El jinete polaco (26 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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Llegaron un mediodía de principios de octubre, recién terminada la feria, de la que aún quedaba un desbaratado recuerdo en las filas de bombillas y de faroles y banderas de papel colgadas sobre algunas calles, en el cartel de toros con el nombre de Carnicerito en el centro que les llamó la atención —especialmente todo a ella, que aún encontraba esas cosas exóticas— en la puerta de cristal del Consuelo, junto al cocherón sombrío donde por fin se detuvo el autocar, ahogándolos en humo de gasolina mal quemada, después de ocho horas interminables de viaje. Llegaron fatigados, sobre todo él, con sueño, porque habían salido de Madrid a las siete de la mañana, sin hambre, con un poco de náuseas por culpa de las últimas curvas de la carretera, que seguía siendo tan infame como en los recuerdos del comandante Galaz. Desde el segundo o el tercer día en Madrid, donde pasaron dos semanas, en un hotel más bien triste y oscuro de la calle Velázquez, ella había notado en su padre actitudes o síntomas que lo aproximaban a una vejez de la que hasta entonces lo consideró a salvo: tal vez, en parte, porque su manera tan anticuada de vestir, que era casi la norma en el suburbio universitario donde habían vivido hasta entonces, revelaba plenamente su anacronismo en España, donde observó con sorpresa que la gente obedecía la moda con una unanimidad desconocida para ella en América. Por primera vez se sorprendió a sí misma calculando cuántos años tenía, no porque hasta entonces lo hubiera creído más joven, sino porque lo veía fuera de tiempo e invulnerable a sus injurias, con esa edad invariable y heroica que los niños atribuyen a sus padres. Era un hombre alto, vertical, con el pelo gris y escaso en las sienes, con gafas de montura recia, y usaba todavía sombrero y pajarita y trajes oscuros que en el curso del viaje habían adquirido un punto de abandono. Desde la muerte de su mujer había empezado a beber de una manera discreta, pero también asidua y ostensible para ella, su hija, que a lo largo de la mayor parte de su vida había dedicado a él una atención pasional y exclusiva y advertía en su comportamiento, en su manera de mirar e incluso de mover las manos, turbulencias secretas de las que ni él mismo era consciente: veía en él el sentido y el peligro del mundo, la extensión del tiempo y el enigma de la simulación y el dolor, había crecido a su lado, la educaron sus palabras, le dieron un país irreal y un idioma arbitrario y un pasado al que eligió pertenecer aunque lo desconociera. En los Estados Unidos nadie lo habría tomado por norteamericano: pero en España el laconismo de sus gestos lo distinguía radicalmente de sus ex compatriotas, de manera que ni en un lado ni en otro era soluble su figura en las apariencias comunes de la multitud. Que ella recordara, no lo había sido ni en su propia casa, no parecía visiblemente vinculado a nada ni a nadie, ni siquiera a los objetos de su cuarto de trabajo, en el que por lo demás ni ella ni su madre tenían idea de a qué se dedicaba, cuál era el motivo de que le diera ese nombre. Afilaba cuidadosamente lápices con una cuchilla de afeitar, los ordenaba sobre la mesa, de mayor a menor, leía el
New York Times
o
la Enciclopedia Británica,
o libros de exploraciones geográficas y de ciencias naturales escritos en inglés, nunca libros ni periódicos españoles.

Una mañana, a principios de septiembre, en su casa de Queens, ella estaba sentada en la cocina y miraba el desayuno que iba enfriándose, porque la noche anterior él había llegado muy tarde y bastante bebido —que ella recordara, nunca volvió tarde ni bebió de ese modo mientras vivía su mujer—. Salió del cuarto de baño envuelto en un albornoz y oliendo a jabón y a crema de afeitar, pero también, a pesar de la ducha tan larga, a alcohol transpirado durante la noche, se detuvo junto a ella y le acarició fugazmente la cara, sin mirarla del todo, como pidiéndole perdón, se sentó frente a su plato de huevos revueltos y a su tetera enfriada, sacó las gafas del bolsillo del albornoz y se las puso con una especie de dificultad moral, tomó la taza entre las dos manos, sopló hacia ella, como si todavía humeara, volvió a dejarla en la mesa, con un aire súbito de desaliento y de vejez, casi de indignidad, sintió su hija, porque el albornoz le estaba demasiado corto, y le dijo (siempre hablaba con ella en español): «Qué te parece si nos vamos a España.»

