Authors: Antonio Muñoz Molina
Al salir de la clase he perdido a Martín y a Serrano, voy por el pasillo mirando de soslayo las piernas desnudas de las chicas, las más valientes, las que siguen desafiando el viento frío de las tardes de finales de octubre, casi todas llevan ahora medias o calcetines altos. Bajo las escaleras, arrastrado por un río de gente que irrumpe de las aulas en cuanto suena la campana, quiero ir más despacio para darle tiempo a que se vista y aparezca con su cara sin maquillar y su macuto al hombro pero los otros me empujan y en seguida estoy en el vestíbulo, busco a alguien, a Martín, a Serrano, que ya estarán esperándome enfrente del instituto, en la acera del Consuelo, fumando cigarrillos. En vez de marcharme hago como que me intereso por una lista de calificaciones clavada en el tablón de anuncios y mientras miro de soslayo hacia el corredor de los vestuarios de las chicas, salen algunas de sus compañeras, con el pelo mojado, con minifaldas y calcetines blancos y zapatillas de deporte, pero no ella, tal vez ya se ha ido, y entonces tengo un acceso de miedo y de celos, habrá salido corriendo para encontrarse con alguien, ese tipo alto y mayor y vestido de negro con el que la he visto algunas veces. Tengo que apresurarme, si no salgo rápido ya no la veré, no está en las escaleras, tampoco en el paseo, bajo los árboles, puede que haya ido al Martos, cruzo la calle sin mirar el semáforo, no sólo por impaciencia, sino por falta de costumbre, porque los han puesto hace muy poco, me asomo al bar del Consuelo, pegando la cara a la cristalera donde hay un cartel de Carnicerito de Mágina, pero Marina no está en la barra, veo fugazmente a un hombre mayor que parece forastero, con gafas, con pajarita, con un traje oscuro, el viento de la tarde de octubre huele a lluvia, paso junto a los cocherones de la Pava, de donde viene un olor nauseabundo y también excitante a gasolina y a neumáticos, entro en el Martos y nada más empujar la puerta de cristales se me sobresalta el corazón y me contrae el estómago un nudo de inminencia, estará aquí, pienso, casi puedo reconocer su perfume igual que lo reconozco cuando entro tarde a clase y todavía no la veo, pero no hay nadie en la larga barra de cinc, ni siquiera mis amigos, y las luces de la máquina de discos parpadean en la penumbra del fondo, está sonando una canción,
Proud Mary,
no la versión de los Credence, sino la de Ike y Tina Turner, en el aire vibran densamente la batería y el bajo, camino hasta el final, donde está la puerta que da a un pequeño jardín y luego a la discoteca — Acuario's— en cuya casi oscuridad mis amigos y yo no nos hemos internado nunca, y en uno de los divanes que hay contra la pared veo a una pareja que se abraza al amparo de la soledad y de la sombra, una melena negra, tal vez la de Marina, unas piernas desnudas a pesar del frío de la tarde de octubre. Sin darme cuenta me quedo mirándolos besarse, con alivio porque la chica no es Marina y también con envidia, porque yo nunca he besado ni abrazado a una mujer, mirando los muslos anchos de ella y la mano avariciosa y experta del tipo que los va recorriendo desde las rodillas y se introduce debajo de la minifalda y luego sube rudamente para estrujarle los pechos, y es al fijarme en el anillo que hay en esa mano y en la esclava de plata que brilla en la muñeca cuando descubro quién es él, aunque su cara sigue oculta entre el pelo de la chica, reconozco los pantalones de campana y los zapatos de plataforma y la grasienta melena con flequillo de Patricio Pavón Pacheco. No se ha quitado las gafas de sol y cuando se aparta de la boca de ella limpiándose los labios seguramente le cuesta trabajo distinguirme en medio de su verdosa oscuridad, me saluda, con su risa de mono, me invita a que me siente con ellos y pida algo de beber, un pippermint con hielo, me sugiere, señalando las dos copas de un verde translúcido que ni siquiera han probado, y me hace un gesto procaz de complicidad señalando a la chica, que tiene la cara basta y muy pintada y los pechos muy grandes y me sonríe de un modo que me desconcierta, como invitándome a algo y burlándose al mismo tiempo de mí. No es del instituto, seguro, ni tampoco extranjera, será una marmota, como dice Pavón Pacheco, que en los intermedios de las clases me muestra enigmáticos envoltorios de condones, me enseña palabras de tipo técnico, dice —nombres de posturas, de vicios o de enfermedades venéreas— y me da consejos sobre las mujeres que debo elegir: las marmotas tragan, las putas tienen buen corazón, enamorarse es una debilidad de maricones, todas las extranjeras vienen a España buscando lo mismo, lo malo es que casi ninguna llega a Mágina, se quedan todas en Mallorca o en la Costa Brava o en la Costa del Sol.
