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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (48 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Pensó con rapidez con qué otro enfermo lo encerraría. El primero que le vino a la cabeza fue Sancho Roma, un residente que llevaba toda la vida en la institución y parecía compartir con el muchacho ciertas percepciones equívocas; a ambos les daban ataques de ansiedad, el último de Yago lo había presenciado hacía pocas horas, y también tenían momentos de profundo aislamiento. Decidió que podrían llevarse bien.

—Bueno, ahora vendrán a por ti y te harán una exhaustiva inspección, necesaria para poder ingresar definitivamente en esta casa.

En ese justo momento alguien golpeó la puerta con decisión y entró uno de los enfermeros, un hombre encorvado pero de recia hechura. Iba vestido como un ermitaño y de tan poco comer estaba más seco que una pasa.

—Florencio, llévate al nuevo y haces con él lo de siempre.

El recién llegado fue a por Yago, quien se resistió en un primer momento, todavía dolorido a causa de la fusta, pero el efecto de los fuertes y afilados dedos del ayudante sobre sus brazos consiguió que terminara obedeciendo.

Lo siguió con la cabeza gacha, y una vez en el pasillo y a solas, escuchó su primer consejo.

—Como bien has oído, me llamo Florencio, pero te advierto desde hoy que conmigo has de tener mucho cuidado… ¡Odio a los locos!

V

Luis Espinosa sabía cómo hacer perder la cabeza a una mujer cuando se encontraba entre sus brazos, y más aún a Christine. Aunque nacida en Viena, la sangre genovesa de su madre despertaba en la aristócrata una pasión arrebatadora y un ardor más propios del Mediterráneo, de los que solo sus sábanas y Luis eran testigos.

La tarde caía plomiza, fría y húmeda, fuera de aquel palacio del banquero Masso, tío de Christine. Lo que en la calle resultaba inhóspito no lo era para unos amantes que aprovechaban la ausencia de los tíos para recorrer sus cuerpos sin ninguna medida.

Ella, sentada sobre Luis, se retiró la melena de la cara volcándola hacia un lado y lo miró a los ojos embelesada.

—Nunca imaginé que pudiera amar a alguien tanto como a ti… —lo besó en los labios.

Luis recorrió su espalda con suavidad mientras terminaba de pensar cómo iba a abordar la importante conversación que esa misma noche tendría con su tío, en el transcurso de una cena donde además anunciarían su compromiso.

—Esta noche se lo explicaremos, pero hemos de esperar a que se apruebe antes mi nulidad para poder decidir el día de nuestra boda e ir a conocer a tus padres. Tan solo ha pasado un mes desde que la solicité y aunque sé que va a ser rápido, no es prudente dar fechas todavía.

Ella se abrazó a él con tanta fuerza que parecía querer retenerlo para siempre.

—Me da igual cuando sea, no hay vínculo más sólido que lo que sentimos el uno por el otro… —Christine rodó por la enorme cama y se quedó boca arriba, por encima de las sábanas. Se llevó las manos a la cabeza y gritó con fuerza para liberar la tensión que le agarrotaba—. ¡Te quiero con locura! —Se envolvió de nuevo en él y lo besó con ardor en los labios.

—Me tienes atrapado, Christine.

Ella lo estudió con sus grandes ojos castaños, sin apenas parpadear, con la intención de buscar el origen de sus misterios, de sus secretos.

—Eres un sinvergüenza. —Le golpeó el pecho con los puños—. Sabes que te has ganado a mis tíos. A mi madre le pasará lo mismo cuando te conozca, eres un encanto; sabes cómo tratarme para que siempre me sienta importante. Eres único… —Le pidió al oído que la abrazara una vez más, muy fuerte y le susurró—: ¿Sabes que los sinvergüenzas me pierden?

Él la retuvo entre sus brazos, besándola por el cuello, en la frente, por las mejillas, con el deseo de absorber todo su perfume.

—Tenemos poco tiempo si quiero llegar arreglado a la cena… —calculó Luis al escuchar las cinco campanadas de algún reloj—. Debería irme ahora y volver más tarde, para que no piensen mal… —le susurró al oído.

—Tiempo, odioso tiempo. —Ella cerró los ojos y le rogó que la amara una vez más antes de irse.

* * *

Horas después, el salón del palacio Masso acogía al capitán de la Guardia Real del emperador Carlos, quien atendía a las explicaciones de su anfitrión, Enrico. Apoyados en el alfeizar de un ventanal, observaban el intenso tráfico del puerto de Génova, uno de los más importantes del Mediterráneo.

—Cada día amarran más de doscientos barcos de diferente calado y con las más variadas mercancías. Pero si hay algo que los une es que todos nos necesitan. Bien para arrendar el flete, bien para que les adelantemos el pago de la mercancía que llevan o para asegurarla, o bien para cambiar la moneda que han cobrado en los puertos de destino.

—Los banqueros seréis muy pronto los nuevos monarcas. No os tratarán con el apelativo de rey ni de príncipe, pero lo seréis de facto. —Chocó su copa de vino pensando que era demasiado pronto para abordar el difícil asunto del que quería hacerlo partícipe.

