El jinete polaco (22 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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Pero él no venía, notaba relámpagos agudos de dolor en las ingles y una quietud no habitual en el vientre, si el niño ya no se le movía era porque estaba encajado, le había dicho su madre, oyó el toque de fajina en el cuartel y luego la sirena de las dos y media en la fundición y seguía sin verlo aparecer en las esquinas despobladas de la calle, se le habría hecho tarde en el mercado, y tal vez se había ido directamente a la huerta de su padre, sin pararse a comer, algunas veces parecía no necesitar ni la comida ni el sueño, como si fueran debilidades que a un hombre no le valía la pena permitirse. Pero adónde podía ir si el viento y la lluvia batían en aquella tarde prematuramente oscurecida las calles de Mágina con una furia que le hacía acordarse de las tormentas que provocaban naufragios en el cine, si las ramas más altas de los árboles se volcaban sobre los tejados y los cristales de la ventana temblaban como si fueran a romperse en astillas. Oía silbar el viento en el interior de la casa, en las junturas de las puertas, en los huecos de las chimeneas, y le parecía que el techo temblaba sobre su cabeza y que empezaban a moverse las baldosas que pisaba y también los muebles de la habitación, se movían girando, muy lentamente al principio, luego con el vértigo del ojo de un huracán, desvaneciéndose en manchas y en rápidas sensaciones de color, como las columnas de polvo que ascienden durante una tormenta de verano, estaba de pie, junto a la ventana, con la cara apoyada en el cristal, vigilando la calle donde él no aparecía, y tuvo que aferrarse con las dos manos al filo de la mesa y que buscar casi a tientas una silla sobre la que se derrumbó muy despacio su cuerpo cada vez más pesado. No podía desmayarse ahora, si caía al suelo aplastaría al niño, si perdía el conocimiento estaría en una cama de hospital cuando se despertara y le dirían que su hijo había nacido muerto, por culpa suya, por la debilidad de sus miembros y su falta de coraje, extendió las manos hasta tocar la moldura de los pies de la cama y logró incorporarse y llegar hasta ella, atravesada ahora de parte a parte por un dolor que le cortaba el aliento, incapaz de gritar, mordiéndose los labios que mojaban sus lágrimas y una saliva como de llanto infantil, se echó de lado en la cama y el dolor cesó durante unos segundos, logró tenderse boca arriba, hincando los codos y los talones en la colcha, se quedó inmóvil frente al techo tan bajo donde rugía ásperamente el viento, esperando que volviera el dolor, las dos manos en el vientre, como si quisiera contener el derrame de sus intestinos y la hemorragia caudalosa de su sangre. Notaba punzadas, mordiscos entre las ingles, relámpagos, cuchilladas lentas de dolor, imaginaba que el niño estaba abriéndose paso entre sus vísceras con arañazos de gato, que se ahogaba y se desesperaba y se detenía jadeando, igual que ella, anegado en sudor, impulsado de nuevo por una rabia más tenaz que la del viento, veía ante sus ojos el vientre como una montaña bajo cuyo peso iba a sucumbir y mordía gimiendo la colcha y hundía la cara en la almohada húmeda de sudor, de saliva y de lágrimas, de la sangre de sus labios heridos. El viento creció hasta convertirse en un grito no del todo humano que sonaba dentro de la habitación, un grito de mujer, pero nunca había oído gritar de ese modo y tardó en darse cuenta de que se estaba oyendo a sí misma. Advirtió como en sueños que decrecía la luz y que los muebles iban convirtiéndose en manchas oscuras, tanteó la cabecera de la cama hasta alcanzar la mesa de noche, el borde frío y agudo del cristal, el cable de la lámpara, pero sus dedos no tocaban el interruptor, derribaron algo que cayó al suelo con un estrépito de desastre, y entonces empezó a sonar un timbre que hería sus oídos con la misma crueldad que el dolor en el vientre, había tirado el despertador y cuando él volviera la reñiría, pero tenía que pararlo, era preciso que ese timbre dejara de sonar o ella se moriría o se volvería loca, se arrastró hacia el borde de la cama, con la misma sensación de peligro que si se asomara a un precipicio, extendió la mano derecha hasta tocar las baldosas, pero sus dedos se movían en el aire sin encontrar la superficie curvada y metálica del despertador, y era incapaz de volver la cabeza y de distinguirlo con sus ojos, ahora el timbre sonaba justo entre sus dos sienes, dentro de ella, la atravesaba en línea recta de un tímpano a otro igual que las agujas del dolor atravesaban de parte a parte su vientre: de pronto el timbre se detuvo, se abrió la puerta y ya era de noche. Alguien la miraba desde muy alto, una cara desconocida y muy pálida, alumbrada a rachas por la claridad convulsa que venía de la calle, y que al inclinarse sobre ella, mientras repetía su nombre, se agrandó como si la viera reflejada en una lente convexa: lo conoció por su aliento tan cálido, por la aspereza de las manos que le acariciaban la frente y le apartaban el pelo empapado, no por su voz, que tenía una tonalidad extraña de cobardía, delicadeza y ternura, tranquila, le oyó decir, no