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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (12 page)

BOOK: El jardinero fiel
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Justin se decidió por fin a hablar.

—Gracias, Sandy. Sé apreciar todo lo que has hecho por mí. Te estoy muy agradecido por permitirme visitar mi propia casa. Pero ahora debo ir a recaudar los alquileres a Piccadilly, donde por lo visto hay un valioso hotel de mi propiedad.

Dicho lo cual, para estupefacción de Woodrow, Justin regresó al jardín y, volviendo a ocupar su puesto junto a Donohue, reanudó la partida de Monopoly donde la había dejado.

Capítulo 4

Los policías británicos eran unos benditos. Gloria así lo dijo, y si Woodrow discrepaba, se reservó la opinión. Incluso Porter Coleridge, pese a la parquedad con que describió su trato con ellos, los calificó de «sorprendentemente civilizados considerando que son unos mierdas». Y lo mejor de ellos era… —informó Gloria a Elena desde su habitación después de acompañarlos al salón para iniciar su segundo día con Justin—, lo mejor de todo era, El, que una tenía la impresión de que estaban allí para ayudar, no para echar más dolor y vergüenza sobre los hombros del pobre Justin. Rob, el chico, estaba para comérselo…, bueno, más que chico, hombre en realidad, El, debe de tener veinticinco años como mínimo. Con cierto aire de actor pero sin ostentación, y muy hábil para sacudirse de encima a los policías de Nairobi con los que tenían que colaborar. Y Lesley —que es una mujer, querida, fíjate, lo cual nos cogió a todos por sorpresa, y demuestra lo poco que sabemos de la verdadera Inglaterra de hoy— viste ropa un poco pasada de moda pero, bueno, aparte de eso, francamente nunca adivinarías que no tiene la clase de educación que nos dieron a nosotras. Por la voz no, te lo aseguro, porque ahora ya nadie habla como le enseñaron, nadie se atreve. Y se la ve totalmente cómoda en el salón de una, muy tranquila y segura de sí misma, y agradable, con una sonrisa cordial y unas pocas canas en el pelo que muy acertadamente se deja tal como están, y lo que Sandy llama un «decoroso silencio», así que no has de andar siempre buscando algo que decir cuando entran en boxes para darle un respiro al pobre Justin. El único problema era que Gloria no tenía la menor idea de qué hablaban, porque no podía pasarse el día entero en la cocina con el oído pegado a la ventanilla o, bueno, al menos no en presencia de los criados, desde luego, ¿no crees, El?

Pero si el tema de las conversaciones entre Justin y los dos agentes de policía escapaba a su conocimiento, Gloria sabía aún menos sobre los tratos de éstos con su marido, por la sencilla razón de que él no la informó de su existencia.

Los contactos iniciales entre Woodrow y los dos agentes fueron el vivo ejemplo de la cortesía. Los agentes declararon que comprendían lo delicado de su misión, que mantendrían una absoluta reserva ante la comunidad blanca de Nairobi, etcétera. Woodrow, a cambio, les garantizó la cooperación de su personal y todas las facilidades oportunas, amén. Los agentes prometieron tener a Woodrow al corriente de sus investigaciones, siempre y cuando ello fuera compatible con las instrucciones recibidas de Scotland Yard. Afablemente, Woodrow señaló que todos servían a la misma reina, y que si el nombre de pila bastaba para Su Majestad, bastaría también para nosotros.

—¿Y en qué consiste, pues, el trabajo de Justin aquí en la embajada, señor Woodrow? —preguntó educadamente Rob, el chico, desoyendo su invitación a la familiaridad.

Rob era un corredor de fondo londinense, todo orejas, rodillas, codos y redaños. Lesley, que podría haber sido su hermana mayor y más lista, llevaba un práctico bolso que, imaginó Woodrow con sorna, debía de contener todo lo necesario para el avituallamiento de Rob en carrera —tintura de yodo, tabletas de sal, cordones de recambio para las zapatillas—, pero en realidad, por lo que Woodrow había visto hasta el momento, no contenía más que un casete, cintas y un vistoso surtido de blocs taquigráficos y libretas.

Woodrow fingió pensar la respuesta, frunciendo el entrecejo en esa expresión de seriedad mediante la cual revelaba a su interlocutor que estaba hablando con el profesional.

—Bueno, para empezar, es nuestro ex alumno de Eton interno —dijo, y todos rieron la gracia—.
En esencia
, Rob, Justin es nuestro representante británico en la Comisión para la Efectividad de los Donantes en el Este de África, conocida generalmente por sus siglas: CEDEA —prosiguió, hablando con la debida claridad en atención a la limitada inteligencia de Rob—. En un principio, la primera E correspondía a Eficacia, pero por estos alrededores no hay mucha gente familiarizada con esa palabra, así que la cambiamos por otra más acorde con la mentalidad de los usuarios.

—¿Y de qué se ocupa, esa comisión?

—La CEDEA es un organismo consultivo relativamente
nuevo
, Rob, con sede aquí en Nairobi. Cuenta con representación de todas las naciones donantes que proporcionan ayuda, socorro y asistencia al este de África, sea cual sea el medio elegido. Sus miembros proceden de las embajadas de todos los países donantes, y la comisión se reúne cada semana y elabora un informe quincenal.

