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Authors: Frances Hodgson Burnett

El jardín secreto (10 page)

BOOK: El jardín secreto
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—¿Puedo usar cualquier lugar que nadie necesite?

—Cualquiera —contestó—. Y ahora debes irte porque estoy cansado.

Tocó la campanilla y llamó a la señora Medlock.

—Adiós —dijo a la niña—, estaré ausente durante el verano. Señora Medlock —continuó—, ahora que he visto a la niña, creo que ella tiene que recuperarse antes de empezar sus lecciones. Dele comida sencilla y saludable, déjela correr libremente y no la vigile demasiado; ella necesita de libertad. La señora Sowerby vendrá de vez en cuando para saber si le falta algo y ella a su vez podrá ir a su casa.

El ama de llaves se sintió aliviada al saber que no tendría que vigilar muy estrechamente a Mary. Le parecía una carga molesta y había tratado de verla lo menos posible. Simpatizaba, además, con la madre de Martha.

Cuando el ama de llaves la dejó en el corredor, Mary corrió a su dormitorio en donde la esperaba Martha.

—¡Puedo tener mi jardín en donde quiera! —gritó Mary—. Todavía no me enviarán una gobernanta, veré a su mamá y podré visitar su casa.

—¡Eh! —dijo Martha encantada—, él se portó muy gentil.

—Martha —dijo Mary solemnemente—, él es encantador, sólo que tiene cara de ser una persona muy desgraciada.

Comió rápidamente y salió al jardín, porque sabía que Dickon tendría que volver a su casa. Al deslizarse por la puerta cubierta de hiedra, vio que las herramientas estaban ordenadas bajo un árbol y Dickon no se veía por ninguna parte. El jardín estaba desierto, con excepción del petirrojo que acababa de volar por sobre el muro y la observaba desde uno de los rosales.

—¡Se ha ido! —dijo apenada—. ¿O es que sólo era un hada madrina?

Repentinamente le llamó la atención que, clavado con una espina entre los arbustos, había un pedazo de papel. Era un dibujo de Dickon que representaba un nido con un pájaro y una sola palabra toscamente escrita: "¡Volveré!"

XIII

Soy Colin

A la hora de comida, Mary mostró a Martha el dibujo de Dickon.

—¡Eh! —dijo Martha muy orgullosa—. No sabía que mi hermano fuera capaz de dibujar en tamaño natural un tordo en su nido.

Al oír esto, Mary supo que el dibujo era un mensaje: significaba que Dickon mantendría el secreto. Su jardín era su nido y ella era como el tordo. ¡Cómo le gustaba ese niño, a la vez extraño y sin complicaciones!

Esperando verlo al día siguiente, se quedó dormida. Pero en Yorkshire el tiempo puede variar mucho, especialmente en primavera. Esa noche Mary despertó con el ruido de las gotas de lluvia al caer sobre las ventanas. Llovía a torrentes y el viento soplaba en las esquinas de la vieja casa y dentro de la chimenea. Mary se sentó en la cama sintiéndose muy desdichada y enojada.

—La lluvia es más antipática de lo que yo era —dijo—. Vino porque sabía que yo no quería que lloviera.

Furiosa se tiró sobre las almohadas enterrando la cara en ellas. No lloró, pero se quedó tendida odiando el ruido de la lluvia y el viento. Las grandes goteras golpeaban fuertemente la pared.

"Suena como si alguien llorara y estuviera perdido en medio del páramo", pensó.

Por cerca de una hora se dio vueltas en la cama sin lograr dormir. De pronto, algo la hizo sentarse en la cama.

Escuchó atentamente.

—Ahora no es el viento —dijo en un murmullo—. Es diferente, es el mismo llanto que escuché antes.

Como su puerta estaba entreabierta, se pudo dar cuenta de que ese llanto quejumbroso provenía de la parte más alejada del corredor. Mientras más escuchaba más se convencía de que tenía que saber quién lloraba. Esto le pareció más extraño que el jardín secreto o que la llave enterrada. Quizás su propia rebeldía la hizo sentirse intrépida.

—Iré a ver —dijo—. Todos están en cama y no me importa lo que diga la señora Medlock.

Tomó la palmatoria de su velador y sin hacer ruido, salió de su habitación al corredor largo y obscuro.

Creía recordar dónde tenía que doblar para encontrar la puerta cubierta por la tapicería, tras la cual caminaba el ama de llaves el día que ella se encontraba perdida. El sonido provenía del pasadizo. Alumbrándose con la vela, trataba de hallar el camino, mientras su corazón latía tan fuerte que le parecía poder escucharlo. Como el llanto continuaba, le fue fácil guiarse por él, aunque en varias ocasiones titubeó sin saber qué camino tomar. Por fin se encontró frente a la puerta con la tapicería. La empujó suavemente y cerró tras ella. Ahora podía oír con claridad el llanto: procedía de detrás de una puerta situada a su izquierda, bajo la cual se vislumbraba una luz. Alguien muy joven lloraba en esa habitación.