te preocupes, mandaré a alguien que avise a tu madre y a la comadrona, estáte quieta, no te muevas, no tengas miedo, temblando él también, despavorido, recogiendo del suelo el despertador, pulsando en vano el interruptor de la lámpara, será posible, dijo, ahora se ha ido la luz. Cuando él se incorporó quiso retenerlo a su lado, no te vayas, repetía, no me dejes morirme, pero él se desprendió de sus manos diciendo que volvería en seguida y al quedarse sola y extender los brazos en su busca sintió que empezaba a hundirse en una tempestuosa oscuridad, como si las aguas y el viento la tragaran, arrastrada hacia el fondo bajo el peso del vientre, hendida por el dolor como por un hachazo certero que divide en dos mitades el tocón de un olivo, sintiendo que se desangraba y que se le iba la vida entre los muslos mientras la cama y el suelo y el techo y las paredes de la casa se estremecían con las sacudidas del viento que arrancó aquella noche árboles de raíz y derribó los postes y los cables de la luz dejando a la ciudad entera en una oscuridad de terror y desastre que a muchos les hizo recordar los apagones que seguían a las alarmas antiaéreas. Oyó de nuevo voces, pero los latidos de su corazón las ahogaban, vio una luz acercándose en el aire escarchado por las lágrimas e inundado por un brillo de sudor, la llama de una vela sobre una palmatoria azul, y una mano que la sostenía, reconoció la cara de Leonor Expósito y el tacto de sus dedos, notó manos brutales que la abrían hundiéndose en ella como las manos de los matarifes en los lebrillos de sangre, empuja, le decían, casi le gritaban, pero estaba segura de que si seguía empujando la mataría el dolor, apretó los dientes, cerró los ojos, había algo que brotaba rompiéndola, que de una manera súbita empezó a deslizarse con una suavidad tan líquida que la empujaba al desvanecimiento, caras y cuerpos moviéndose en la penumbra, apareciendo y borrándose a la claridad escasa de la vela, confundiéndose con las sombras quebradas que se alargaban en el techo mientras ella cerraba otra vez los ojos y oía el crujido de sus dientes y seguía empujando hasta perder del todo el conocimiento en un delirio desgarrado y final. Cuando volvió en sí una cosa morada y sangrienta colgaba boca abajo suspendida delante de la luz, como un animal todavía palpitante al que le hubieran arrancado la piel, ínfimo, vulnerable, oscilando, no una cara con rasgos sino tan sólo una boca abierta como una desgarradura que emitía un llanto mucho más débil que los embates y los silbidos del viento en una noche invernal de hace treinta y cinco años.

Háblame, dice Nadia, al cabo de unos minutos de silencio en los que su respiración se hizo más suave y pareció que estaba quedándose dormida, la sacude un estremecimiento y se cobija desnuda contra mí y sus dedos rozan mi cara en busca de los párpados para saber si he cerrado los ojos: me ha dicho que al principio, las primeras noches, le daban miedo el silencio y los ojos cerrados, temía que si dejaba de oír mi voz o de ver mis pupilas me convirtiera súbitamente en un extraño, como cualquiera de los hombres borrosos con los que había estado en noches fugaces antes de encontrarme, y ésa era también la razón de que mientras nos abrazábamos siempre me mirara con una fijeza próxima a la alucinación y de que si yo cerraba mis ojos en la furia del deseo o en el alivio simultáneo de un placer que al principio tuvo algo de inmolación y de dolor ella me los abriera con las yemas de los dedos, acariciándome los párpados, lamiéndolos, alzándomelos casi con violencia para no dejar de ver mis pupilas y saber que era yo quien estaba en ese instante con ella. Háblame, dice, murmura en mi oído, abrazada a mi espalda, estrechándose contra mis caderas y enredando sus muslos en los míos como si mi cuerpo fuera el molde exacto del suyo, y luego, a la mañana siguiente, mientras fumamos después del desayuno, me explica que anoche se dio cuenta de que al pedirme que le hablara lo estaba haciendo en el mismo tono de voz en que se lo pedía a su padre, y con la misma sensación de secreto y cobijo, y también de que no es la nostalgia lo que la ha inducido a repetir ese tono y a ovillarse contra mí como cuando era niña y no lograba dormirse y su padre se quedaba sentado junto a ella en la cama, sino un poderoso sentimiento de felicidad sobrevivido de entonces, intacto ahora en su alma y en el sosiego de su cuerpo y hasta en el modo en que las sábanas limpias y el edredón liviano y mi presencia envuelven su piel, más suave ahora que nunca, me dice, se toca y no se reconoce, como si el tacto de mis manos hubiera contagiado las suyas del mismo modo misterioso en que al verse a sí misma en los espejos se ve a través de mi mirada: no añora algo que tuvo y perdió, me dice, siente con estupor y gratitud que no ha perdido nada, que lo que ahora posee permaneció siempre con ella y la sostuvo sin que lo supiera y le ha permitido mantenerse a salvo de la dispersión y la locura y esperar sin saber qué esperaba y haber tenido la sagacidad y el instinto precisos para reconocer aquel don cuando ha aparecido de nuevo, cuando emergió de ella y se manifestó como un relámpago en la presencia de alguien.

