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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (18 page)

BOOK: El jinete polaco
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Pero él nunca hablaba de eso, y cuando pienso en todas las voces que han modelado mi imaginación noto entre ellas la ausencia de la suya y no soy capaz de intuir cómo sonaba, lenta, supongo, muy suave, dice mi madre, hablaba tan bajo que era muy difícil entenderlo, con el mismo sigilo con que se movía o se quedaba tan quieto durante muchas horas que era posible olvidar que aún estaba allí, sentado en el escalón de la puerta, con las manos enlazadas sobre las rodillas, con una brizna de paja o de hierba entre los labios, y esa mirada lejana que se ve en la foto de Ramiro Retratista y que oculta su memoria tan definitivamente como mientras vivía la ocultó su silencio: dormitorios lóbregos en un orfelinato, amaneceres de desconsuelo infantil, agua fría en la cara, manos frías de monjas y rumores de tocas, hace más de un siglo, en un tiempo sin huellas que sin embargo extiende sus hilos desde la oscuridad para llegar a mí y es una parte en la urdimbre de mi vida, el hombre y la mujer que lo adoptaron cuando tenía cinco o seis años y a los que llamó siempre sus padres, incluso cuando alguien vino a decirle que si quería conocer a su verdadera familia heredaría mucho dinero y no tendría que seguir trabajando a jornal en el campo: imagino la expresión de su cara y el modo en que miraron sus ojos al emisario, primero sin responder nada, sin creer del todo lo que estaba escuchando, luego ladearía un poco la cabeza, miraría al suelo, con un gesto tal vez parecido al que tiene en la única foto que le hicieron en su vida, y diría muy suavemente: «A mi familia ya la conozco. Los que me abandonaron no son nada mío.»

Le digo esas palabras a Nadia y mi voz es una resonancia de la voz nunca escuchada de mi bisabuelo Pedro y de la de mi madre, que tal vez las había aprendido de la suya, o de mi abuelo Manuel, tan aficionado a las frases sonoras. Igual que cuando estoy en una cabina de traducción, mi voz es un eco y una sombra de otras que me hablan al oído: pero ésta, tan remota, no se pierde ni se deshace en el vacío y en la confusión de las palabras, perdura entre ellas con un brillo de metal, con el calor de un ascua todavía ardiendo bajo las cenizas. Eso queda de la vida entera de un hombre, su cara en una foto que él no hubiera permitido que le hicieran y unas pocas palabras dichas en voz baja que decidieron irrevocablemente su porvenir. No sólo eso: también la silenciosa bondad y el tranquilo coraje, el modo en que se quedaba mirando a su nieta y la llamaba con un gesto de la mano y le acariciaba el pelo y la cara, y una fiera determinación de callar cuando se abatió sobre él el doble cataclismo de la vejez y de la guerra. En la casa de al lado, la del rincón, donde vivió el ciego González, había vivido siempre el único amigo de mi bisabuelo Pedro, que combatió en Cuba junto a él y fue fusilado sin explicación a los pocos días de que entraran en Mágina las tropas, cuando mi abuelo Manuel ya estaba preso. En los demorados atardeceres de abril y de mayo, cuando dejaban de oírse los chillidos de las golondrinas y los vencejos cruzaban como aviadores suicidas entre las gárgolas de la Casa de las Torres, el viejo que venía del campo con su saco de hierba se paraba junto a mi bisabuelo y se limpiaba la frente con un pañuelo sucio antes de decirle: «Pedro, ya sólo quedamos dos y don Mercurio.» Una tarde, cuando ya tenía diecisiete años, mi madre logró entender por fin el significado de esas palabras monótonas, viendo aparecer al viejo en la esquina de la plaza al mismo tiempo que escuchaba el toque de difuntos en las campanas de Santa María. El hombre dejó el saco en el suelo, más fatigado y con los ojos más enrojecidos que nunca, hizo un gesto en la dirección de donde venían las campanadas y dijo: «Pedro, doblan por don Mercurio. Ya no quedamos más que tú y yo. Te acuerdas, si no llega a ser por él nos come la fiebre en aquellos pantanos»: aquel hombre dedicaba los últimos años de su vida a llevar la cuenta de los supervivientes de la guerra de Cuba que iban muriéndose en Mágina, y tal vez cuando supo que don Mercurio, que los había asistido en un hospital de La Habana, acababa de morir, miró a mi bisabuelo Pedro con una insoportable sensación de soledad, porque ya eran dos extraños en el mundo de los vivos y la próxima vez que llegara la muerte para reanudar el exterminio de la quinta del noventa y cuatro tendría que elegir a uno de los dos.

