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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (44 page)

BOOK: El jinete del silencio
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La responsabilidad de ese cargo consistía en comunicar y acordar decisiones desde los distintos Consejos al Rey, y de este a los consejeros, participando activamente en ellas. Era una posición que solía recaer en un representante de la alta nobleza, alguien que ya formase parte del Consejo de Castilla, Aragón, Inquisición, Cruzadas, Órdenes e Indias, o el de Hacienda, pero Luis sabía que también se podía llegar de otra manera.

Sin duda alguna, ser secretario del Emperador significaba poder, el mayor poder para alguien que no tuviese sangre real, y eso era lo que más deseaba.

Luis era consciente de su modesto origen, no poseía títulos nobiliarios pero sí cabeza, pocos escrúpulos, y habilidad suficiente para organizar complejos negocios que le estaban haciendo ganar mucho dinero. Después de conocer a centenares de cortesanos, a la familia real, a advenedizos varios, y a otra suerte de personajes ubicados en las cercanías de la autoridad, había llegado a la conclusión de que el dinero lo podía todo.

Con dinero, con mucho dinero podría saltarse bastantes pasos en su escalada hacia la secretaría. Si quería conseguir ser una opción en la mente del César, no había mejor medio que poner a su disposición esos recursos de los que estaba siempre necesitado. De conseguir cerrar con éxito su novedosa estrategia, donde el mar, el oro, la codicia y el engaño iban a ser los instrumentos clave en su orquestación, amasaría tal fortuna que en tan solo dos o tres años tendría el dinero necesario para alcanzar aquel cargo.

Sobre el puente de mando de aquella carabela, con el viento de cara, cerró los ojos y se imaginó frente al Rey, recibiendo el nombramiento de gran caballero de la Orden del Toisón de Oro, título asociado al de secretario del Emperador, y se sintió grande, poderoso, admirado. Casi podía notar sobre sus hombros el peso del preciado collar, y percibir el beso de la mujer que lo acompañaría en sus nuevos destinos.

Expresó sus pensamientos en voz alta.

—Mi querida Laura, tú no estarías nunca a la altura de tan altos vuelos… Ahora necesito a una mujer mucho más capacitada… —Pensó en Christine de Habsburgo, a quien había conocido, y cortejaba desde entonces, en su última estancia en Viena. La joven poseía una comentadísima belleza y era una de las solteras mejor relacionadas dentro de la corte del Emperador y muchísimo más poderosa que su mujer. La familia y los apellidos de Laura eran importantes e influyentes en Jerez y su comarca, pero los de Christine lo eran en media Europa.

La deseó, soñó con volver a tenerla entre sus brazos, recibir un nuevo beso…

Christine residía en Génova la mayor parte del año, y ese iba a ser su próximo destino una vez realizara una corta estancia en Jerez, donde, antes de pretender el corazón de la Habsburgo, tenía que resolver su actual matrimonio.

En tan solo dos semanas llegaría a Sanlúcar.

La magnitud de los acontecimientos futuros hacía que todo empezase de nuevo para él. Ahora se iniciaba un tiempo en el que debía despejar los rastros de su pasado, las marcas de lo que hasta ahora había sido y tenido, para empezar mucho más arriba.

Pensó en aquel pertinaz guarda de la Saca con la esperanza de que no volviera a molestarlo más. A pesar de no haber podido comprobar su muerte debido a la aparición de un inoportuno individuo en la playa, había pedido a Hugo de Casina que impidiese su salida de la isla y su socio se comprometió a ello.

* * *

La sombra de una terrible enfermedad se cernía desde hacía dos semanas sobre la isla, y empezó a sentirse también en la Bruma Negra con la coincidencia de la llegada de una última remesa de esclavos africanos. El miedo se empezó a apoderar de todos los habitantes de Jamaica a pesar de no haberse declarado todavía la emergencia. El recuerdo de anteriores plagas y sus terribles consecuencias sobre la población hacía temblar a todos.

Los síntomas consistían en fuertes dolores de cabeza y fiebres muy altas.

La primera que manifestó en la plantación esas mismas molestias, junto con otros signos en boca y lengua, fue una joven de menos de trece años que había llegado entre los doce nuevos esclavos.

—Mi señor, la chica de la que os hablé, la de antes de ayer, está mucho peor… ¿Qué hacemos con ella?

Blasco frenó su caballo y pidió al encargado del barracón de mujeres que lo llevara a verla. Si se confirmaba en esa mujer lo que ya sospechaba, la situación podía ponerse muy fea. El hombre azuzó a la mula para adelantar a su patrón, pero no lo consiguió, cuando llegó su amo ya había entrado.

Blasco se llevó un pañuelo a la boca y con una larga vara de madera forzó a la chica a abrir la suya para verle las pupas. La esclava, presa de temblores por la alta fiebre, no se quedaba quieta, lo miraba con ojos enrojecidos y apenas se atrevía a pronunciar palabra.

—¡Perra, deja de moverte, no consigo ver nada!