Cierto era que, a pesar de lo poco que se habían visto, desde muy pronto se había establecido entre ellos una enorme afinidad. Sus charlas habían sido siempre interesantes; les habían reunido horas y horas, y los temas tratados abarcaron todos los asuntos posibles; política, negocios, caballos y mujeres.

—Exageras un poco, estimado Luis.

—En absoluto, y verás como tengo razón. Los Spinola, la banca Ravaschieri, la Imperiale o la tuya, no tendréis su sangre, ni el poder os vendrá heredado como a ellos, es verdad, pero sí su dinero.

Enrico se rio con ganas y su abultada barriga vibró al mismo ritmo.

—También tú sabes cómo ganar dinero… —lo animó a sentarse a la mesa frente a su mujer, Elisabetta, la tía de Christine, quien pensaba que no había mejor marido para su sobrina que ese apuesto hombre.

Le sirvió una copa de un vino de rotundo color y sabor, de las colinas de Chianti, dándole algunos detalles sobre su origen y virtudes. Luis retuvo el sabor del caldo contra el velo de su paladar unos segundos y chasqueó la lengua en señal de aprobación; tenía razón, era excelente. Miró a su amada con picardía. Al limpiarse la boca todavía notó el perfume de su piel en las manos. Las olfateó con indiscreción, para que ella se diera cuenta de su intención. Christine tembló de placer recordándole dueño de su cuerpo pocas horas antes.

—Hermosísimo el último caballo que me regalasteis en vuestro anterior viaje —comentó Elisabetta—. Lo hemos cruzado con una yegua del duque de Ferrara, que como sabéis posee una de las mejores sangres en Europa; veremos qué sale de esa mezcla de animales. Os aseguro que llama la atención por donde pasa, y es tan blanco que resulta casi imposible encontrar en él un solo pelo negro. Y además, esas crines tan rizadas y largas que tiene… —Se secó los labios con una servilleta—. Hemos oído que vais a traer vuestra yeguada a Génova, ¿es cierto?

—Tengo planeado instalarme por estas tierras, sí. Por tanto, son buenas las noticias que tenéis… De hecho, busco un palacio que pudiera cubrir mis futuras necesidades —Miró a Christine con una sonrisa que todos supieron interpretar—. Y además pretendo traer los animales conmigo para seguir con su selección aquí.

Comentó lo difícil que resultaba mover caballos fuera de España por las limitaciones que el Emperador estaba poniendo a la exportación y en general a la saca de las mejores castas de sus tierras.

—No creo que en vuestro caso tengáis demasiados problemas, dada la estrecha relación que os une al César.

—Sería lo lógico, pero no creáis, en esos asuntos como en tantos otros, a veces hay que bordear la ley, no hacer caso de ella o incluso saltársela para conseguir avanzar. No sé si me explico…

Luis hizo el comentario de una forma deliberada, quería ver cómo reaccionaba su anfitrión antes de entrar en temas más delicados, o quizá para evitarlos.

—Si yo te contara lo que a veces hemos de hacer los banqueros, las pequeñas trampas en las que nos tenemos que meter… —enfatizó el tono de su voz—, y todo por conseguir que ciertos asuntos puedan salir adelante. —Con una sola mirada le transmitió lo que Luis necesitaba—. Pero quien está en el mundo de los negocios ya lo sabe, como te ocurre a ti, Luis. Todos asumimos que la práctica del despiste, por llamarla de una manera simbólica, es bastante común.

—Te entiendo. A veces hay que mirar, pero hacer que no ves… Tal vez te tenga que pedir algo así…

Enrico dejó el cuchillo a un lado del plato, abandonó el pavo que estaba comiendo y fijó su mirada en su invitado. Intuyó que estaba a punto de contar algo importante y lo animó a hablar sin miedo.

—No se te escapa nada. —Sonrió Luis.

Se limpió los labios con una servilleta, la colocó doblada sobre la mesa y habló con franqueza.

—Quiero contratar en tu banca seguros de mercancía para todos mis transportes en barco.

—Una excelente noticia. Eso está hecho, sin problema alguno, pero me da la impresión de que no es eso lo único que necesitas. Hay algo más, ¿no es así?

—Lo hay, pero si te parece, lo hablamos después. No aburramos más a nuestras dos mujeres.

Enrico se sonrió. Aquello empezaba a gustarle.

Conociéndolo, imaginaba que la propuesta que le iba a hacer no sería del todo convencional, pero en ese tipo de actividades era donde de verdad se ganaba dinero, y a él le gustaba el dinero, y mucho.

Christine aprovechó el momento para hablar de ellos, de cuáles iban a ser sus planes de futuro, derrochando en todo momento una gran emoción en sus palabras. Sus tíos la veían tan enamorada de Luis, contagiaba tanta felicidad que suspiraron satisfechos, y a su manera bendijeron la relación, a pesar de los quince años de diferencia de edad, y a pesar de no saber casi nada de él.