Dice mi madre que una tarde aquel hombre no apareció: desde que comprendió el vínculo que lo unía a la vida de su abuelo ella empezó a espiar en secreto su llegada, temiendo no verlo, y si estaba en las habitaciones altas de la casa se asomaba de vez en cuando a uno de los balcones en busca de su figura encorvada, o bajaba al portal y con cualquier pretexto permanecía cerca de su abuelo mientras el sol aún brillaba en las veletas de la Casa de las Torres y envolvía a las gárgolas en una luz rojiza, y al principio, los primeros días de su desaparición, quiso pensar que aquel hombre tal vez habría variado su camino, o que estaba enfermo, y más de una tarde, en la distancia y en la claridad confusa, lo confundió con otro, pero aunque ni ella ni su abuelo se dijeron nada un día se cruzaron sus ojos cuando él se levantó del escalón y entró despacio en el portal oscurecido y los dos supieron lo que estaban pensando, y desde entonces Pedro Expósito no volvió a salirse a la puerta para tomar el sol y casi dejó de hablar hasta con su perro. Fue entonces cuando mi madre empezó poco a poco a aceptar con lucidez y cobardía la posibilidad inconcebible de que su abuelo no tardaría mucho en morir, que desaparecería imperceptiblemente del mundo, del escalón donde se sentaba, del corral, de su silla de anea junto al fuego, igual que ese hombre había desaparecido sin rastro de una cierta hora de la tarde y de una esquina de la plaza de San Lorenzo. Y notaba con remordimiento que ya había empezado a alejarse de él por una ley despiadada que separa sin remedio a los vivos de los muertos igual que a los enfermos de los sanos y traza entre ellos una frontera invisible que ni el amor ni la compasión ni la culpa pueden quebrantar. Él la miraba ya desde el otro lado de ese límite, con una pudorosa expresión de piedad y renuncia, imaginando tal vez como recuerdo doloroso y futuro el rápido final de su adolescencia y su ingreso en la vida definitivamente cruel de las mujeres y los hombres adultos: adivinaba mirándola su timidez y su terror, el disgusto que le producía verse en los espejos, su incapacidad de no sufrir y de atreverse a desear lo que hubiera merecido. Habría querido protegerla como cuando era una niña y se cobijada entre sus rodillas, pero tampoco había sabido o podido proteger a su hija Leonor, y había padecido como una lenta humillación el desgaste de su belleza y de su juventud, aniquiladas por los partos continuos, el trabajo sin recompensa ni alivio y la brutalidad y la sinrazón de mi abuelo Manuel, a quien una vez le dijo: «Estás matando a mi hija con cuchillo de palo.» Ahora miraba a su nieta y veía repetirse en ella la cara predestinada de una víctima, pero estaba tan fatigado ya de la monotonía del dolor que sólo deseaba perentoriamente morir.

