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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (8 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—Sandy.

—Admito que tienes razón. Y te entiendo. Pero por amor de Dios…, en nombre de la cordura…, no puedes proponer en serio que el gobierno de Su Majestad, por mediación de Bernard Pellegrin, lleve a cabo una caza de brujas contra ministros designados del gabinete keniata. Además, no puede decirse que nosotros los británicos estemos por encima de la corrupción. ¿Y acaso ha de venir el embajador de Kenia en Londres a enmendarnos la plana?

—Eso son estupideces puras y simples, y tú lo sabes —replica Tessa, echando chispas por los ojos.

Woodrow no contaba con Mustafa. Éste entra en silencio, encorvado. Primero, con gran precisión, coloca una mesita en la alfombra, a mitad de camino entre ambos, y luego deja encima una bandeja de plata con una cafetera de plata y la panera de plata de la difunta madre de Tessa, llena de galletas de mantequilla. Y es obvio que la intromisión aviva el permanente sentido del histrionismo de Tessa, pues se arrodilla ante la mesita, con la espalda erguida y los hombros rectos, marcándose sus pechos contra la tela tirante del vestido, y comienza a intercalar en su discurso preguntas cómicamente mordaces sobre los gustos de Woodrow.

—¿Lo tomabas solo, Sandy, o con unas gotas de leche? No lo recuerdo —dice con afectada urbanidad. Ésta es la vida farisaica que llevamos, quiere dar a entender, un continente agoniza ante nuestra puerta, y aquí estamos nosotros, de pie o de rodillas, tomando café servido en bandeja de plata, mientras a la vuelta de la esquina los niños pasan hambre, los enfermos se mueren y los políticos corruptos hunden en la miseria a la nación que, engañada, los eligió—. Una caza de brujas, ya que lo mencionas, sería un excelente punto de partida. Señálalos, humíllalos, decapítalos y pon sus cabezas en la picota, sugiero yo. El problema es que no sirve de nada. La misma Lista de la Vergüenza se publica todos los años en los periódicos de Nairobi, y siempre aparecen en ella los mismos políticos keniatas. Nadie salta de su cargo, nadie ha de rendir cuentas ante los tribunales. —Tessa le entrega la taza, girando sobre sus rodillas para alcanzársela—. Pero a ti te trae sin cuidado, ¿verdad? Eres un representante del orden establecido. Es una decisión que tú has tomado. Nadie te lo ha impuesto. Tú lo has elegido. Tú, Sandy. Un día te miraste en el espejo y pensaste: «Hola, yo, a partir de ahora aceptaré el mundo tal como es. Obraré como mejor convenga a los intereses de Gran Bretaña, y consideraré que ése es mi deber. No importa si, en cumplimiento de ese deber, he de justificar la continuidad de algunos de los gobiernos más infames del planeta. Lo haré de todos modos». —Ella le tiende el azúcar. Woodrow declina el ofrecimiento en silencio—. Así pues, me temo que no podemos ponernos de acuerdo, ¿no crees? Yo quiero pregonarlo a los cuatro vientos. Tú quieres que entierre la cabeza junto a la tuya. Lo que una mujer ve como su deber, otro hombre lo ve como un pretexto para evadirse de la realidad. No es nada nuevo.

—¿Y Justin? —pregunta Woodrow, jugando su última e inútil carta—. ¿Dónde encaja él en todo esto, me gustaría saber?

Ella se pone tensa, presintiendo una trampa.

—Justin es Justin —contesta con cautela—. Él ha escogido un camino, y yo otro.

—Y Bluhm es Bluhm, supongo —dice Woodrow con desdén, movido por los celos y la rabia de pronunciar el nombre que se ha prometido no mencionar bajo ningún concepto. Y ella, por lo visto, ha jurado no oírlo. Mediante alguna rigurosa forma de disciplina interior, mantiene los labios firmemente cerrados en espera de que él se ponga más en ridículo todavía. Cosa que Woodrow hace, como cabía esperar. Y de manera inigualable—. ¿No has pensado, por ejemplo, que quizá estás perjudicando la carrera de Justin? —pregunta con altivez.