—¿Dirigido a…? —preguntó Rob, tomando nota.

—A todos los países integrantes, claro está.

—¿Sobre?

—Sobre lo que su propio nombre indica —contestó Woodrow con paciencia, tomando en cuenta los buenos modales del muchacho—. Fomenta la eficacia, o efectividad, en el campo de la ayuda humanitaria. En las labores de ayuda, la efectividad viene a ser el patrón oro. La compasión se presupone —añadió con una encantadora sonrisa que daba a entender que todos éramos compasivos—. La CEDEA tiene el difícil cometido de determinar qué porcentaje de cada dólar de cada nación donante alcanza realmente su objetivo, y qué recursos se desaprovechan a causa de la superposición y la competencia entre distintos organismos en el terreno. Se enfrenta, como por desgracia nos ocurre a todos nosotros, con las tres erres de la ayuda humanitaria internacional: Reduplicación, Rivalidad, Racionalización. Busca la mejor relación posible entre gastos generales y rendimiento y… —la sonrisa de quien imparte sabiduría generosamente— formula alguna que otra recomendación facultativa, ya que, a diferencia de vosotros, no posee poder ejecutivo, ni autoridad para imponer el cumplimiento de sus directrices. —Ladeó la cabeza en un gesto indulgente que anunciaba la pequeña confidencia—. Entre nosotros, dudo que fuera una gran idea. Pero surgió de nuestro querido ministro de Asuntos Exteriores, y satisfacía las generalizadas peticiones de mayor transparencia, ética en la política exterior y otras discutibles panaceas de nuestro tiempo, así que promovimos la iniciativa para ver si servía de algo. Hay quienes opinan que la responsabilidad debería recaer en las Naciones Unidas. Otros dicen que las Naciones Unidas ya llevan a cabo sus propias actuaciones en la misma línea. Y para otros las Naciones Unidas forman parte de la enfermedad. Podéis elegir —concluyó Woodrow, y con un ademán de desaprobación los invitó a hacer eso precisamente.

—¿Qué enfermedad? —quiso saber Rob.

—La CEDEA no está facultada para realizar investigaciones de campo. Sin embargo, a la hora de establecer la correspondencia entre gastos y resultados, la corrupción es un factor fundamental, cuyo coste debe calcularse. No hay que confundirla con el mal aprovechamiento de recursos y la incompetencia, pero existen aspectos comunes. —Buscó una analogía para el ciudadano de a pie—. Tomemos como ejemplo nuestra vieja red hidráulica de Gran Bretaña, construida en 1890 o fecha aproximada. El agua sale del embalse. Con un poco de suerte, parte de ella llega hasta nuestros grifos. Pero a lo largo del camino hay cañerías con importantes escapes. Ahora bien, cuando esa agua es una desinteresada donación del público en general, no podemos dejar que se pierda inútilmente, ¿no? Ciertamente que no si el empleo de uno depende del voluble votante.

—¿Con quiénes lo lleva a relacionarse su trabajo en esa comisión? —preguntó Rob.

—Con diplomáticos de alto rango. Seleccionados entre la comunidad internacional de Nairobi. De consejero para arriba, en su mayoría. Algún que otro primer secretario, pero no muchos. —Woodrow consideró, por lo visto, que eso requería una explicación—. A mi juicio, la CEDEA debía dignificarse, debía llevar la cabeza muy alta. Si se la dejaba caer al nivel de campo, acabaría convertida en una especie de superorganización no gubernamental…, para ti, Rob, oenegé…, y tarde o temprano cojearía del mismo pie que las demás. Yo me opuse enérgicamente a eso. De acuerdo, la CEDEA debe estar aquí, en Nairobi, sobre el terreno, y tomar conciencia directa de los problemas. Por descontado. Aun así, es un órgano asesor. Debe conservar una perspectiva desapasionada. Es de vital importancia que no pierda su carácter de… si me permitís que cite mis propias palabras…
zona franca de emociones
. Y Justin es el secretario de la comisión. No se trata de un cargo obtenido por méritos: simplemente es nuestro turno. Levanta acta, coteja los resultados de las investigaciones y redacta los informes quincenales.

—Tessa no era una zona franca de emociones —objetó Rob tras un momento de reflexión—. Tessa era pura emoción, por lo que hemos oído.

—Me temo que has leído demasiados periódicos, Rob.

—Pues no. He consultado los informes de campo de Tessa. Se remangaba y metía de pleno en la tarea, con la mierda hasta los codos día y noche.

—Una actitud muy necesaria, sin duda. Muy loable. Pero rara vez propicia para la objetividad, que es el principal deber de la comisión como organismo consultivo internacional —dijo Woodrow con deferencia, pasando por alto aquel descenso al lenguaje barriobajero como, en un plano completamente distinto, lo pasaba también por alto en su embajador.

