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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (42 page)

BOOK: El jinete del silencio
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—Sí, bueno, casi todo se ha arreglado… Pero es una larga historia que ya te contaré de camino. El muchacho está sano y salvo con el mismo fraile que te dejó aquí, con Camilo. Sin embargo, la chica murió mientras intentábamos evitar a los esbirros de tu marido.

Al escuchar lo sucedido el prior tomó interés.

—Por lo que veo, lo habéis pasado bastante mal, y hacéis mención de hechos gravísimos.

Volker animó a Carmen a que recogiera todas sus cosas para salir cuanto antes del monasterio y dirigirse al puerto. Con un poco de suerte aún podrían tomar uno de los barcos por los que había preguntado días atrás. Mientras la esperaba, dio al religioso, que lo escuchaba con absoluto interés, algunos detalles sobre lo sucedido.

Regresaron al monasterio por otro camino, bordeando esta vez el huerto. A Volker no le extrañó demasiado, ya que por allí quedaban las cuadras donde tenían que recoger el caballo de Carmen. Pero la sorpresa fue completa cuando al entrar en las caballerizas se encontraron con diez hombres armados, gente de Blasco a la que conocían. Volker peleó, lo hirieron, se rebeló con todas sus fuerzas, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos, pues eran demasiados hombres contra él y en poco tiempo consiguieron inmovilizarlo.

Una vez atados y a punto de partir hacia la Bruma Negra, al pasar al lado del prior, Volker le lanzó una mirada interrogativa. No terminaba de entender qué motivos podría haber tenido para entregarlos.

—Mi querido amigo —respondió el religioso—, menos mal que vinisteis, porque estos hombres llevaban dos días esperándoos. Los caminos del Señor casi nunca son rectos, más bien resultan tortuosos, ásperos y fríos. Vos no sabéis cuán difícil es dar de comer cada día a más de un centenar de monjes sin la ayuda de ciertos hombres generosos…

Volker confirmó lo que se temía y antes de recibir un fuerte golpe en la nuca que le dejó sin conocimiento, pudo contestarle:

—Solo sois un traidor a vuestra fe…

Dos días después, Carmen había llorado tanto que le dolían los ojos, las mandíbulas, y sobre todo el corazón. Su miedo era tan intenso que cada vez que veía abrirse la puerta de su alcoba, donde Blasco la había encerrado, le temblaba todo el cuerpo.

El alemán estaba en una oscura dependencia bajo tierra, en los sótanos de la mansión, a la espera de saber qué destino le prepararía el cruel patrón de la Bruma Negra.

Se escuchó el eco de unos cañonazos que parecían venir del norte, de la costa. Volker se acercó a la única ventanita de la celda para recibir un poco de aire fresco. En ese momento se abrió la puerta y entró un hombre de aspecto siniestro armado con un garfio curvo y de hoja ancha. Cerró la puerta con llave y lo miró en silencio, mientras pasaba un dedo por el filo del acero.

CUARTO ESCENARIO

Entornos de desolación

Sevilla

Año 1538

I

Camilo no encontraba una buena postura para dormir y lo necesitaba. Llevaba ya demasiados días preocupado por la actitud de Yago, pues desde su salida de Jamaica se había instalado en un mundo de ausencias, de complejos silencios, de los que no terminaba de salir.

Yago echaba de menos a Hiasy, y mucho.

La tripulación de la carraca Santa Catalina contempló, al principio con curiosidad, las reacciones de aquel joven que se lanzaba a correr por la cubierta golpeándose contra todo lo que se le cruzara de camino, o se escondía acurrucado horas y horas bajo una recia maroma que sujetaba el ancla murmurando. Aunque terminaron acostumbrándose a él.

No sabía cómo explicarse.

No encontraba la forma de rebajar la pena que padecía su corazón y lo manifestaba a través de irrefrenables ataques de ansiedad. Echaba de menos la presencia de los caballos, pero el recuerdo de Hiasy pesaba mucho más de lo que podía soportar.

No entendía por qué las pocas cosas buenas que la vida le había ofrecido se truncaban tan pronto. Cada vez que se había sentido bien con alguien, desaparecía. Gracias a Hiasy su aprensión hacia las mujeres había cambiado, le había enseñado a amar, y había descubierto con asombro que a pesar de sus rarezas había alguien que quería compartir la vida con él. Aunque siguiese siendo incapaz de saber lo que una mujer pensaba, o qué las impulsaba a amar, con Hiasy había sido todo diferente. Entre ellos todo había fluido en paz, sin exigencias, había sido tan fácil...

Muchas veces se preguntó si esos sentimientos coincidían con lo que los demás proclamaban como amor, pero tampoco le importaba demasiado. Con ella se había sentido bien, muy bien.

Pero ya no estaba, nunca más estaría…

Con aquella falta, su desolación no se veía compensada con nada, ni tan siquiera con la presencia de Camilo, aunque viera en él al padre que nunca había conocido. La muerte de Hiasy lo sobrepasaba todo.