—¿Por eso has venido a verme?

—En esencia, sí.

—Creía que vendrías a salvarme de mí misma, y ahora resulta que has venido a salvar a Justin de mí. ¡Qué camaradería!

—Imaginaba que los intereses de Justin y los tuyos eran idénticos.

Una risa crispada y postiza, a la vez que rebrota su ira. Pero, a diferencia de Woodrow, Tessa no pierde el control.

—¡Por Dios, Sandy, debes de ser el único en Nairobi que imagina una cosa semejante! —Se levanta. El juego ha terminado—. Mejor será que te marches ya, o la gente empezará a chismorrear sobre nosotros. Para tu tranquilidad, te diré que no recibirás más documentos de mi parte. No está bien que te obliguemos a usar la trituradora de papel del embajador más de la cuenta, ¿verdad? Podrías perder puntos de cara a un ascenso.

Reviviendo esa escena tal como la había revivido repetidamente en los doce meses transcurridos desde entonces, sintiendo de nuevo la humillación y la frustración y la desdeñosa mirada de Tessa perforándole la espalda cuando se iba, Woodrow abrió con disimulo un cajón alargado y estrecho de la mesa de taracea a la que su madre tenía tanto cariño y recorrió el interior con la mano, reuniendo cuanto encontraba. Estaba ebrio, estaba enajenado, se dijo como atenuante a esta acción. Tenía la necesidad compulsiva de hacer algo sin reflexionar. Quería que el techo se me cayera encima para ver el cielo sin impedimento alguno.

Una hoja de papel —sólo pedía eso mientras, desesperadamente, daba vueltas sobre sí mismo e inspeccionaba a golpe de vista cajones y estantes—, un insignificante pliego azul del Almacén Central de Suministros y Material de Oficina de Su Majestad, escrito por una cara, de mi propio puño, diciendo lo indecible, por una vez sin subterfugios, sin fórmulas como «Por un lado esto, pero por otro lado no puedo hacer nada al respecto», y firmado no S ni SW, sino «Sandy», con letra clara y legible, seguido a corta distancia por el apellido woodrow en mayúsculas, para hacer saber a todo el mundo y a Tessa Quayle que durante cinco minutos de desvarío aquella misma tarde, ya de regreso en el despacho, con su silueta desnuda mortificándolo aún en el recuerdo, y un vaso del whisky reservado para las visitas junto a su codo de amante tímido, un tal Sandy Woodrow, jefe de cancillería de la embajada británica en Nairobi, cometió una extraordinaria locura con toda intención y premeditación, poniendo en peligro su carrera y su familia en un esfuerzo —condenado al fracaso— por acercar su vida a sus sentimientos.

Y una vez escrito lo que escribió, metió la carta en un sobre de Su Majestad y cerró dicho sobre con la lengua perfumada de whisky. Anotó con esmero la dirección y —desoyendo las sensatas voces interiores que lo instaban a esperar una hora, un día, una eternidad, a tomarse otro whisky, solicitar un permiso o, como mínimo, enviar la carta a la mañana siguiente después de consultarlo con la almohada— llevó el sobre a la sala de correo de la embajada, donde un empleado kikuyu contratado por la legación y llamado Jomo en memoria del gran presidente keniata, sin molestarse en preguntar por qué un jefe de cancillería mandaba una carta para entregar en mano, con el rótulo personal, a la silueta desnuda de la esposa bonita y joven de un colega y subordinado, la lanzó a una bolsa con el rótulo ciudad no confidencial, y lo despidió con un servil «Buenas noches, señor Woodrow» cuando él ya le había dado la espalda.

Felicitaciones de Navidad antiguas.

Invitaciones antiguas marcadas por Tessa con un aspa que significaba «No». En otras, rechazadas de manera más rotunda, se leía «Nunca».

Una postal antigua de Ghita Pearson, deseándole una pronta recuperación, con la imagen de una bandada de pájaros indios en el anverso.

Pero ninguna pequeña hoja azul del Almacén Central de Suministros y Material de Oficina de Su Majestad con el triunfal colofón: «Te quiero, te quiero y te quiero, Sandy».