Mary abrió la puerta y se detuvo. Era una enorme pieza con bellos muebles. El fuego resplandecía desde la chimenea y una luz de vela iluminaba una cama con cuatro pilares de la que pendían cortinajes de brocado. En ella, un niño lloraba quejumbrosamente. Mary se preguntó si se encontraba en un lugar real o estaba soñando. El niño tenía una cara aguzada de delicado color marfil, con unos ojos que parecían demasiado grandes. Una gran mata de cabello le caía en mechones sobre la frente, lo que le empequeñecía aun más la cara. Tenía aspecto de niño enfermo, pero no parecía llorar de dolor sino, más bien, de cansancio y de rabia.

Mary, de pie en el umbral, contuvo la respiración. Luego dio unos pasos dentro de la pieza y, a medida que se acercaba, la luz atrajo la atención del niño. Este volvió la cara y la miró fijamente con sus grises ojos tan abiertos, que se veían enormes.

—¿Quién eres? —le preguntó en un murmullo asustado—. ¿Eres un fantasma?

—No, no lo soy —contestó Mary, también en un murmullo, aunque algo menos asustada—. ¿Es que tú lo eres?

El la miraba y la miraba tanto que Mary no pudo dejar de notar cuan extraños eran sus grises ojos rodeados de negras pestañas.

—No —contestó, luego de un momento—, soy Colin.

—¿Qué Colin?

—Soy Colin Craven; y tú, ¿quién eres?

—Soy Mary Lennox y el señor Craven es mi tío.

—El es mi padre —dijo el niño.

—¡Tu padre! —se asombró Mary—. Nadie me dijo que tenía un hijo. ¿Por qué no me lo dijeron?

—¡Acércate! —dijo el niño, con expresión ansiosa.

Ella se acercó a la cama y él le tocó la mano.

—¿Eres real, verdad? —dijo—. A veces sueño cosas tan reales que tú puedes ser parte de un sueño.

Antes de salir de su dormitorio, Mary se había puesto un chal de lana y ahora puso una de sus puntas entre los dedos del niño.

—Apriétalo y verás qué grueso y caliente es —dijo—. O, si quieres, te puedo pellizcar para demostrarte cuan real soy. Por un momento, yo también pensé que tú eras parte de un sueño.

—¿De dónde vienes? —preguntó él.

—De mi dormitorio. El viento soplaba tan fuerte que no podía dormir, y al oír que alguien lloraba quise saber quién era. ¿Por qué estabas llorando?

—Porque tampoco podía dormir y me duele la cabeza. Repíteme tu nombre.

—Mary Lennox. ¿Pero no te dijeron que vine a vivir aquí?

Él continuaba restregando el chal, aun cuando parecía que ahora creía que ella era real.

—No —contestó—. Quizás no se atrevieron.

—¿Por qué? —preguntó Mary.

—Porque la gente me asusta y no dejo que nadie me vea o me hable.

—¿Pero por qué? —insistió Mary, cada vez más desconcertada.

—Porque siempre estoy enfermo y tendido en cama. A mi padre tampoco le gusta que me hablen y a los empleados no les permiten que discutan sobre mi persona. Si llego a grande, seré un jorobado; pero no viviré. Mi padre odia la idea de que pueda parecerme a él.

—¡Pero qué casa más extraña! —dijo Mary—. Todo aquí es secreto, piezas y jardines cerrados con llaves. Y tú, ¿también estás encerrado?

—No, yo me quedo aquí porque prefiero no salir. Me canso demasiado.

—¿Tu padre viene a verte? —aventuró Mary.

—Algunas veces, pero en general cuando estoy dormido. El no quiere verme.

—¿Por qué? —no pudo dejar de preguntar Mary.

Una especie de sombra tormentosa pasó por la cara del niño.

—Al nacer yo, mi madre murió. Por eso mi padre se siente desgraciado al verme. El cree que yo no lo sé, pero lo escuché hace tiempo. El casi me odia.

—Desde que ella murió, él odia el jardín —dijo Mary medio hablando para sí.

—¿Qué jardín? —preguntó el niño.

—Es solamente el jardín que a ella le gustaba —tartamudeó Mary—. ¿Has estado siempre aquí?

—Casi siempre. En ocasiones me han llevado cerca del mar, pero no me gusta porque la gente me mira. Antes usaba un aparato de fierro para sostener mi espalda. Pero un gran doctor londinense vino a verme y dijo que era estúpido que lo usara, pero en cambio sugirió que me sacaran al aire. Pero odio el aire y no quiero salir.

—A mí tampoco me gustaba al llegar acá —dijo Mary—. ¿Por qué me miras de ese modo?