Cuando mi padre llegara de visita las primeras veces lo examinaría en silencio como a un probable enemigo: un muchacho muy serio, que la había rondado preceptivamente durante varios meses sin dirigirle la palabra, que se había detenido todas las noches debajo de su balcón y le enviaba cartas copiadas sin duda del mismo manual de donde las había copiado treinta años antes mi abuelo, no por falsedad ni por amor a la literatura sino porque era eso exactamente lo que había que hacer. Cuándo se conocieron, cuándo detuvo él por primera vez sus ojos en ella, por qué la eligió: grupos de muchachas tomadas del brazo paseando por el Real y por la calle Nueva las tardes de domingo, yendo con velos blancos a la misa de Santa María, volviendo a casa antes de que se hiciera de noche, desalentadas, con los pies doloridos por los zapatos de tacón, cubriéndose la boca con la mano cuando se reían. Para ella, que no salía casi nunca, subir a la plaza del General Orduña y a la calle Nueva sería como visitar otro mundo más parecido al cine que a la realidad, un vértigo de aventura y de promesas relucientes y amargas que no iban a cumplirse. La melena rizada, con la raya a la izquierda, un lazo o una flor de trapo en el pelo, la sonrisa insegura de quien aprieta los labios para que no se le vean los dientes, esa cara a la que dicen que se parece tanto la mía. Nadia mira la foto y sonríe al compararla en silencio conmigo. Las cejas, dice, la barbilla, los ojos, la negrura del pelo. Le gusta reconocer los rasgos que ama en alguien que no soy yo: igual que la memoria y que las palabras que decimos, tampoco nuestras caras nos pertenecen del todo. Lo entiendo ahora, cuando veo la mirada y los pómulos de Nadia en una foto de su padre, cuando reconozco una sombra o un rastro de su identidad en esas fotos de su hijo que hay repartidas con un cierto aire engañoso de azar por las habitaciones de la casa.

Pero estoy seguro de que ella nunca había pensado que un hombre pudiera elegirla: el amor era algo que les ocurría a otras mujeres, a las primeras muchachas de la vecindad que encontraron novio y dejaron de salir para siempre con sus amigas, a las mujeres de las canciones y de las novelas de la radio cuyos nombres decía el locutor en los programas de discos dedicados, el día de San Valentín. Postales con corazones atravesados por flechas y nubes de color rosa donde se tendían como en un colchón amorcillos que guiñaban un ojo, rimas en cursiva, galanes de pelo planchado y bigote de pincel que se arrodillaban ante señoritas como de otro siglo en pérgolas muy parecidas a las que se veían en los jardines pintados de Ramiro Retratista. Conversaciones en voz baja y risas sofocadas durante las clases de costura, en la cola de la fuente o en las cuadrillas de aceituneras, miedo y vergüenza y deseo humillado en la amenazadora penumbra de los confesonarios, junto a una celosía donde murmura penitencias una voz que no parece del todo masculina. Por la noche, antes de acostarse, cuando ya estaban apagadas todas las luces de la casa y sólo se oía el rumor de los animales en la cuadra, se acercaba temblando al balcón de su dormitorio y entreabría cautelosamente un postigo para ver aquella silueta inmóvil en la plaza, su sombra diagonal bajo la luz de la bombilla de la esquina, la lumbre del cigarro. Había escuchado sus pasos cuando bajaba por la calle del Pozo, había sabido con una temerosa incredulidad que era él, lo conocía de vista, era hijo de un hortelano y vivía cerca de allí, en la calle Chirinos, cerca y lejos a la vez, porque era más allá del Altozano, y esa plaza, tan grande y tan sombría de noche, tan batida por el viento durante los temporales, era como una tierra de nadie que separaba los dos barrios contiguos, el de San Lorenzo y el de la Fuente de las Risas, como si aún perdurara intacta la franja de la muralla medieval en la que hasta hace siglo y medio se abría la puerta gótica de la calle del Pozo. Se llamaba Francisco, lo conocía porque era amigo de su hermano mayor, mi tío Nicolás, algunos domingos los había visto juntos por la calle Nueva, iban siempre con otro un poco más pequeño que ellos, el primo Rafael, que fue el último de los tres en peinarse con el pelo hacia atrás y en usar pantalón largo. He reconocido sin vacilación a mi padre en una foto del archivo de Ramiro Retratista que nunca vi en mi casa, y al encontrar entre tantas caras en blanco y negro de muertos y desconocidos de Mágina sus rasgos tan próximos todavía a la infancia y sin embargo tan inalterablemente destinados a trazar su cara de adulto he sentido la misma íntima certeza de que entre todos los hombres sólo él era mi padre que cuando lo veía de niño conversando con otros o atendiendo a una nube de parroquianas locuaces en su puesto del mercado, alto y joven, con el pelo ya blanco, con una desconcertante jovialidad que no manifestaba casi nunca a los suyos, con una chaqueta blanca que a mí me parecía más limpia que la de todos los demás vendedores, de un blanco que brillaba con la misma blancura recién lavada de los tallos de las acelgas dispuestas sobre el mostrador de mármol.