—Así que cada uno iba por su lado —infirió Rob, recostándose y tamborileándose en los dientes con el lápiz—. Él era objetivo; ella era emotiva. Él prefería la seguridad del centro; ella se movía en los peligrosos extremos. Ahora lo entiendo. A decir verdad, creo que ya lo sabía. ¿Y qué lugar ocupa Bluhm?

—¿En qué sentido?

—Bluhm. Arnold Bluhm. El médico. ¿Qué lugar ocupa en ese panorama general de la vida de Tessa y la de usted?

Woodrow esbozó una fugaz sonrisa, disculpando el caprichoso planteamiento de Rob. ¿Mi vida? ¿Qué tenía que ver la vida de ella con la mía?

—Aquí existen muy diversas organizaciones financiadas mediante donaciones, como sin duda ya sabes. Todas respaldadas por distintos países y sufragadas a través de toda clase de entidades benéficas y no benéficas. Nuestro distinguido presidente Moi las detesta a todas en bloque.

—¿Por qué?

—Porque hacen lo que su gobierno haría si hiciera su trabajo. Además, sortean sus redes de corrupción. La organización de Bluhm es modesta, es belga, actúa en el área de la medicina y cuenta con financiación privada. Sintiéndolo mucho, eso es lo único que os puedo decir al respecto —añadió Woodrow con una sinceridad que los invitaba a compartir su ignorancia sobre aquellos temas.

Pero ellos no se dejaban convencer tan fácilmente.

—Es una organización de control —informó Rob con presteza—. Sus médicos supervisan a las otras oenegés, visitan clínicas, comprueban los diagnósticos y los corrigen. Por ejemplo: «Quizá esto no sea malaria, doctor; quizá sea cáncer de hígado». Luego verifican el tratamiento. También se dedican a la epidemiología. ¿Y qué puede decirnos de Leakey?

—¿De Leakey?

—Bluhm y Tessa iban camino de su yacimiento, ¿correcto?

—Se supone.

—¿Quién es exactamente? ¿Leakey? ¿En qué anda metido?

—Va camino de convertirse en una leyenda blanca en África. Arqueólogo y antropólogo, trabajó al lado de sus padres en la orilla oriental del lago Turkana, explorando los orígenes de la humanidad. Tras la muerte de los padres, él prosiguió su labor. Fue director del Museo Nacional aquí en Nairobi y después ocupó otro cargo en el área de la protección del medio ambiente y las reservas naturales.

—Pero dimitió.

—O lo cesaron. Es una historia compleja.

—Además, es como una china en el zapato para Moi, ¿no?

—Se opuso a Moi en el terreno político y, en pago a sus esfuerzos, le dieron una brutal paliza. Ahora parece que está resucitando como el azote de la corrupción keniana. De hecho, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han exigido su presencia en el gobierno.

Cuando Rob se cruzó de brazos y tocó el tumo a Lesley, se puso de manifiesto que las diferencias entre los Quayle señaladas por Rob eran aplicables también a los distintos estilos de los dos agentes. Rob hablaba a sacudidas, con la falta de sutileza propia de un hombre que lucha por contener sus emociones. Lesley era un modelo de ecuanimidad.

—Así pues, ¿qué clase de hombre es este Justin? —dijo pensativamente, observando como a un lejano personaje histórico—. Fuera de su lugar de trabajo y su comisión. ¿Cuáles son sus intereses, sus inclinaciones, su forma de vida? ¿Quién es?

—Dios mío, ¿quién es cualquiera de nosotros? —declamó Woodrow de un modo quizá demasiado teatral.

Ante eso Rob volvió a repiquetearse en los dientes con el lápiz, Lesley sonrió pacientemente y Woodrow, con encantadora renuencia, recitó la lista de exiguos atributos de Justin: un entusiasta jardinero —aunque ahora que lo pienso, ya no tan entusiasta desde que Tessa perdió al bebé—, para él no existe mayor placer que trabajar en los arriates de flores un sábado por la tarde; un caballero, si es que eso significa algo; la clase de ex alumno de Eton aceptable; en extremo cortés con el personal contratado de la embajada, naturalmente; uno de esos tipos de quienes se puede tener la seguridad de que sacarán a bailar a todas las mujeres sin pareja en la fiesta anual del embajador; un hombre con ciertas rarezas de viejo solterón que sin embargo Woodrow es incapaz de precisar en ese momento; que él sepa, no juega al golf ni al tenis, no es aficionado a la caza ni a la pesca, poco amigo de las actividades al aire libre, a excepción de la jardinería. Y, claro está, un excelente diplomático con grandes dotes para la profesión: mucha experiencia de campo, dos o tres idiomas, competente y fiable para cualquier tarea, totalmente leal a las instrucciones de Londres. Y —ésta es la parte cruel, Rob—, sin culpa alguna, atascado en la carrera por el ascenso.

—¿Y no anda en malas compañías o algo por el estilo? —preguntó Lesley, consultando su libreta—. ¿No se lo imagina de juerga en sórdidos clubes nocturnos mientras Tessa se iba a una de sus expediciones? —La pregunta estaba ya formulada en tono jocoso—. No es el caso, supongo.

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