Al oscurecer, muchas noches revivía en imágenes los recuerdos que tenía de ella a lo largo de los casi dos años compartidos; la veía en el agua, o tumbados sobre un lecho de hojarasca en el bosque, uno al lado del otro, o en aquella esquina del barracón donde cada noche se veían, y saboreaba sus besos, casi los únicos que había recibido de una mujer, como también su aroma.

La carraca en la que navegaban rumbo a España transportaba una carga no muy grande pero sí valiosa; diez quintales de oro. Con ellos viajaba un centenar de personas en un espacio demasiado reducido. El maestre de la embarcación, un hombre de carácter explosivo, marcaba una férrea disciplina con la tripulación. Cuando se producía el más mínimo altercado, lo hacía pagar con una veintena de azotes en público y en plena cubierta. Y si los delitos eran mayores, que los había con demasiada frecuencia, se deshacía del responsable tirándolo al mar atado de pies y manos.

La justicia en el barco no tenía mucho que ver con la que se aplicaba en tierra; allí se saldaban las sentencias sin muchos miramientos y después de un juicio rápido. Si no había más discusiones y peleas a bordo no era por falta de tensiones entre sus hombres, se debía al mucho vino que su maestre les facilitaba a diario, y a un licor rico en alcohol y limones que llevaban para combatir el escorbuto.

Bajo el punto de vista de su máximo responsable y dada la excesiva cantidad de gente apelotonada en el corto espacio de la nave, las borracheras eran hasta casi deseables. El capitán del barco lo sabía y por eso nunca escatimaba el número de barricas a transportar.

—¿Gustáis? —El maestre le pasó una frasca de orujo a Camilo. De primera intención no lo probó, pero al alcanzarle su suave aroma de hierbas le tentó demasiado y aceptó gustoso.

—Gracias, es fuerte pero reconforta. —Notaba cómo ardía en su garganta.

El maestre, sentado a la mesa de su propio camarote, le sirvió otro vaso. Camilo se lo tomó de un solo sorbo.

—Vos no sois un comerciante, se os nota. —Había visto pasar por su barco a una gama de gente tan variada que se vanagloriaba de poseer un certero instinto para reconocer cuáles eran sus personalidades.

—Tenéis buen ojo, es cierto. En realidad no os dije toda la verdad al embarcar. Soy monje cartujo.

El maestre abrió los ojos de par en par ante la noticia. Adoraba conversar con la gente, y más aún con quien podía ser más culto que él. Desde el primer día había notado algo peculiar, pero no había llegado a imaginar su condición religiosa. Le extrañó.

—¿Y se puede saber qué hace un cartujo en el mar? Si no ando mal informado, vuestra regla es dura y la reclusión, completa. ¿Acaso es que tenéis dispensa?

—Es cierto. Nuestra vida se resume en dos palabras, contemplación y soledad. Lo mío es una excepción…

—¿Vais a abrir una cartuja en Jamaica? —No podía evitarlo; le encantaba meterse en la vida de los demás y saberlo todo.

Camilo negó que ese fuera el motivo y le explicó, sin entrar en muchos detalles, las verdaderas causas de su arriesgada empresa. Después de relatarle los acontecimientos vividos en Jamaica, una vez solo y en cubierta, se puso a pensar cómo debía afrontar de ahora en adelante su futuro. Con el alivio de la brisa sobre su rostro, inspiró una bocanada de aquel frescor marino, fijó su mirada sobre el intenso horizonte azul, y pidió una vez más a su Dios que le ayudara a ver el nuevo rumbo que debía dar a su vida. Pero la soledad del inmenso mar fue testigo una vez más del sordo efecto de su solicitud.

Cuando en pleno atardecer el sol empezó a acariciar las olas, un tanto descorazonado, decidió ir a buscar a Yago. Lo encontró entretenido, observando con absoluta concentración a medio centenar de gallinas que garantizaban a la tripulación de aquel barco la posibilidad de comer algo de carne fresca y huevos. Se encontraban encerradas en uno de los camarotes, bajo el castillo de popa, al lado del que poseía el maestre.

—Yago, escúchame… —El monje tiró de su camisola sin conseguir que se volviera hacia él.

—¡No! —Apartó su mano. Una gallina corrió despavorida al sentirse amenazada con la contestación del chico.

Camilo llevaba días sufriendo con creciente frustración las ausencias de Yago.

—Mírame a los ojos, por favor. No te quedes con tu dolor y haz que salga. Sé que lo necesitas.

—Nooo —repitió una vez más el chico.

Yago no había llorado todavía la muerte de Hiasy, y Camilo no sabía cómo conseguir que abandonara su actitud cerrada para hacerlo reaccionar. Mencionó su nombre, y no una, varias veces. Le habló del cielo, de la maravillosa sensación que Hiasy estaría recibiendo al conocer en persona a Dios. Y señaló con un dedo hacia arriba de sus cabezas, donde tal vez estuviera ahora ella, observándolos con los ojos del alma.

—Estará siempre cerca de ti, protegiéndote, hasta el último día de tu vida. Porque los que se han amado tanto como lo habéis hecho vosotros lo hacen así, créeme.