Me pide que siga hablándole, no quiere dormirse todavía, aunque nada le gusta más, dice, sonriéndome desde el otro lado de la mesa, los labios entreabiertos y rojos y su ancha melena todavía despeinada, que presenciar casi en la oscuridad el modo en que me rindo al sueño: yo, tan nervioso siempre, tan tenso y al acecho, me vuelvo grande y pacífico junto a ella, desnudo, con las piernas abiertas, respirando muy suave, tan abandonado al acto de dormir como me abandono algunas veces a los halagos y a las indagaciones de su boca. La oigo medio en sueños, sonrío y abro los ojos, le aparto de la cara el pelo que me rozaba los muslos, me la quedo mirando y la atraigo hacia mí, le digo que he soñado con ella durante unos segundos, que he visto a mi padre subiendo a caballo por el camino de las huertas, que en unos pocos instantes he vuelto a la casa donde viví entre los tres y los ocho años, en una calle de Mágina cuyo nombre, para mí tan común, le da a ella una sensación de amplitud y verano, la Fuente de las Risas.

Oigo mi voz lenta y oscurecida por el sueño, y aunque he vuelto a despertarme del todo las palabras me traen poderosas sensaciones visuales que fluyen delante de mis ojos tan detalladamente como la figura del jinete colgada enfrente de nosotros, las palabras no cuentan, invocan, la memoria es una mirada pura y arcaica que me convierte en un testigo inmóvil de lo que estoy diciendo, y me oigo hablar igual que me oye Nadia, abrazado a ella en la serenidad de un viaje que sólo ahora he sabido o me he atrevido a emprender, cobijado y en paz, abandonado entre la conciencia y el sueño, como cuando iba con mis padres al cine y me asombraban en la pantalla el tamaño y los colores de las cosas y a punto de dormirme mi madre me tomaba en sus brazos y yo me iba durmiendo con los ojos entornados mientras veía la película, como cuando salíamos tarde de casa de mis abuelos, una noche de invierno, el frío de la calle me daba en la cara, recién salido del calor del brasero, de tanto sueño que tenía se me doblaban las piernas, y mi padre me cogía en brazos y me envolvía la cara en una bufanda de lana y me decía, cierra la boca, no vaya a entrarte el frío, la lana suave y picante humedecida por el vaho del aliento, la felicidad de ser llevado y abrigado y de ir mirando las luces en las esquinas y en el interior de las casas, en los comedores de donde viene el rumor de platos y conversaciones de la cena, de programas de radio donde sonaban pasodobles taurinos, los pasos de mis padres resonando en la calle vacía mientras me conducen al refugio seguro, blando y caliente de mi cama, las casas más altas de noche, sobrecogedoras como siluetas de gigantes, y en el duermevela del niño que apoya la cara en el hombro de su padre las voces y las imágenes de la visita inmediata disgregándose ya en materiales de sueños, un hule donde está dibujado el mapa de España y Portugal, una habitación a oscuras donde arde una mariposa de aceite sobre el mármol de una mesa de noche en recuerdo de las ánimas del purgatorio, una alacena con rejilla de alambre cuyo interior huele a especias y a tajadas de lomo sumergidas en manteca y de la que saldrá un lobo con las fauces abiertas en el transcurso de una pesadilla. Era, igual que ahora, la delicia y la intriga de extrañarlo todo y de no ser casi nada y casi nadie, una presencia al margen de las vidas de los mayores, que hablaban en torno a la mesa camilla o a la lumbre en un idioma todavía muy poco conocido y en una dimensión inaccesible del espacio, la mesa donde apoyaban los codos y cuya superficie yo apenas alcanzaba a ver alzándome de puntillas, los aparadores donde ponían las cosas para que yo no las tirara, las estanterías más altas de la alacena, la repisa sobre la que estaba la radio, muy grande, iluminada de noche, con algo de capilla o de sagrario, el reloj de pared cuya puerta abría mi abuelo todas las noches para darle cuerda ceremoniosamente con una llave tan dorada como el péndulo que yo miraba hipnotizado a través del cristal, viendo durante un segundo mi cara borrosa en su bruñida superficie y escuchando el ritmo de sus engranajes. Era vivir una vida clandestina