Con sigilo y rapidez, Woodrow registró los últimos estantes, abriendo libros al azar, abriendo alhajeros, dándose por vencido. Serénate, se exhortó a la vez que luchaba por convertir en buena la mala noticia. Muy bien: no hay carta. ¿Por qué iba a haberla?
¿Tessa?
¿Después de
doce meses
? Probablemente la tiró a la papelera el mismo día que le llegó. Una mujer como ésa, una flirteadora compulsiva, con un calzonazos por marido, recibe proposiciones deshonestas dos veces al mes. ¡Tres veces! ¡Una por semana! ¡Diariamente! Estaba sudando. En África, el sudor lo empapaba a uno de pronto, como una lluvia torrencial y untuosa, y luego se secaba. Se quedó inmóvil con la cabeza inclinada, dejando caer el aguacero, escuchando.

¿Qué hace ahí arriba, el condenado? ¿Yendo con sigilo de acá para allá? Papeles personales, había dicho. Cartas de abogados. ¿Qué papeles eran esos que Tessa guardaba arriba, demasiado confidenciales para tenerlos en la planta baja? Sonaba el teléfono del salón. Había sonado sin parar desde que entraron en la casa, pero Woodrow no lo notó hasta ese momento. ¿Periodistas? ¿Amantes? ¿Qué más da? Lo dejó sonar. Mentalmente, trazó el plano de su propia casa y lo aplicó a aquélla. Justin se hallaba justo encima de él, a la izquierda del hueco de la escalera según se subía. Allí estaba el vestidor y estaba el cuarto de baño y estaba la habitación de matrimonio. Una vez, recordaba Woodrow, Tessa le comentó que había transformado el vestidor en estudio. «No sólo los hombres tienen despacho, Sandy. Nosotras las chicas también tenemos», le había dicho con actitud provocadora como si le diera una lección de anatomía. El ritmo cambió. Ahora estás reuniendo cosas distribuidas por toda la habitación. ¿Qué cosas? «Documentos muy valiosos para ella y para mí». Quizá también para mí, pensó Woodrow, acordándose con rabia de su insensatez.

Descubriendo que se hallaba junto a la ventana con que daba al jardín posterior, apartó un poco la cortina y vio hileras de arbustos en flor, el orgullo de Justin en las «jornadas de puertas abiertas» que organizaba para el personal subalterno de la embajada, sirviéndoles fresas con nata y vino blanco frío y enseñándoles su Elíseo. «Un año de jardinería en Kenia cunde tanto como diez en Inglaterra», afirmaba ufano cuando emprendía sus cómicas peregrinaciones por la cancillería para repartir flores a chicos y chicas. A decir verdad, era lo único de lo que se vanagloriaba. De soslayo, con los ojos entornados, Woodrow recorrió con la vista el entrante que formaba la ladera. No mediaba una gran distancia entre la casa de los Quayle y la suya. Debido a esa concavidad de la ladera, por la noche, desde la una se veían las luces de la otra. Su mirada se posó justamente en la ventana desde la cual con frecuencia se había sentido tentado de escudriñar en esa dirección. De pronto se encontró al borde de las lágrimas como nunca antes. Notaba el pelo de Tessa en la cara. Podía nadar en sus ojos, oler su perfume y el aroma a hierba caliente y fragante que uno percibía cuando, en Navidad, bailaba con ella en el club Muthaiga y accidentalmente le rozaba el pelo con la nariz. Son las cortinas, comprendió, aguardando a que el conato de llanto remitiera. Conservan su aroma, y yo estoy al lado. Dejándose llevar por un impulso, agarró la cortina con las dos manos para hundir la cara en ella.

—Gracias, Sandy. Perdona que te haya hecho esperar.

Woodrow se volvió de inmediato, soltando la cortina. Justin estaba en el umbral de la puerta, aparentemente tan azorado como Woodrow, acarreando una bolsa de piel anaranjada en forma de salchicha, repleta y muy gastada, con tachones de latón, cantoneras de latón y candados en ambos extremos.