Yago levantó la mirada con los ojos cargados de lágrimas, le temblaban los labios, suspiró con profundidad, y tras varios infructuosos intentos por hablar explotó a llorar después de expresar en solo tres palabras lo que sentía.

—Quería a Hiasy… —Se dobló roto de dolor en un llanto cargado de profunda amargura.

Camilo tragó saliva y lo abrazó. Ya no hacían falta palabras, no eran necesarias más explicaciones. Tan solo estar ahí, a su lado, compartiendo el dolor y sintiendo sus lágrimas como propias. El fraile cerró los ojos, lloró con él y se mantuvo a su lado hasta que por fin Yago se movió, levantó la cabeza de su regazo y dirigió uno de sus dedos hacia un imaginario cielo y habló.

—Hiasy allí…, donde música…

Pasaron varios días de navegación envueltos en una contagiosa nostalgia.

A bordo poco se podía hacer, a veces uno pensaba que solo molestar, dadas las estrecheces de la nave, por lo que aquel gallinero se convirtió en un lugar de común encuentro.

Camilo se hizo un hueco entre la paja y un ponedero, donde se recibía más luz de fuera, y allí se pasaba las horas leyendo un libro sobre rutas marinas que, sin ser el tema más apasionante del mundo, al menos lo ayudaba a consumir el tiempo, aparte de ser el único que el maestre poseía. Yago había encontrado entretenimiento en las propias gallinas, a las que observaba detenidamente sin cansarse. Parecía dispuesto a aprender hasta el más mínimo movimiento, reacción o sonido, a veces tumbado y a ras de ellas para entenderlas mejor. Camilo se lo recriminaba, pues no se cuidaba de la yacija y terminaba con la ropa sucia y oliendo fatal, pero a él no le importaba. El fraile terminó desistiendo viéndolo sonreír como antes, cuando el chico descubría alguna reacción divertida en una de las aves, o cuando iban a picotearle entre los dedos. También hizo reír a Camilo un día en que decidió imitar sus cacareos, para desconcierto de las gallinas, que lo miraban harto sorprendidas, sin reconocerlo como una más pero con el engaño de sus gorjeos.

Una de aquellas pesadas tardes que parecían no acabar nunca, Camilo terminó cerrando el libro al comprobar en Yago una actitud distinta, quizá algo más inquieta. No habían vuelto a hablar de Hiasy porque el chico no lo había querido, sin embargo, Camilo notó como si necesitase liberar algo que todavía le costaba sacar de su interior.

Después de varias preguntas y de insistir en ello, el muchacho se decidió a hablar.

—¿Yago, dónde ir ahora?

—Nos volvemos a la cartuja. —Trató de imaginar su intención con aquella pregunta.

—Yago y cartuja, no mundo…

Camilo no respondió, pero la afirmación le dejó afectado. Las dudas de Yago podían ser diferentes a las suyas, pero su falta de referencias era lógica. No había tenido una vida fácil, y que no supiera reconocer la cartuja como su hogar entraba dentro de lo razonable, cuando en realidad no lo era, y no lo sería nunca dada su deficiencia. Camilo tenía claro que la carrera eclesiástica no estaba dentro de las posibilidades del muchacho, y por tanto su permanencia en la cartuja solo estaría justificada si lo hacía como un trabajador más.

De todos modos, con aquella deducción Yago acababa de demostrar una proximidad a la realidad poco común en él. Camilo dedujo que Hiasy, aparte de los afectos, había conseguido también abrirle algo más a su entorno, quizá por el hecho de saberse querido tal y como era, sin tener que disimular y sin ninguna premisa.

Yago esperó su respuesta, sin embargo, notó que Camilo se estaba conteniendo y guardó silencio.

Padecía por la falta de Hiasy, a diario, pero también por la incapacidad de expresar lo que se movía en su mundo interior, desde sus emociones y miedos; cosas que pasaban por su cabeza y que luego no sabía cómo expresar. Le costaba hablar sobre ellas porque primero no era capaz de entenderlas, y siendo así, cómo iba a ponerles luego palabras…

Durante casi una hora no volvieron a hablar, sin embargo, cada uno recorría a su manera sus propios pensamientos.

Camilo vivía con temor su vuelta a la cartuja. Cuando imaginaba la conversación que habría de tener con su prior, sentía un profundo agobio, dado que no veía ninguna salida a la misma. Si a él ya le parecía imposible justificar su actuación, cómo iba a convencer a alguien de lo contrario. Había vivido en contra de la regla, robado aquel dinero, y sin embargo no dejaba de sentirse orgulloso de la decisión tomada. Le iba a ser difícil encontrar una buena explicación, pues él mismo vivía en un mar de contradicciones internas.

El problema no residía en si estaba dispuesto a asumir la responsabilidad de sus errores, el asunto era mucho peor. Tenía serias dudas sobre qué hacer una vez superase la charla con su prior. Las opciones que tenía no eran muchas; quedarse en la cartuja era una, pero le tentaba demasiado lo contrario.

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