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Authors: Frances Hodgson Burnett

El jardín secreto (2 page)

BOOK: El jardín secreto
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Al finalizar la semana, uno de los niños le dijo que había escuchado a sus padres decir que la llevarían a Inglaterra a casa de su tío Archibald Craven. La noticia la alegró, a pesar de que no sabía nada acerca de él.

—Mis padres dicen que vive en una enorme y desolada casa de campo —dijo el niño—. No recibe visitas y tampoco quiere ver a nadie. Es un jorobado horrible.

—No lo creo —respondió Mary; le volvió la espalda y se tapó los oídos para no escuchar nada más sobre el asunto.

En los días que siguieron ella pensó mucho en su futuro en casa de su tío. Sin embargo, el día en que le anunciaron que navegaría a Inglaterra, fingió no interesarse por lo que decían. Su actitud desconcertó a la familia del pastor. La señora procuró mostrarse cariñosa con la niña e incluso quiso darle un beso de despedida, pero Mary le quitó la cara.

Es probable que si sus padres se hubieran interesado en ella, Mary habría aprendido a comportarse con quienes la rodeaban. Pero la indiferencia con que siempre la trataron y el mismo hecho de que muchas personas ni siquiera conocieran su existencia habían marcado su carácter.

Mary efectuó la larga travesía hasta Inglaterra al cuidado de una señora inglesa que llevaba a sus hijos al colegio. En Londres la esperaba la señora Medlock, ama de llaves del señor Craven, en cuya compañía haría el viaje hacia el campo. La señora Medlock era una mujer corpulenta, de mejillas rojas y vivos ojos negros. A Mary no le simpatizó, lo que no era de extrañar, porque en general no le gustaba ninguna persona. A su vez, al ama de llaves tampoco le entusiasmó la niña.

Entretanto Mary sentía enorme curiosidad por saber detalles acerca de su tío y sobre la casa adonde se dirigían. ¿Qué clase de lugar sería? ¿Le gustaría? ¿Qué era ser jorobado? Ella no conocía a ninguno o quizás no existían en la India.

Desde que Mary vivía en casas ajenas y no contaba con su aya, se sentía muy sola. A menudo le venían a la mente preguntas que antes nunca se le habían ocurrido. Se preguntaba por qué, a diferencia de otros niños, sus padres jamás le habían demostrado cariño. Sólo contaba con los sirvientes, comida y vestidos, pero a nadie le importaba ella.

Al subir al tren que las llevaría al campo, Mary se sentó en una esquina del compartimiento con expresión aburrida y preocupada. No tenía nada para leer, por lo que juntó sus pequeñas y enguantadas manos sobre la falda. Su vestido negro la hacía verse aun más amarilla que de costumbre y su pelo claro sobresalía flácido bajo su negro sombrero.

"Pocas veces he visto a una niña de aspecto tan malhumorado", pensó la señora Medlock. Ella no estaba acostumbrada a ver que niñas de la edad de Mary se sentaran rígidas y quietas sin hacer nada. Al fin, cansada de observarla, el ama de llaves habló con voz dura, pero animadamente.

—Supongo que debo prevenirla —dijo—. La llevo a un lugar bastante extraño.

Mary no contestó y la señora Medlock se desconcertó ante la aparente indiferencia que demostraba la niña. Luego de una pausa, continuó:

—En cierto modo es un lugar grandioso, pero deprimente. El señor Craven está muy orgulloso de su propiedad y la quiere aunque de una manera más bien melancólica. La casa, situada al borde del páramo, fue construida hace seiscientos años. Tiene cerca de cien habitaciones, aunque la mayoría está cerrada con llave. Hay valiosas pinturas y hermosos muebles antiguos que han estado allí por años. A su alrededor se extiende un enorme parque con flores y árboles cuyas ramas en ocasiones rozan la tierra.

La señora Medlock hizo una pausa y repentinamente dijo:

—Pero no hay nada más.

Sin querer, Mary había escuchado. La descripción de la casa le interesó, puesto que difería de todo cuanto ella había conocido hasta el momento. Además, lo nuevo siempre la atraía. Pero no quiso demostrar el interés que sentía y continuó muy quieta. Su aparente indiferencia era una de las características más desagradables de su temperamento.

