamá—. ¿Para qué?

—Para que hagan juego con la bandera griega —dijo Lena, poniéndose en pie y mirándonos con severo semblante, echados hacia atrás los hombros y cerrados los puños—. Pero yo ya le he dicho: «Marko», le he dicho, «si quieres burros tendrás que pasar por encima de mi cadáver».

Y Lena se alejó por la Platia, digna hija de Grecia de pies a cabeza.

El siguiente que hizo escala en nuestra mesa fue el coronel Velvit, un viejo alto y bastante hermoso de perfil a lo Byron y cuerpo anguloso que se crispaba y bamboleaba cual marioneta agitada por el viento.

Su rizado cabello blanco y sus fogosos ojos oscuros parecían avenirse mal con el uniforme de
scout
, pero él lo llevaba con prestancia. Desde que se retiró, su única ilusión en la vida era la tropa local de
scouts
; y, aunque no faltaban malas lenguas que afirmaran que su interés por los
scouts
no era puramente altruista, la verdad es que trabajaba mucho y hasta el momento no le habían pillado ni una sola vez.

Nos aceptó un
ouzo
y tomó asiento, enjugándose la cara con un pañuelo que olía a lavanda.

—Estos chicos —dijo quejoso—, estos chicos míos van a acabar conmigo. ¡Tienen tanta vitalidad!

—Será que les hace falta un puñado de
girl scouts
en edad de merecer —dijo Larry—. ¿No ha pensado usted en esa posibilidad?

—No es broma, hijo mío —dijo el coronel, mirándole taciturno—. Tienen una vitalidad tan desbordante que me temo que se les ocurra alguna barrabasada. Lo de hoy me ha dejado sencillamente horrorizado, y el nomarca se ha molestado muchísimo.

—El pobre nomarca parece ser el que se lleva todas las tortas —dijo Leslie.

—¿Pues qué han hecho los
scouts
? —preguntó Mamá.

—Como usted sabe, mi querida señora Durrell, les estoy entrenando para que hagan una demostración ante Su Majestad el día de su llegada —el coronel sorbía su bebida con delicadeza gatuna—. Primero desfilan, unos vestidos de azul y otros de blanco, por delante de la… ¿cómo se dice?… ¡de la tribuna! Exactamente, de la tribuna. Forman un cuadrado y saludan al rey. Después, a una voz de mando, cambian de posiciones y forman la bandera griega. Es un efecto muy espectacular, aunque me esté mal decirlo.

Hizo una pausa, vació el vaso y se arrellanó.

—Pues bien, el nomarca quería conocer nuestros progresos, así que vino y se situó en la tribuna, haciendo las veces del rey, como si dijéramos. Yo di la orden y la tropa desfiló.

Cerró los ojos, y un ligero estremecimiento recorrió su persona.

—¿Saben ustedes lo que hicieron? —preguntó con un hilo de voz—. Jamás en la vida he pasado mayor vergüenza. Desfilan, se paran delante del nomarca y hacen el saludo fascista. ¡Unos
boy scouts
! ¡El saludo fascista!

—¿Y gritaron «Heil nomarca»? —preguntó Larry.

—Gracias a Dios, no —dijo el coronel Velvit—. Yo de la impresión me quedé paralizado por un instante, y en seguida, con la esperanza de que el nomarca no se hubiera dado cuenta, di la orden de formar la bandera. Cambian de sitio, y cuál no sería mi espanto cuando veo que el nomarca tenía delante una esvástica azul y blanca. Se ha puesto furioso. Ha estado a punto de cancelar nuestra participación en los actos. ¡Qué golpe habría sido eso para el movimiento
scout
!

—Desde luego; pero tenga usted en cuenta que son niños —dijo Mamá.

—Eso es verdad, mi querida señora Durrell, pero yo no puedo permitir que se diga que estoy entrenando a una banda de fascistas —dijo el coronel Velvit con suma seriedad—. Lo siguiente sería decir que estoy planeando la toma del poder en Corfú.

Durante los días sucesivos, a medida que se acercaba la fecha del gran acontecimiento, los isleños se fueron poniendo cada vez más frenéticos, y sus ánimos cada vez más exaltados. La condesa Malinopoulos ya no se hablaba con Lena Mavrokondas, y ésta a su vez no dirigía la palabra al coronel Velvit porque sus
boy scouts
le habían dirigido un gesto de carácter inequívocamente biológico al pasar por delante de su casa. Todos los jefes de las bandas locales, que siempre tomaban parte en la procesión de San Spiridion, se habían peleado violentamente por cuestiones de procedimiento en el desfile, y una tarde tuvimos el gusto de ver en la Platia a tres sulfurados bombardones persiguiendo a un bombo, todos ellos de uniforme completo y portando sus instrumentos. Los bombardones, que a todas luces habían llegado al límite de la paciencia, acorralaron al bombo, le arrancaron el instrumento y saltaron sobre éste.

Al instante la Platia fue una masa hirviente de músicos enfurecidos trabados en combate. El señor Kralefsky, espectador inocente, recibió un horrible tajo en la nuca de un platillo que salió volando por los aires, y la anciana señora Kukudopoulos, que estaba paseando a sus dos spaniels entre los árboles, tuvo que arremangarse las faldas y poner pies en polvorosa. Cuando el año siguiente murió la señora Kukudopoulos todo el mundo dijo que aquel incidente le había restado varios años de vida; pero, teniendo en cuenta que al morir contaba noventa y cinco, tal afirmación parece escasamente digna de crédito.