Tengo que irme, le digo, no me atrevo a preguntarle si ha visto a Marina, porque sospecho que se reiría de mí, cuando miro por última vez a la posible marmota se ha inclinado hacia la mesa para tomar su copa y veo la camisa entreabierta y la hendidura entre sus dos pechos blancos y apretados. Casi enrojezco, menos mal que las gafas verdes y la poca luz no permitirán que Pavón Pacheco descubra mi torpeza, les digo adiós y ya no me ven, porque están besándose otra vez, hundiendo cada uno la lengua en la boca del otro, lamiéndose las barbillas y los labios y respirando muy fuerte y como sofocados, ahora suena en la máquina una canción erótica que Pavón Pacheco me hizo traducirle y que según él es muy buena para arrimarse y meter mano,
Je t'aime, moi non plus.
Salgo a la calle acordándome de la cercanía y del olor de Marina cuando se sienta por azar a mi lado en alguna clase y no sé imaginar a qué sabrán sus besos, doy una vuelta por el parque, donde ya no queda nadie del instituto, en el reloj lejano de la plaza del General Orduña dan las seis y empiezan a sonar campanas en todas las iglesias de Mágina, apresuro el paso, resignado a no verla, take a walk on the wild side, pienso, las manos en los bolsillos y la mirada vigilante que se detiene a examinarme cuando paso junto a algún escaparate, imagino que ando como un lobo por una calle de Nueva York o de París, que vivo solo y tengo veinte años y no dieciséis, bajo por el callejón de Santiago hacia la calle Nueva, donde es posible que ella esté paseando con alguien, tal vez la veré un poco más adelante, en la calle Mesones, donde hay una heladería en la que la he visto algunas veces, pero la heladería ya ha cerrado, o en la plaza, a donde puede haber ido para comprar cigarrillos en los puestos de los soportales. Compro un Celtas, lo enciendo y me quedo un rato fumando mientras miro las carteleras del Ideal Cinema, los libros y los cuadernos bajo el brazo, las manos en los bolsillos, mi figura solitaria y ansiosa reflejada en las cristaleras del Monterrey, mis ojos volviéndose con un reflejo de angustia hacia la torre del reloj, donde ya son las seis y cuarto: aún no sé que voy a vivir así la mayor parte de mi vida futura, caminando solo por ciudades que únicamente se parecerán a Mágina en su desolación, buscando a alguien, un amigo o una cara de mujer que seguirá siendo más o menos la misma aunque varíen sus rasgos o el color de su pelo y sus ojos, acuciado por relojes que señalan obligaciones y límites, perdido, igual que ahora, que esa tarde de finales de octubre, mirándome de soslayo en las cristaleras de los bares o en los espejos de las tiendas, inventándome a mí mismo como a un personaje de novela o de cine que nunca acaba de pertenecer plenamente a una historia.
Bajo por los soportales, y al llegar a la esquina de la calle Gradas tengo la tentación de asomarme al salón Maciste, donde tal vez están jugando al billar mis amigos, pero se me ha hecho tarde, intolerablemente tarde, toda mi vida llevaré un cronómetro insomne en el interior de mi conciencia, descarto la posibilidad de encontrarlos y enfilo la acera del Rastro camino de la Cava y del barrio de San Lorenzo, si me doy prisa aún puedo llegar a la huerta de mi padre antes de que sea de noche. Las barberías, las tabernas con su olor a vino fermentado y sus letreros en forma de televisor, los coches aparcados entre las acacias que serán cortadas dentro de unos años, los hondos solares de palacios derribados donde se levantan armazones de pilares de hormigón y vigas metálicas, el semáforo recién instalado en el cruce del Rastro y de la calle Ancha, junto al que mucha gente se detiene todavía no para cruzar sino para ver cómo parpadea el diligente hombrecillo verde y se convierte en un hombrecillo rojo que espera con las piernas abiertas, las aceras más anchas y los jardines de la Cava, que bajan hacia los miradores del sur costeando la muralla y por donde todas las tardes se pasean las parejas de novios: andaba siempre por la ciudad sin mirarla, odiándola de tan sabida como la tenía, renegando de ella, creyéndola definitiva y estática y sin darme cuenta de que había empezado cruelmente a cambiar y que alguna vez, cuando volviera, ya casi no la reconocería. Iba a doblar la esquina de la calle del Pozo cuando miré sin atención hacia los jardines que rodean la estatua del alférez Rojas y vi a un hombre y a una mujer que venían hacia mí caminando entre los rosales y los macizos de arrayán. A la luz ya violeta y escasa del atardecer el dolor me permitió distinguir a Marina con más precisión que mis pupilas: aún llevaba los pantalones del chándal y las zapatillas deportivas, y en vez de un bolso colgaba de su hombro el macuto de gimnasia, pero se había dejado el pelo suelto y se cubría los hombros con una cazadora. Junto a ella iba un tipo mucho más alto a quien yo no había visto nunca. Andaban un poco separados, sin tocarse, él muy atento a algo que Marina le decía, ella moviendo las dos manos y mirándolas como para estar segura de la claridad de su explicación. Conocía ese gesto porque se lo había visto hacer en clase muchas veces. Me quedé inmóvil en la esquina durante unos segundos, viéndolos acercarse, seguro de que no me veían, distraídos por una conversación que de vez en cuando interrumpía la risa de Marina. No me verían aunque siguiera sin moverme cuando pasaran a mi lado, aunque ella detuviera un instante sus grandes ojos verdes en mí y sonriera y me dijera adiós. Volví la cara, bajé aún más la cabeza, caminé en dirección a mi casa sobre el empedrado de la calle del Pozo, y cuando oí de nuevo, sin volverme, la risa de Marina, sentí con un ensañamiento de celos y de humillación que estaba riéndose de mí, de mi cara, de mi desdicha, de mi amor, del barrio donde vivía y de la vida que llevaba.