—Bueno —dijo la señora Medlock—. ¿Qué le parece?

—No lo sé —contestó la niña—. No conozco esa clase de lugares.

La explicación hizo reír a la vieja señora.

—¡Por favor! —exclamó—. Parece el comentario de una persona mayor. ¿Es que no le interesa?

—La verdad es que no importa si me interesa o no —dijo Mary.

—Tiene razón —repuso la señora Medlock—. No entiendo por qué la han traído a vivir a Misselthwaite Manor, a no ser que para el señor Craven sea la solución más sencilla. El no se molestará por usted, se lo aseguro; jamás se ha incomodado por nadie.

Repentinamente se detuvo como si recordara algo que no debía mencionar.

—Él tiene la espalda torcida —dijo, finalmente—. Eso hizo de él un joven amargado, a pesar de su dinero y de su enorme casa. Sólo cambió cuando se casó.

Aun cuando Mary no quería demostrar interés por lo que la señora Medlock le contaba, la miró con sorpresa. Jamás pensó que el jorobado fuera casado. Al advertir su mirada de atención, el ama de llaves continuó su relato. A ella le gustaba hablar y ésta era una buena manera de acortar el trayecto.

—Era una dulce y preciosa mujer y él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Nadie creyó que esa joven se casaría con él, pero lo hizo. Incluso hubo personas que pensaban que se casaba por su dinero, pero yo estoy segura de que no fue así. Cuando ella murió...

Mary dio un salto involuntario.

—¡Ah, falleció! —exclamó sin quererlo. En ese momento la niña recordó un cuento que había leído. Este trataba de un pobre jorobado y de una princesa, por lo que Mary sintió mucha pena por el señor Craven.

—Sí, murió —contestó la señora Medlock—. La muerte de su esposa lo convirtió en un hombre muy extraño. Ahora no le interesan las personas, ni quiere ver a nadie. Se pasa la mayor parte del tiempo viajando, y cuando está en Misselthwaite se encierra en el ala oeste de la casa y no deja entrar más que al viejo Pitcher, quien lo cuidó de niño y conoce su manera de ser.

Parecía una historia salida de un libro y la niña quedó muy deprimida. La perspectiva de vivir en casa de su tío habría sido más alentadora si la hermosa señora aún viviera.

—No espere ver al señor Craven, porque le apuesto diez a uno que no lo verá —continuó la señora Medlock—. Tampoco confíe en que encontrará personas con quienes hablar. Tendrá que jugar sola. Se le indicarán las habitaciones a las que puede entrar, pero el jardín es suficientemente grande para usted. Además, no podrá deambular ni husmear dentro de la casa, el señor Craven no lo aceptará.

—Yo no tengo intenciones de husmear —dijo la pequeña Mary con amargura. En un momento determinado había sentido compasión por su tío, pero ante las explicaciones del ama de llaves dejó de tenerle lástima y pensó que bien se merecía lo que le había sucedido.

Resentida, dio vuelta la cara hacia la ventanilla del tren sobre la cual azotaba una lluvia gris. Ante sus ojos, el paisaje se volvía cada vez más obscuro, y al observarlo fijamente, sus ojos se fueron cerrando hasta que se quedó dormida.

III

A través del paramo

Mary durmió largamente y sólo despertó en el momento en que la señora Medlock le ofrecía pollo, carne fría, pan y mantequilla que había comprado en una de las estaciones. Poco después, la niña volvió a dormirse en su rincón, arrullada por el monótono caer de la lluvia que golpeaba contra el vidrio.

Ya empezaba a obscurecer y el tren se había detenido cuando sintió que el ama de llaves la remecía.

—Despierte —dijo—. Ya es hora de que abra los ojos. Estamos en la estación de Thwaite y debemos bajar del tren, aunque todavía tenemos un largo trayecto por recorrer.

La estación era pequeña y al parecer ellas fueron las únicas pasajeras que descendieron. El jefe de la estación se acercó amablemente a saludarlas y les dijo:

—El carruaje las está esperando.