La joven logró controlar sus temblores y le enseñó la lengua. Cuando Blasco vio aquello se quedó espantado.

—¿Alguna más tiene lo que esta? —Se dirigió al resto de las mujeres que lo miraban llenas de prevención. Bajaron la cabeza sin hablar, asustadas.

Blasco se anudó el pañuelo, dejándose tapadas nariz y boca, y se dirigió a ellas en tono firme.

—Debéis decírmelo de inmediato. A quien no lo haga la mato aquí mismo. —El capataz iba traduciéndoles a las africanas lo que Blasco decía.

Otra de las más jóvenes, procedente también del último envío, levantó la mano y sacó la lengua. Blasco observó las mismas manchas rojas, que en su caso ya eran llagas. Con verdadero pavor se separó de forma brusca de ella y se dirigió a su encargado en voz baja.

—Os mandaré ayuda, pero de momento no permitáis que salga ninguna de este pabellón. ¡Si lo intentasen, matadlas!

—Pero señor, ¿qué habéis visto?

Blasco, a punto de abandonar el barracón, se volvió a su encargado dudando qué decir.

—¡Acabo de ver abiertas las puertas del infierno!

La noticia corrió con tanta virulencia como las llamas quemaron el barracón con las diez mujeres dentro. Blasco lo había ordenado al constatar la infección de viruela en las dos mujeres. Dado el enorme poder de contagio de aquella enfermedad, no podía tomar otra decisión.

Una enorme humareda de muerte y horror ascendía al cielo ante la indignada expectación de medio centenar de esclavos, todos ellos arremolinados alrededor del barracón. Blasco aprovechó el momento para que cuatro de sus sirvientes fueran viéndolos uno a uno, por si aparecían nuevos afectados. No estaba siendo sensible al efecto que el fuego y los gritos de las muchachas estaban provocando en el ánimo del resto de los esclavos, y por eso no se percató de la oleada de ira que empezó a recorrer sus rostros. Su único objetivo era encontrar pústulas o enrojecimientos por sus bocas, cuellos, cara… Blasco estaba en otros pensamientos.

Tan solo unas décadas atrás la viruela había acabado con más población en Jamaica y en el resto de las islas que la peor de las guerras, hasta dejar algunas áreas diezmadas.

Blasco no tenía duda alguna sobre qué estaba produciendo la enfermedad, pero sí sobre qué decisión debía tomar; sacrificar de un golpe a todos los esclavos y con ellos a todo el que presentase un solo síntoma, incluyendo a sus sirvientes, o actuar nada más con los que estaban enfermos…

En ambos casos la pérdida económica sería brutal, y además él mismo estaba en riesgo de verse contagiado.

La tensión en el ambiente llegó hasta el extremo cuando de forma inesperada apareció una de las esclavas envuelta en llamas, chillando de una manera tan terrible que heló el corazón de todos los presentes. Había conseguido salir del barracón por una de las paredes derrumbadas, y después de dar varios traspiés, sin ver a dónde iba, terminó cayéndose al suelo entre violentos espasmos. Algunos esclavos corrieron hasta ella y con sus propios cuerpos intentaron apagar el fuego que la consumía, pero ya era demasiado tarde.

El horror de la situación avivó la conciencia de todos, y no solo la conciencia.

Primero fue un varón de mediana edad quien tomó una gran piedra y le abrió la cabeza a uno de los sirvientes. Blasco vio el suceso y corrió hacia él gritándole encolerizado. La reacción del primero pareció despertar a los demás esclavos como de un viejo ensueño. En pocos segundos fueron otros los que siguieron su iniciativa y empezaron a ajusticiar al resto de los empleados. Blasco quedó encerrado en un círculo de hombres en un instante, y empezó a temerse lo peor ante sus nulas posibilidades de escapatoria.

Fue a echar mano de su daga pero no la encontró. Desarmado y sin ningún ayudante ya vivo, lo único que se le ocurrió fue intentar tranquilizarlos.

—No ha quedado otro remedio, estaban enfermas…

Las miradas oscuras y los rostros afilados a los que se enfrentaba no entendían de palabras, solo escuchaban a su instinto de venganza, a una infinita sed de sangre consecuencia del inmenso dolor acumulado y de la crueldad que habían padecido sus cuerpos y almas durante meses, después de haber sido tratados peor que animales.

Blasco se protegió con la fusta y pidió ayuda, pero nadie podía escucharlo.

Un rumor, como una pesada canción, empezó a surgir de las gargantas de sus verdugos a medida que se acercaban a él. Parecía como el eco de una vieja plegaria cargada de gravedad y sentimiento. No les importó recibir sobre sus carnes los azotes de la fusta que Blasco lanzaba por doquier.

El primero que agarró a Blasco lo hizo por el cuello. En una rápida reacción le mordió una oreja con tanto odio que le arrancó un trozo. Otro le destrozó el chaleco de un solo tirón, y entre varios lo tumbaron sobre el suelo. Decenas de manos secas y agrietadas recorrieron su cuerpo hasta dejarlo desnudo. Blasco no habló, solo los miraba a los ojos para averiguar qué había detrás de sus deseos, de las expresiones de unos seres a los que despreciaba. Sabía que iba a llegar su final, pero de acuerdo a su manera de pensar, en realidad entendió lo que hacían.