En mi casa, en el comedor ya a oscuras, sentadas junto a la última claridad de la ventana, mi madre y mi abuela Leonor cosían escuchando en la radio el consultorio de la señora Francis. Entré sin decir nada, intoxicado de infortunio, dejé los libros en la mesa y no respondí cuando mi madre me dijo que me diera prisa en cambiarme, que iba a llegar tarde a la huerta. Subí a mi cuarto, puse en el tocadiscos una canción de los Animals, y mientras la oía y procuraba repetir la letra imitando el acento de Eric Burdon me quité los vaqueros y la guerrera azul y las zapatillas de deporte y me puse la ropa de ir al campo como si vistiera por obligación un uniforme indigno, las botas viejas y manchadas de barro seco, los pantalones de pana que olían a estiércol, un jersey grande y gris que había sido de mi padre. Gritaba en silencio, movía los labios como si la voz de Eric Burdon fuera mía, delante del espejo procuré poner su cara torva y temeraria y me eché el pelo por detrás de las orejas y me lo aplasté con agua para que mi padre no pensara que lo tenía demasiado largo, bajé corriendo las escaleras y salí a la plaza de San Lorenzo sin pararme ni a decir adiós. Pensaba, dentro de un año me habré ido, me prometía no regresar nunca, me juraba a mí mismo que si mi padre me preguntaba por qué había tardado tanto no le contestaría. Cuando llegué a la huerta ya era de noche, mi padre había terminado de cargar la hortaliza en la yegua y me miró sin decir nada cuando le conté que había tenido que quedarme hasta las seis y media en el instituto. Dentro de la casilla, alrededor de una lumbre de tobas de alcaucil, el tío Pepe y el tío Rafael y el teniente Chamorro liaban cigarrillos y se pasaban una botella de vino contándose historias de la guerra y acordándose del comandante Galaz. «Lo vi ayer», decía el teniente Chamorro, «os juro que lo vi». Pensé con desdén, con rencor, casi con odio, que estaban como muertos, que se pasaban así la mayor parte de sus vidas, impotentes, atados a la tierra, invocando fantasmas.
Despertó sin un solo residuo de fatiga o de sueño, un poco antes del amanecer, cuando aún había una oscuridad de noche cerrada en la ventana, y se quedó quieto, con los ojos abiertos, en una actitud de alerta sin motivo, escuchando tras la pared la respiración de su hija, que dormía en la habitación contigua. Pero estaba seguro de que lo había despertado algo, no un sobresalto del sueño sino un accidente de la realidad, y al moverse quería, como un cazador, que se repitiera ese mismo sonido ahora que él estaba en guardia y podía descubrir su naturaleza y su origen. Porque al despertar había notado un impulso de su juventud, la energía alarmada y súbita de los amaneceres de cuartel, y después el sosiego que tanto le complacía cuando era un cadete y al abrir los ojos comprobaba que aún no era inminente el toque de diana. Eso había soñado, pensó, que tocaban diana, que había vuelto al internado militar o a la academia y que si no saltaba rápidamente de la cama sería castigado. Encendió la luz de la mesa de noche, se puso las gafas y miró su reloj: eran las siete en punto. Y justo cuando el segundero alcanzaba la señal de las doce oyó un sonido muy lejano y muy débil que lo conmovió como si aún le durara el impudor de los sueños: estaban tocando a diana en el cuartel de Mágina, y el viento del oeste le traía esas notas tan debilitadas como si sonaran al fondo de la distancia del tiempo. Había dormido con la ventana abierta, porque antes de acostarse bebió más de lo que su hija hubiera aceptado y no quería que oliera rastros de alcohol cuando entrara a buscarlo: aún no circulaban automóviles, y en el silencio de la madrugada los sonidos tenían una claridad nítida y estremecida, como los colores de un paisaje a la luz de un día limpio de noviembre. Los pájaros en el parque próximo, las primeras campanadas de las iglesias, el reloj de la plaza del General Orduña, que dio las siete un poco después, cuando ya se había extinguido el eco de la corneta que tocaba diana y el comandante Galaz seguía inmóvil bajo las sábanas, imaginando el escándalo de pisadas de botas por las escaleras del cuartel, las caras de miedo y sueño de los soldados que corrían hacia la formación medio vestidos todavía, las gorras en la nuca, los cordones desatados, los más torpes quedándose atrás o arrollados por los otros, los gritos broncos de los cabos de cuartel y los sargentos de semana.