Frente a la plataforma las aguardaba una berlina. A Mary le gustó mucho el carruaje, lo mismo que el elegante criado que la ayudó a subir y que, luego de cerrar la puerta, se situó junto al cochero. A la niña también le agradó el confortable y acolchado asiento, pero, como no quería volver a dormir, prefirió mirar por la ventana, ansiosa de observar el camino que la llevaría hasta ese extraño lugar al cual se dirigían. El ama de llaves se había quedado silenciosa. Aun cuando no era tímida y no estaba asustada, Mary sentía cierta aprensión ante lo que podía sucederle en una casa situada al borde del páramo y con cien habitaciones, la mayoría bajo llave.

Repentinamente le preguntó a su acompañante.

—¿Qué es un páramo?

—Si en diez minutos más mira por la ventana lo verá —contestó la mujer—. Antes de llegar a la casa tenemos que recorrer una cinco millas a través del páramo de Missel. Sin embargo, para ese entonces, estará obscuro y no podrá apreciarlo con claridad, pero algo logrará ver.

La niña no hizo más preguntas. En la obscuridad de su rincón esperó ansiosamente sin despegar los ojos de la ventana. A través de ella sólo podía vislumbrar ciertos detalles del camino con los rayos de luz que proyectaban los faroles colocados a ambos lados del carruaje. Luego de abandonar la estación, habían cruzado un pequeño pueblo de casas blanqueadas, en el que se distinguían las luces de la taberna. Pronto pasaron frente a la iglesia y la casa parroquial y cruzaron una o dos tiendas cuyos escaparates exhibían juguetes, dulces y una gran variedad de artículos. Al dejar el pueblo, se encontraron en la carretera a cuyos lados sólo se veían setos y árboles. Nada más despertó el interés de Mary durante el trayecto que le pareció muy largo.

Súbitamente, los caballos cambiaron de paso. Ahora marchaban con lentitud, como si fueran subiendo un cerro. Poco después, incluso los setos y los árboles desaparecieron de la vista. Como Mary no percibía nada, excepto la densa obscuridad que la rodeaba, se inclinó hacia adelante presionando su cara contra el vidrio. En ese momento, el carruaje se sacudió.

—¡Eh! Seguro que ya llegamos al páramo —dijo la señora Medlock.

Los faroles del carruaje alumbraban con una luz amarillenta el áspero camino que parecía haber sido abierto entre matorrales y pequeños arbustos, y que su superficie se extendiera hacia el infinito. Mientras tanto, el viento soplaba produciendo un sonido salvaje e impetuoso.

—Esto no es el mar, ¿verdad? —dijo Mary, volviéndose hacia su compañera.

—No, no lo es —contestó el ama de llaves—. Ni es campo, ni montañas; sólo millas y millas de tierra yerma en la cual nada crece, excepto el brezo, el tojo y la retama. Aquí viven sólo algunos mampatos y ovejas.

—Siento una sensación como si estuviera en medio del mar; al menos suena como si lo fuera —dijo Mary.

—Es el viento que sopla a través de los matorrales —dijo la señora Medlock—. A mí me parece salvaje y monótono, pero para muchas personas este lugar es muy hermoso, especialmente cuando florece el brezo.

Por largo tiempo siguieron su camino en medio de la obscuridad y aunque la lluvia se detuvo, alrededor del carruaje silbaban ráfagas de viento que producían extraños sonidos. El camino subía y bajaba y en varias ocasiones el coche cruzó pequeños puentes bajo los cuales corría el agua vertiginosamente. Mary tenía la impresión de que el camino no terminaría nunca, y que el ancho y desolado páramo era un extenso océano que cruzaban a través de una seca franja de tierra.

—No me gusta. De verdad no me gusta —se dijo, apretando firmemente sus delgados labios.

Al fin, después de subir una pequeña loma, atisbaron una luz. El ama de llaves suspiró profundamente con alivio.

Poco más tarde, el carruaje traspasaba las rejas del parque; pero aún quedaban dos millas por recorrer antes de llegar a la casa. El camino de entrada estaba bordeado de altos árboles cuyas ramas se entrecruzaban en la cima y daban la impresión de una larga bóveda.

Al salir de esa obscura avenida se encontraron en un gran espacio abierto. El coche se detuvo frente a una inmensa casa no muy alta, que parecía extenderse alrededor de un patio de piedra. En un comienzo, Mary pensó que la casa estaba a obscuras, pero, al bajar del carruaje, divisó una pequeña luz en una ventana del segundo piso.

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