—Porque los sueños son tan reales —contestó apenado—. A veces, cuando abro los ojos, no puedo creer que estoy despierto. No quiero que tú seas un sueño.

—¡Pero si estamos despiertos! —dijo Mary abarcando con la mirada el alto techo, los obscuros rincones y el fuego que apenas alumbraba—. Parece un sueño porque estamos en medio de la noche y, con excepción nuestra, el resto de la casa duerme.

En esto a Mary se le ocurrió algo:

—¿Si no te gusta que te vean, no quieres que me vaya?

—No —dijo—, si te vas pensaré que era un sueño; pero si eres real, siéntate en ese piso y háblame de ti.

Mary dejó a un lado la vela y se sentó en un taburete acolchado. Ella no deseaba partir, prefería quedarse en esta pieza escondida y hablar con el niño misterioso.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Quiero saber desde cuándo vives aquí, en dónde queda tu dormitorio y qué haces durante el día. También quiero saber si te gusta el páramo y en dónde vivías antes de llegar a Yorkshire.

Ella contestó a sus preguntas mientras él tendido sobre sus almohadas la escuchaba atentamente. Mary se dio cuenta de que, por ser inválido, apreciaba las cosas en forma diferente a otros niños. Desde chico sabía leer y pasaba los días leyendo o mirando las ilustraciones de preciosos libros. Aun cuando su padre rara vez lo visitaba, le daba toda clase de cosas maravillosas para que se entretuviera. Pero aun así, parecía estar siempre aburrido.

—Todos están obligados a hacer lo que yo quiero, porque si me enojo me enfermo —dijo indiferentemente—. Además, nadie cree que llegaré a grande —continuó como si estuviera acostumbrado a la idea y ya no le importara.

Parecía gustarle la voz de Mary, puesto que medio adormecido seguía escuchándola con interés. Ella pensó que se había dormido, pero en ese momento él le hizo una pregunta que les dio un nuevo tema de conversación. —¿Cuántos años tienes?

—Tengo diez años y tú también —contestó, olvidando toda prudencia.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el niño sorprendido. —Porque cuando naciste la puerta del jardín fue cerrada y enterraron la llave, y de eso hace diez años.

Colin, muy interesado, se sentó volviéndose hacia ella. —¿Qué puerta del jardín se cerró? ¿Dónde enterraron la llave? ¿Quién lo hizo? —preguntó.

—Es el jardín que odia el señor Craven —dijo Mary muy nerviosa—. El cerró la puerta y nadie sabe dónde enterró la llave.

—¿Qué clase de jardín es? —persistió Colin. —No está permitido entrar —contestó cautelosamente Mary.

Pero ya era demasiado tarde para usar de cautela. Colin se parecía a ella: el no tener nada en qué pensar hacía que se sintiera atraído por la idea de un jardín secreto. Por eso sus preguntas eran innumerables.

—Nadie habla sobre él; creo que los han obligado a guardar silencio.

—Yo haré que me lo digan —dijo Colin. —¿De verdad puedes? —titubeó Mary, empezando a asustarse. Si él hacía preguntas quién sabe lo que podía suceder.

—Todos me obedecen, porque este lugar algún día será mío.

Mary jamás pensó que ella hubiera sido una niña consentida, pero se daba cuenta de que este misterioso niño lo era. El creía que el mundo le pertenecía; además, a ella le parecía muy peculiar la forma que él tenía de hablar de que no viviría.

—¿De verdad crees que no vivirás? —le preguntó ansiosa y también deseosa de desviar su atención del jardín.

—Eso creo —contestó indiferente—. Mi doctor, que es un primo de papá, lo cree. El es pobre y si yo muero él heredará Misselthwaite a la muerte de mi padre; por eso creo que él desea que yo no viva.

—¿Quieres vivir? —preguntó Mary.

—No —contestó cansadamente—, pero tampoco quiero morir. Cuando estoy enfermo pienso mucho en ello y lloro mucho.

—Te he oído llorar tres veces —dijo Mary—, pero no sabía quién eras. ¿Por qué llorabas?

Ella quería que él olvidara el jardín, pero él insistió.

—Mejor hablemos de otra cosa, por ejemplo del jardín. ¿Te interesaría verlo?

—Sí —contestó Mary en voz baja.

—Yo quiero verlo —insistió él—. Creo que jamás quise ver algo. Quiero que desentierren la llave, abran la puerta y me lleven en mi silla, así tomaré aire.

A medida que crecía su entusiasmo, sus ojos brillaban como estrellas. Mary, en cambio, afligida, apretaba sus manos pensando que todo se echaría a perder. Dickon no volvería al jardín y ella no sería nunca más como el tordo con su nido escondido y seguro.

—¡Por favor, no lo hagas! ¡Por favor! —gritó.

Él la miró como si estuviera loca.

—¿Por qué? —exclamó—. ¿No dijiste que lo querías ver?

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