en un reino de gigantes, hecho colosalmente a la medida de su estatura, moviéndome por lugares que ellos pisaban y no veían, tan lejanos y altos, ceñudos, deshechos por el trabajo, complacientes conmigo o silenciosos de ira, incomprensibles, misteriosamente dignos de piedad, tan severos y enigmáticos en sus conversaciones que yo espiaba con la misma impunidad que un gato y sin comprender mucho más de lo que un gato habría comprendido, arrodillado en los rincones, persiguiendo una pelota o una bola de goma bajo las tarimas de los braseros, queriendo alzarme para abrir una puerta, colándome donde ellos no me veían en los dormitorios con las cortinas echadas, en los graneros donde jugaba a nadar en un océano de trigo, en las cámaras con orzas olorosas a manteca y aceite y jamones crudos enterrados en sal, en las mismas habitaciones que ellos ocupaban y que para mí eran varias veces más grandes, con las paredes mucho más altas, con las oquedades de sombra mucho más temibles. Gateaba entre sus piernas, me introducía bajo las faldillas escuchando sus relatos sin fin sobre las cosechas y la guerra o una cualquiera de sus admoniciones, ten cuidado, no vayas a quemarte en el brasero, no te asomes a la puerta de la calle, no te acerques al gato, que te puede arañar, apártate de la lumbre, vete de la cocina, que puedes quemarte con el aceite de la sartén, no prendas papeles en la lumbre, que te mearás por la noche, no arrastres latas a patadas, que se morirá tu madre, no le des vueltas al paraguas, no dejes monedas en la mesa cuando vas a comer. Alzaba las faldillas, miraba en torno a la mesa el conciliábulo irreal de varios pares de piernas y de zapatos, veía los ojos fosforescentes del gato, que me miraba como si reconociera a un semejante y se frotaba contra las piernas de alguien, tal vez mi madre o mi abuela Leonor, y las brasas candentes bajo la ceniza tenían un resplandor de diamantes o de lava, sobre todo cuando alguien removía el brasero con la paleta y provocaba una incandescencia que me hacía acordarme de las erupciones de volcanes que había visto en el cine. Algunas mujeres se ataban a las piernas cartones con cintas de goma para que el calor del brasero no les llenara la piel de unos sarpullidos que llamaban cabrillas. Cerrando los ojos jugaba a que era invisible, escondiéndome en un baúl vacío del pajar jugaba a que estaba muerto o no había nacido o me había marchado de mi casa y podía oír sin embargo sus conversaciones sobre mí, su angustia por mi muerte o mi ausencia, oía pasos acercándose, oía la voz de mi madre o de mi abuela Leonor que me llamaban por todas las habitaciones de la casa, desde el portal, subiendo por las escaleras, temblando yo al oírlas acercarse, igual que los héroes de las películas cuando estaban escondidos en la selva y los perseguían los malvados con cintas negras en el pelo, dientes apretados y blancos y espadas curvas de piratas malayos, o golpeando tambores febriles en las aventuras de Tarzán, que me gustaban sobre todo por las piernas blancas y desnudas y los pies descalzos de Jane, me daban ganas de levantarle la breve falda de piel, de introducir mi mano en su escote tan cálido, no tienes remedio, dice Nadia riéndose, espiaba y juzgaba a los mayores como a los habitantes de esos mundos muy lejanos de la Tierra en los que sucedían algunas novelas de la radio y películas en blanco y negro cuyo recuerdo no me dejaba luego dormir, decidía en secreto no atender sus llamadas porque me había cambiado de nombre, elegía ser un niño perdido en un bosque y amenazado por un lobo y unos minutos después yo era el lobo o el árbol de copa inalcanzable bajo el que el niño dormía, me transmutaba en un jinete, en una serpiente, en un juancaballo, me tendía debajo de la cama y cerraba los ojos y era aquella mujer a la que según mi abuelo habían enterrado viva en el cementerio, subía a las habitaciones más altas y al abrir una alacena era mi abuelo o el médico don Mercurio y la pistola de juguete o el almirez que llevaba en la mano eran una lámpara de petróleo con la que iba a alumbrar a la emparedada de la Casa de las Torres.

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