Están sentados los tres en la moto con sidecar de Ramiro Retratista, seguramente una tarde de la feria, a principios de octubre, mi padre y su primo Rafael y mi tío Nicolás, mi tío en el sillín, fingiendo que conduce, y mi padre y su primo en el sidecar de dos plazas, de espaldas a un paisaje alpino pintado minuciosamente sobre un lienzo de lona por don Otto Zenner. Con las gafas de aviador en la frente y la mandíbula adelantada y ansiosa mi tío Nicolás se inclina sobre el manillar como si de verdad corriera contra el viento, y sus ojos tienen una expresión asustada y fanática. Mi padre y su primo Rafael se aferran a los pasamanos cromados del sidecar como sacudidos por el ímpetu de la carrera, parece que no pueden quedarse quietos ni contener la risa, agárrate, primo, diría Rafael, que vienen curvas, no corras tanto, Nicolás, que nos matamos, y Ramiro Retratista, humillado fotógrafo callejero por necesidad, tendría que sacar la cabeza de la cortinilla y pedirle al ayudante sordomudo que no disparase todavía el flash, desalentado, reprimiendo la ira, que os estéis quietos, hombre, que va a salir movida, eso le pasaba por rebajarse a hacerle fotos a aquella chusma de la feria en lugar de quedarse en el estudio a esperar la visita de gente principal, damas de cuello largo y caballeros de bigote retorcido y chaleco con reloj que habían posado veinte años atrás ante don Otto con la misma dignidad inmóvil con que posarían para un retrato al óleo, no esos zangalitrones de pelo crespo y aceitoso y manos ásperas que olían a estiércol y a sudor y se le reían en la cara, Ramiro, que te miro, decía el primo Rafael, sacando la cabeza y ocultándola en seguida tras el hombro de su primo. De los tres él es quien tiene más cara de niño, peinado con raya todavía, y no con el pelo aplastado hacia atrás, el único que ríe abiertamente y no exhibe un cigarrillo en la mano izquierda — llevarlo en la derecha era costumbre de mujeres y de maricones— con un inseguro ademán de jactancia: le bastaba la felicidad de haberse puesto un pantalón largo y de haber ido a la feria con su primo Francisco, hacia quien sentía esa lealtad apasionada y devota que surge con la adolescencia y se extingue casi al mismo tiempo que ella, y estaba tan contento que ni se acordaba de su padre, el tío Rafael, quien por culpa de una cadena de azares desgraciados llevaba diez años en el servicio militar, pues iba a licenciarse cuando empezó la guerra, combatió en ella en primera línea y al terminar lo alistaron los franquistas otra vez de recluta, ya que la mili con los rojos no valía, con lo orgulloso que él estaba de haber servido a las órdenes del comandante Galaz. «Rafael», le decían los bromistas canallas a su hijo, «¿dónde está tu padre?», y él contestaba: «en el Servicio», previendo resignadamente las carcajadas que vendrían a continuación: «Pues ya que se espere un poco y os licenciáis juntos.»

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