Pronto llegó un momento en el que ya nadie se hablaba con nadie, aunque todos nos hablaban a nosotros, porque mantuvimos una escrupulosa neutralidad. El capitán Creech, de quien nadie sospechaba que abrigara sentimientos patrióticos de ninguna clase, estaba excitadísimo por el asunto, y para mortificación de unos y otros iba de comité en comité difundiendo habladurías, cantando canciones procaces, pellizcando espeteras y traseros confiados y desprotegidos y dando la lata en general.

—¡Viejo asqueroso! —dijo Mamá echando chispas—. Ya se podía comportar como una persona. Al fin y al cabo, pasa por ser inglés.

—Está trayendo a los comités de cabeza, si se me permite la expresión —dijo Larry—. Lena me dice que en la última reunión a la que asistió le dejó moradas las posaderas.

—¡Sucio animal! —dijo Mamá.

—No seas tan severa, Mamá —dijo Larry—. Reconoce que todo eso son celos.

—¡Celos! —chirrió Mamá, erizándose como un terrier diminuto—. ¡Celos yo por ese…, por ese…, por ese viejo
libertino
! No me seas repugnante. No te permito que digas esas cosas, Larry, ni en broma siquiera.

—Pues es el amor no correspondido que siente por ti lo que le lleva a ahogar sus penas en vino y mujeres —señaló Larry—. Si tú quisieras hacer de él un hombre honrado, se reformaría.

—Ya ahogaba sus penas en vino y mujeres antes de conocerme —dijo Mamá—, y por mí puede seguir haciendo lo que se le antoje. Es una de las personas que no tengo el menor interés en reformar.

Pero en el capitán no hacían mella las críticas.

—¡Niña querida! —le dijo a Mamá en la siguiente ocasión en que la vio—, ¿no tendrá usted por casualidad una bandera inglesa en el cajón del ajuar?
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—No, capitán, lo siento mucho —dijo Mamá con dignidad—. No tengo ni bandera inglesa ni cajón del ajuar.

—¿Qué me dice? ¿Una chavala fina como es usted, y no tiene cajón del ajuar? ¿No tiene una bonita colección de braguitas negras de volantes para volver loco a su próximo marido? —preguntó el capitán Creech, mirándola con ojos lúbricos y pitañosos.

Mamá se sonrojó y se puso tiesa.

—¡No tengo la menor intención de volver loco
a nadie
, ni con bragas ni sin ellas! —dijo sumamente digna.

—¡Así es mi niña! —dijo el capitán—. Echada para adelante, eso es lo que es usted, echada para adelante. A mí también me gusta un poco de desnudez, si hemos de ser sinceros.

—¿Para qué quiere usted una bandera inglesa? —preguntó mi madre gélidamente, por cambiar de tema.

—Para agitarla, para qué va a ser —dijo el capitán—. Todos estos, infieles van a estar agitando sus banderas, y nosotros deberíamos recordarles que también el viejo Imperio cuenta para algo.

—¿Se ha dirigido usted al cónsul? —dijo Mamá.

—¿A ese tipo? —replicó el capitán con desprecio—. Ese ha dicho que no hay más que una en toda la isla y que hay que reservarla para las grandes ocasiones. ¡Pelos de puta! Si esto no es una gran ocasión, que me diga por los cojones de San Vito qué entiende él por tal. Así que yo le he dicho que por mí se la puede meter donde le quepa.

—Larry, no deberías animar a ese viejo verde a que se siente con nosotros —dijo Mamá quejosa, una vez que el capitán se hubo marchado con paso vacilante en busca de la bandera inglesa—. Su conversación es obscena, y no me hace gracia que diga esas cosas delante de Gerry.

—La culpa es tuya, tú eres quien le anima —dijo Larry—, con todo eso de quitarte las bragas.

—¡Larry! Sabes perfectamente lo que quería decir. Ha sido un lapsus.

—Pero ha servido para darle esperanzas —prosiguió Larry—. Ya puedes andarte con cuidado si no quieres encontrarle revolviendo en tu cómoda como un perro de trufas, escogiendo camisones para la noche de bodas.

—¡Haz el favor de callarte! —dijo Mamá enfadada—. De veras, Larry, a veces me pones de mal humor.

En la isla la tensión iba en aumento. Desde las remotas aldeas de la montaña, donde las mujeres de más edad sacaban brillo a sus tocados en forma de cornamenta y planchaban sus pañuelos, hasta la ciudad, donde se podaron todos los árboles y se repintaron todas las mesas y sillas de la Platia, todo era un hervidero de destemplada actividad. En la parte vieja de la ciudad, donde las calles eran tan estrechas que sólo dejaban pasar dos burros a la vez y el aire siempre olía a pan recién hecho, fruta, sol y atarjeas en igual proporción, estaba el cafetucho de un amigo mío, Costi Avgadrama.

Aquel café era justamente famoso por hacer el mejor helado de Corfú, porque Costi había estado en Italia y había aprendido allí todas las oscuras artes de la heladería. Sus productos eran muy solicitados, y no se daba en la isla una fiesta digna de tal nombre que no incluyera una de las creaciones enormes, tambaleantes y multicolores de Costi. El y yo teníamos establecido un satisfactorio acuerdo de colaboración: yo pasaba por el café tres veces en semana para recoger todas las cucarachas que pillara en su cocina y llevármelas como alimento de mis aves y otros animales, y a cambio de ese servicio tenía licencia para comer cuantos helados quisiera durante mi trabajo. Decidido a que su establecimiento estuviera limpio para la visita real, me acerqué al café de Costi unos tres días antes del fijado para la llegada del rey y le encontré sumido en un estado de desesperación suicida como sólo puede alcanzar y sostener un griego, con ayuda de
ouzo
. Le pregunté qué le pasaba.

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