Sirviéndose de piedras afiladas y cuchillos, empezaron a cortarle la piel entre gritos de júbilo. Uno le seccionó un dedo, lo levantó al aire como señal de triunfo y le dio un nombre, tal vez el de su hija, o quizá el de su mujer, a quien un día Blasco seguramente habría mutilado.

El hacendado aguantaba su martirio sin gritar, conteniéndose, sin apenas respirar, consciente de que su honor tenía que quedar por encima de todo. Se propuso morir con dignidad, y así hizo hasta que su cuerpo fue troceado por completo. Los restos fueron luego dispersados a distancia, como si de ese modo les fuese imposible a los dioses recomponer nunca más a aquel monstruo.

Cuando aquella multitud de hombres y mujeres, verdugos anónimos de Blasco, vieron el resultado de su ira, sintieron por primera vez la caricia de la libertad. Habían obedecido a la voz de sus propias conciencias, al grito de su sangre tantas veces derramada, habían hecho justicia a los suyos, atendido al clamor de un pueblo mancillado y vengado las muchas atrocidades que sus ojos habían visto a lo largo de los años presos en la Bruma Negra.

Desde el interior de sus almas y empujados por el anhelo de ver barrido de la faz de la tierra para siempre ese maldito lugar, brotó con naturalidad una palabra que se extendió con inusitada rapidez: fuego.

Unos pocos hombres corrieron hasta lo que quedaba del barracón y se hicieron con algunas teas ardiendo. Prendieron el resto de los barracones con ellas, otros corrieron hacia el lagar, los almacenes, y el mayor grupo lo hizo hacia la casa.

Al verlos venir, los sirvientes de la mansión salieron a su paso para saber qué ocurría, pero solo alguno pudo huir antes de ser aplastado por la enfervorizada masa.

—Mi señora, tiene que salir corriendo… —La dama de compañía acababa de entrar en la húmeda celda donde Carmen permanecía encerrada desde hacía una semana. Llevaba el gesto roto y unas llaves que encontró para suerte de la mujer.

—¿Cómo? —Carmen apenas pudo verla, acostumbrada a la oscuridad. Estaba tumbada, medio adormilada, como se pasaba casi todo el día.

La chica, una mulata con ojos saltones y manos recias, la levantó con decisión y tiró de ella para salir cuanto antes del lugar. Las llamas empezaban a prender la vivienda y pronto las alcanzarían de lleno.

Carmen tropezaba a cada paso, con la agitación de quien ha vivido las dos últimas semanas, o tal vez fueran tres, sin que sucediera nada a su alrededor, con una pérdida de referencia completa, sin apenas haber comido ni bebido.

En un estado de extrema debilidad pensó en Volker.

—Hemos de abrirle… —Ya en el pasillo se detuvo, decidida a no dejarse llevar por la chica.

—¿De qué me habláis? No podemos perder más tiempo. Los esclavos se han vuelto locos. Creedme, nos matarán a todos.

—No. ¡Espera! Hemos de ayudarlo. —Se dirigió hacia el otro lado del pasillo y fue a la puerta contigua a la suya—. ¡Ábrela!

La chica no tenía otra llave e insistió en la premura. Carmen la agarró por los brazos y ordenó que fuera a buscar la otra llave donde había encontrado la suya.

—Señora, no. Hemos de irnos…

Se escucharon voces por encima de sus cabezas, gritos hinchados de locura y rabia.

Al oírlos, la dama de compañía se sintió tan amenazada que decidió que había hecho más de lo necesario por su señora. Trató de deshacerse de ella, pero Carmen se percató de sus intenciones y se mantuvo firme.

—¿A dónde pretendes ir?

—Dejadme en paz. ¡Quiero salir!

—No. Vas a subir y buscarás la maldita llave y también a alguien que nos ayude a salir de aquí. Me temo que mi amigo va a estar demasiado débil para poder caminar sin apoyo y yo no puedo…

La chica dudó qué hacer, pero terminó apiadándose de aquella mujer, que siempre le había parecido buena, y prometió volver con alguien.

Carmen se sentó en el suelo y buscó la puerta de Volker, apoyó su espalda en ella y suspiró agotada. Tantos días de encierro, de miedo, de impotencia afloraron de repente y le brotó un llanto desconsolado.

—¿Carmen? —la voz de Volker despertó sus esperanzas.

—Sí, soy yo. Se está quemando la casa y hemos de irnos. Pero no tenemos todavía la llave de tu puerta, han ido a buscarla. —El hecho de saber que estaba vivo hizo que recuperara fuerzas. Se puso a estudiar la cerradura.

—Busca algo con lo que hacer palanca por si no encontrasen la llave. —Volker se acercó lo que pudo hasta la puerta. Le temblaban las piernas y apenas se podía tener en pie.

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