—¿Asunto resuelto, amigo mío? ¿Deuda de honor saldada? —preguntó Woodrow, turbado pero, como buen diplomático, recobrando de inmediato su encanto—. Estupendo. Así ha de ser. ¿Y tienes ya todo lo que venías a buscar? ¿Es todo eso?

—Sí, creo que sí. Hasta cierto punto.

—No te veo muy convencido.

—¿En serio? No quería dar esa impresión. —Alzando un poco la bolsa, explicó—: Era de su padre.

—Parece más bien el maletín de un abortista —dijo Woodrow, con pretendida simpatía.

Se ofreció a ayudarlo con la carga, pero Justin prefirió llevar él mismo su botín. Woodrow subió a la furgoneta. Justin le siguió y, una vez sentado, mantuvo una mano en torno a las viejas asas de piel. A través de los delgados paneles, les llegaron los insidiosos comentarios de los periodistas:

—¿Cree que la mató Bluhm, señor Quayle?

—¡Eh, Justin, mis jefes están dispuestos a pagar una fortuna!

En el interior de la casa, por encima del timbre del teléfono, Woodrow creyó oír el llanto de un niño, y cayó en la cuenta de que era Mustafa.

Capítulo 3

Inicialmente la cobertura informativa del asesinato de Tessa no me ni mucho menos tan alarmante como Woodrow y el embajador se temían. Aquellos gilipollas expertos en sacar una noticia de la nada, observó Coleridge con cautela, por lo visto estaban igualmente capacitados para no sacar nada de una noticia. De entrada, así fue. «Asesinos dan muerte en despoblado a la esposa de un enviado británico», rezaban los primeros teletipos, y este sólido enfoque, presentado en términos más elegantes por la prensa seria y más pedestres por los periódicos sensacionalistas, bastó a un público exigente. Se hacía hincapié en los riesgos cada vez mayores que corría el voluntariado en todos los rincones del planeta; había incisivos editoriales sobre la incapacidad de las Naciones Unidas para proteger a los suyos, y el creciente coste en vidas humanas entre los humanitaristas con valor suficiente para dar la cara por sus principios. Tampoco faltaba la exaltada palabrería sobre elementos tribales descontrolados en busca de víctimas a quienes devorar, sacrificios rituales, hechicería y el siniestro tráfico de pieles humanas. Se insistía en la presencia de bandas nómadas de inmigrantes ilegales llegados de Sudán, Somalia y Etiopía. Pero no se hacía la menor referencia al irrefutable hecho de que Tessa y Bluhm, a la vista de empleados y huéspedes del hotel Oasis, hubieran compartido un bungalow la noche antes del asesinato. Bluhm era «cooperante de una organización humanitaria belga» —correcto—, «asesor médico de las Naciones Unidas» —falso—, «experto en enfermedades tropicales» —falso—, y se temía que pudiera haber sido secuestrado por los criminales para matarlo o exigir un rescate.

El lazo que unía al experimentado doctor Bluhm y su joven y bella protegida era la dedicación a una causa, era humanitario. Y con eso quedaba todo dicho. Noah apareció sólo en las primeras ediciones y luego murió una segunda muerte. La sangre negra, como en Fleet Street sabe hasta el más tonto, no es noticia, pero una decapitación bien merece una mención. El interés se centró implacablemente en Tessa, «la chica de la alta sociedad convertida en abogada por Oxford y Cambridge», «la princesa Diana de los necesitados de África», «la Madre Teresa de los barrios pobres de Nairobi» y «el ángel del Foreign Office a quien nada le daba lo mismo». En un editorial del
Guardian
se concedía gran importancia al hecho de que la Nueva Mujer Diplomática del Milenio
(sic)
hubiera encontrado la muerte en la cuna de la humanidad descubierta por Leakey, y extraía de ahí la inquietante moraleja de que, aun cuando las actitudes raciales cambien, no podemos sondear los pozos de salvajismo que se esconden en el corazón de las tinieblas de todo hombre. El artículo perdía parte de su impacto cuando, en una nota informativa anexa, un redactor poco familiarizado con el continente africano situaba el asesinato de Tessa a orillas del lago Tanganica en lugar del Turkana.

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