Poco tiempo después y una vez en un salón presidido por una monumental chimenea, ya solos, mientras Enrico le servía ahora una copa de un intenso y aromático licor, recuperaron el asunto que había quedado inacabado.

—Te aseguro la mercancía, hasta ahí bien. Pero ¿qué más necesitas entonces?

Luis creyó que había llegado el momento de lanzarle la atrevida propuesta. Se relajó, y con ayuda de un razonable argumento le introdujo en el tema.

—Si tuviese que vender algo de oro por razones personales, ¿a quién me recomiendas que acuda para obtener un precio justo?

A Enrico aquello le extrañó, pero le siguió el juego.

—Hay un judío en la ciudad que tiene fama de ser el que mejor paga. Ahora no recuerdo el nombre, pero descuida, que te lo conseguiré. —Miró de reojo a su invitado sin entender la escasa enjundia de la pregunta—. ¿Eso es todo lo que necesitas saber?

Luis sonrió sabiendo que su propuesta no había hecho más que empezar…

—¿Y si la procedencia de ese oro no fuera, digamos, muy bendecible? —Su mueca ahora reflejaba una intención muy diferente.

Enrico cambió de postura en el sillón y se rio. Aquello empezaba a sonarle mejor; veía que sorteaba caminos, cada vez menos rectos, quizá para llegar a un punto seguramente mucho más interesante.

—Supongo que también lo aceptaría sin preguntar demasiado… —contestó sin poner demasiado énfasis.

—¿Y si el oro que he de cambiar tuviera un valor de unos tres millones de ducados?

—Por Dios bendito. —El licor se le atragantó y a punto estuvo de ahogarse.

Luis le ayudó a superar el trance con unas palmadas en la espalda.

—¿He escuchado bien la cifra?

—Del todo —contestó Luis.

Enrico empezó a sudar. No quería preguntar más, no debía preguntar nada más: dedujo que una cantidad de oro como esa no podía proceder de muchos sitios. Miró a Luis con una cierta aprensión pero a la vez con envidia. Definitivamente, le parecía un tipo interesante, muy atrevido, ambicioso pero con clase, con una elegancia para los negocios que muy pocos de los granujas que había conocido poseían.

—En ese caso me haría cargo en persona. Tengo los medios para transformarlo en moneda, aunque me llevaría algo de tiempo, correr bastantes riesgos y unos gastos elevados…

Luis chocó su copa con la de Enrico, se la bebió de un trago y le preguntó si podía contar con él sin reparos.

—Luis, ¿puedo preguntarte una cosa muy importante antes de dar a conocer mi decisión? Debes entender que eres el pretendiente de mi sobrina y he de estar seguro de con quién se va a casar…

—Pregunta.

—¿Para qué lo haces?

Luis supo que tenía que decirle la verdad.

—La secretaría del Emperador… —apuntó con rotundidad—. Esa posición no es nada barata…

Enrico suspiró tranquilo. Acababa de ratificarle que se trataba de un asunto de poder, y en ese caso todavía le interesaba más.

—¿Iremos a la mitad?

A Luis le pareció excesivo, pero con su fino estilo no contestó de inmediato. Se sintió satisfecho por la respuesta que de momento le había dado. Si cerraba el trato, era consciente de que su vida cambiaría de golpe. Conseguiría una enorme cantidad de dinero, viviría en unas prometedoras tierras, se casaría con una mujer hermosa que iba a permitirle acceder a personas de gran influencia sobre el Emperador. Nombres que necesitaría para ver amparada luego su candidatura, y tendría un socio que se movía como nadie entre los banqueros más importantes de Europa, cuyo poderío económico empezaba a ser muy superior al de un reino. Si conseguía su participación, su sueño estaría muy cerca de conseguirse.

—Una cuarta parte sería lo justo, pero como vais a ofrecerme la mano de vuestra sobrina, y pronto seremos familia, estoy de acuerdo con daros una tercera…

VI

Carmen y Volker tardaron bastante tiempo en recuperarse del incendio, del terror de su prisión, y del infierno que Blasco había creado a su alrededor.

Las muchas heridas de él y la extrema debilidad de ambos requirieron varias semanas de descanso hasta verse con fuerzas para plantearse otro destino.

De la mansión no habían quedado en pie más que las dos chimeneas de la cocina y un muro de piedra. Pudieron instalarse en una modesta casa, próxima a los barracones de los esclavos, que había servido de almacén y vivienda de sus vigilantes. Al menos en ella encontraron cama y algo de comida.

Los esclavos habían huido de la plantación el mismo día de la muerte de Blasco para evitar ser ajusticiados, con una sed de libertad que solamente se vería saciada en unas cumbres donde alguien dijo que había un lugar para ellos, cerca de la cima de la montaña azul.

Las tormentas en la isla siempre eran temibles, pero la de aquel día, cuando tan solo habían pasado tres semanas del incendio, dejó de ser una más para convertirse en la peor tempestad.

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