Pero no fue una decisión repentina, un arrebato provocado por la culpabilidad o por un deseo íntimo de huida o de restitución: meses antes, sin decirle nada a ella, ni por supuesto a su mujer, que estaba ya internada en el hospital, había escrito a la embajada española para solicitar un pasaporte al que llevaba más de treinta años diciéndose a sí mismo que renunciaba para siempre. Tal vez ya lo tenía antes de que su mujer muriera, tal vez la proximidad de ese fin lo había animado a pedirlo. Pero eso pertenecía a una parte de él sobre la que su hija nunca quiso o supo hacerse preguntas, a una médula de soledad y al mismo tiempo de complicidad que a los dos les resultaba incómoda porque excluía a una mujer que había vivido tantos años con ellos sin dejar de ser una extraña, aunque fuera la esposa de uno y la madre de la otra, aunque los hubiera rodeado tan opresivamente como el aire en un día de calor y ocupado la casa en que los tres vivían con una eficacia y una capacidad de presencia que sólo descubrieron del todo cuando estuvo ausente y la casa se quedó como sepultada en un vacío abismal, y ellos dos incómodos en sus habitaciones de siempre, como huéspedes, como conspiradores remordidos por el éxito y la canallada de su confabulación. Que no fueran responsables de su enfermedad y de su muerte no los eximía de culpa sobre la estridente desdicha de su vida, hacia la que él mantuvo siempre la misma frialdad respetuosa que tal vez era su única forma de relación con el mundo, con los objetos y los seres humanos, a excepción de su hija. La enfermedad cardiaca que al final la mató se parecía en los últimos años a un lento y obstinado suicidio. Un día, muy cerca ya del final, la llamó a la cabecera de su cama y le dijo: «Él no quería que tú nacieras. Me pidió que abortara.» Murió, la acompañaron al cementerio, asistieron al funeral católico que ella había exigido en sus últimos días —con la sospecha desesperada y rencorosa de que ni después de muerta accederían a concederle un deseo— y desde que volvieron a la casa devastada para siempre por su ausencia ya no la nombraron más ni la recordaron en voz alta, y sólo hablaron de ella dieciocho años después, tan lejana como si no la hubieran conocido nunca, como si no hubiera acompañado al comandante Galaz durante una parte de su vida o no hubiera engendrado a esa mujer de ademanes nerviosos y melena rojiza que sostenía en una cama de hospital la mano helada y casi azul de su padre y lo asistía en la vecindad de la muerte con una ternura y una lealtad que había estado negándole desde que él acató la vejez y la inutilidad de toda memoria y todo orgullo y ella quiso desprenderse de la infancia y de la adolescencia con un gesto de coraje y crueldad. La primera noche que estuvieron solos después de la muerte de su madre ella fue al dormitorio y lo encontró fumando en la cama, junto a la lámpara encendida. Se sentó junto a él y le quitó cuidadosamente el cigarrillo de los dedos porque ya estaba casi consumido y la columna de ceniza iba a caerle sobre las solapas del pijama. Se quedó un rato junto a él, oyéndolo respirar, mirándolo a veces sin encontrar sus ojos, le apretó la mano, lo hizo tenderse, y luego se acostó a su lado y apagó la luz, acordándose de cuando era una niña y él se acostaba con ella para salvarla de los malos sueños. A la noche siguiente volvió a dormir junto a él, no le hacía preguntas y casi no lo rozaba, se quedaba encogida bajo las mantas, con la cara en la almohada, olía el humo de su cigarrillo, cuando notaba que iba a dejarlo en el cenicero de la mesa de noche ella apagaba al mismo tiempo la luz. Pero después él empezó a retrasarse por las noches, le hacía la cena y la dejaba tapada sobre la mesa de la cocina y se acostaba con un libro en las manos y mirando con frecuencia el despertador, inquieta sin motivo, sin preguntarse con detalle qué hacía, adónde iba ahora que se había jubilado en la biblioteca, que nunca desde que ella recordaba se había retrasado ni una sola noche. Se dormía antes de que llegara, pero en cuanto la llave se introducía en la cerradura abría los ojos, no encendía la luz, se hacía a un lado para dejarle sitio, procuraba no moverse, no oler a alcohol, a perfume denso y barato algunas veces. Llevaba más de un mes durmiendo de nuevo en su propia habitación cuando él le propuso que viajaran a España.

Habían volado de Nueva York a Madrid: el silencio sobre la mujer hacia la que ninguno de los dos sintió nunca algo parecido al amor se contagió sin que se dieran cuenta a todas las cosas. Pasaron quince días de septiembre en un hotel y él apenas le mostró la ciudad de la que había estado hablándole desde que tuvo edad para comprender palabras, juzgar fotografías, interpretar mapas de continentes y países. Se limitó a pasear algunas tardes junto a ella en silencio, bajando por Velázquez hasta Alcalá y el Retiro, señalándole en los atardeceres, desde la plaza de la Independencia, la perspectiva levantada y lejana de la Gran Vía, de la torre del Círculo de Bellas Artes, del edificio de la Telefónica, del que le había contado que lo utilizaban como punto de referencia los artilleros de las baterías franquistas que castigaban la ciudad desde el primer otoño de una guerra más mitológica para ella y mucho más familiar que las de Vietnam o Corea. Madrid había sido un nombre dotado de esa sonoridad definitiva que tienen algunos nombres en la infancia y un paisaje del heroísmo y de un sentido de la felicidad que se encarnaba misteriosamente en la figura de su padre y al mismo tiempo lo aislaba de la realidad exterior. De modo que la belleza de la ciudad en aquellos días de septiembre, su luz fría, sus verdes y azules de acuarela, el violeta de sus atardeceres, estremecido por la intermitencia de los letreros luminosos, la conmovieron sin sorprenderla, ofreciéndole la sensación, para ella desconocida, de pertenecer a ese lugar, de estar más vinculada a él que sí hubiera nacido, igual que su padre, en un primer piso del barrio de Salamanca, en una calle por la que sin duda pasaron más de una vez pero que él no quiso precisar, acaso muy cerca de una iglesia blanca y de cresterías góticas donde lo sorprendió una mañana de domingo, descubierto, respetuoso, arrodillándose en uno de los últimos bancos cuando sonó la campanilla de la consagración, inmovilizado de estupor cuando volvió la cara hacia un lado y la vio a ella, que lo había seguido sin que él lo advirtiera, y que al verlo detenerse dubitativamente ante la entrada de la iglesia y quitarse el sombrero y avanzar unos pasos por el corredor central como no atreviéndose a una profanación había notado que en unos pocos segundos su padre se le volvía un desconocido, ese hombre mayor, vestido de oscuro, con cautelosos andares, con espaldas anchas y rectas, que se parecía tanto a cualquiera de los otros que a esa hora se acercaban a la iglesia, llevando del brazo a mujeres con tacones altos y vestidos de entretiempo y estolas de piel. Era tan joven e ignoraba tantas cosas sobre él que no le fue posible darse cuenta de que a quien se parecía su padre aquella mañana era al hombre que podía haber sido si no hubiera roto para siempre, en Mágina, en las primeras horas nocturnas de una confusión que velozmente se desbocaría hacia la guerra, con el destino que le fue asignado desde que nació.

Lo vio solo en la iglesia, envejecido, ridículo en su apariencia de devoción, las dos manos pálidas posándose en la madera gastada del banco, el anillo de boda que era el recuerdo inerte de una mujer a la que nunca había querido, los labios moviéndose como si fingieran una oración, y todo él tan extraño en aquella penumbra, entre aquella gente, obesos militares con fajines morados y mujeres con velos translúcidos, hombres de trajes a rayas, bigotes finos y caras embotadas, y en el altar un cura que daba la espalda a los bancos de la iglesia y recitaba en latín. Estaban en uno de los últimos bancos, pero cuando entró ella hubo caras que se volvieron para mirarla y reprobar su presencia, su pantalón vaquero, sus zapatillas, su pelo suelto y largo, con reflejos de oro y de cobre bajo el temblor de la claridad de las velas. Se quedó de pie junto a su padre con un sentimiento casi de protección y él tardó un poco en volverse y en verla, y cuando lo hizo le sonrió y le apretó un instante la mano. Una música de órgano y un murmullo unánime de alivio crecieron cuando la misa terminó, pero su padre, en vez de salir, se sentó en el banco y fue mirando una por una las caras de los que pasaban en dirección a la calle, y cuando pareció que no quedaba nadie más siguió sin moverse, las manos unidas y blancas entre las rodillas, la expresión atenta y abatida, como si a cada minuto que pasara fuese aceptando más desoladamente la vejez «Vámonos», dijo ella
,
pero él, sin mirarla, negó con la cabeza, le hizo con la mano un gesto muy antiguo con el que solicitaba su paciencia, como cuando la llevaba al cine y ella estaba aburrida, siguió sentado mientras un sacristán recorría las naves laterales con un apagavelas. Entonces notó que su padre se ponía levemente rígido, que se contraía un poco, que sus dos manos se curvaban infinitesimalmente sobre sus rodillas, que retrocedía inmóvil a un círculo más escondido de su soledad: nadie más que ella habría podido notarlo, averiguaba las sensaciones de él tan simultáneamente como dicen que las perciben dos hermanos gemelos, pero lo veía alejarse aunque él le sonriera y le tomara otra vez la mano y la mirara con una expresión de fidelidad y gratitud que nadie más que ella pudo ver nunca en sus ojos. De la sacristía, al lado izquierdo del altar, estaba saliendo una lenta comitiva, el sacerdote que había dicho la misa vestido ahora con una sotana negra y reluciente, una mujer de pelo blanco y cabeza torcida en una silla de ruedas que empujaba un hombre de cara redonda, bigote y traje negro, y junto a la que avanzaba como montando guardia un militar más joven con la gorra de plato bajo el brazo derecho. Venían desde el fondo de la iglesia hacia la claridad del atrio con una solemne y opaca determinación, y a medida que avanzaban la luz del día daba un tono más blanco al pelo de la mujer en la silla de ruedas, como un halo de algodón que volvía más seco el rictus de su boca torcida, caminando con la acompasada lentitud de una procesión, agrupados, desafiantes, acorazados en sí mismos, como si posaran para una fotografía de familia y la individualidad de cada uno se cumpliera del todo en la manera en que caminaban sin separarse, el hombre del traje negro empujando suavemente la silla con las ruedas de caucho que se deslizaban con un rumor de ventosas sobre el pavimento, el militar a la derecha, ceremonioso y severo, con el brazo izquierdo doblado en ángulo recto y adherido al costado y la gorra tan perfectamente horizontal como una ofrenda, el sacerdote a la izquierda, sonriendo con una cierta abyección de criado, con la cabeza baja, murmurando tal vez palabras de despedida o de consuelo. La mujer parecía aislada por completo del mundo, no sólo de la iglesia, sino también de la compañía de los otros y del impulso que la conducía hacia la salida, como idiota, moviendo la boca en una especie de oración, con los labios pintados de rojo como una sonrisa superpuesta a su cara y al maquillaje blanco y rosado en los pómulos. Él, su padre, apenas volvió la cabeza cuando pasaron a su lado, y ella no pudo ver la expresión de sus ojos, pero olió a perfume eclesiástico y a loción de afeitar y a polvos de arroz y vio los ojos del hombre vestido de negro fijarse en ella y tal vez desearla con una mirada turbia y fugaz que había visto otras veces en desconocidos solitarios y de mediana edad, y condenarla al mismo tiempo sin posibilidad de absolución. Unos segundos más tarde ya no quedaba nadie en la iglesia y el sacristán daba una palmada desde el altar mayor que resonó en el espacio cóncavo y les ordenaba por señas que se fueran, sin miramientos, como un guardián atareado.

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