El jinete polaco (6 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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Distingo el eco de cada uno de los llamadores de la plaza de San Lorenzo tan exactamente como las voces y las caras de los vecinos, la distinta sonoridad con que las aldabas golpean en cada una de las puertas y hasta la manera peculiar con que llaman los hombres o las mujeres, los parientes o los desconocidos, los mendigos o los lecheros o los vendedores, y sé también cómo suenan los aldabonazos de la urgencia o del miedo en la quietud de la noche, cuando los golpes metálicos provocan en el interior de una casa rumores de despertar y pasos rápidos en las escaleras o una tensa expectación silenciosa en los dormitorios donde aún no se ha encendido la luz. No me hace falta asomarme para saber en casa de quién están llamando: oigo la resonancia poderosa del llamador de Bartolomé, cuyo matiz agudo se me antoja de oro, porque es el hombre más rico de la plaza y tiene grandes olivares y muleros que le hablan sin levantar la cabeza cuando los recibe aplastado en un sillón de mimbre en el portal, con los párpados sin pestañas entornados por una somnolencia de saurio y una colilla ensalivada de puro colgándole de la boca tan flojamente como le cuelga la papada. Oigo los golpes débiles de la pequeña aldaba de Lagunas, que es desmedrada como él y tan chillona, apresurada y confusa como su voz de eunuco, los golpes fuertes y severos del llamador de mi casa, que tienen la dignidad de la estatura y de la voz de mi padre y cuyo eco llega hasta el fondo del corral y se repite nítidamente en la fachada de la Casa de las Torres, el sonido muerto del llamador de la casa del rincón, paredaña a la nuestra, que permanece casi siempre mudo porque nadie vive en ella desde hace años, desde que el ciego Domingo González, que la había usurpado al final de la guerra, se marchó definitivamente enloquecido por la oscuridad y el terror y fue a refugiarse en una de las estaciones abandonadas junto al río.

Imagino que oigo sonar los llamadores en el aire quieto de la plaza, voces singulares y metálicas entre las voces de las niñas que cantan romances saltando a la comba y de los niños que juegan al rongo, a tite y cuarta, al mocho, a pía maisa, según la estación, porque cada época del año trae sus propios juegos y hasta sus narraciones y terrores, el miedo a los tísicos cuando arden en la noche las hogueras de San Antón, la amenaza de los Gorras que se han escapado en parvas feroces del orfelinato y que degüellan a los perros y apedrean a los niños con fulminantes guijarros, la presencia invisible de la Tía Tragantía que canta al otro lado de las esquinas su llamada de muerte la noche de la víspera de San Juan, el fantasma de la Casa de las Torres, cuyo rostro, imaginado tantas veces en los insomnios de la infancia, he visto casi treinta años después en una de las fotografías del baúl que el comandante Galaz se llevó a América y tal vez nunca abrió. No sólo repetíamos las canciones y los juegos de nuestros mayores y estábamos condenados a repetir sus vidas: nuestras imaginaciones y nuestras palabras repetían el miedo que fue suyo y que sin premeditación nos transmitieron desde que nacimos, y los golpes que da el aldabón en forma de argolla sobre las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres resuenan en mi propia conciencia al mismo tiempo que en la memoria infantil de mi madre, devolviéndola a la mañana de mayo en la que vio bajar por la calle del Pozo primero el carro de los muertos sin dignidad al que llamaban la Macanca y luego el coche negro del médico don Mercurio, tirado por el caballo
Bartolomé
y la yegua
Verónica
, conducido por un joven cochero de guardapolvo verde que se llamaba Julián y a quien yo conocí como un taxista calvo y hercúleo que algunas veces nos llevaba en nuestros viajes a la capital de la provincia, ese lugar donde había edificios muy altos y ciegos con gafas negras en las esquinas y médicos que tenían en la frente espejos atados con correas de cuero.

Mi madre estaba cosiendo en el zaguán, junto a la puerta entornada, en la penumbra que olía como las hojas de los álamos después de la lluvia, oyendo sin envidia, con una inconsciente sensación de lejanía, las voces de las niñas que saltaban a la comba en la plaza, y luego, casi sin advertirlo, oyó que se hacía el silencio, que un ruido metálico abolía las voces o las amortiguaba hasta el murmullo y que se abrían postigos de ventanas en la calle del Pozo. Las ruedas de hierro crudo bajaban rebotando sobre el empedrado, y el látigo del conductor restallaba en el aire sin que se hiciera más veloz el paso de la mula sonámbula que tiraba de aquel carro de augurios, cuyo solo nombre inexplicable, la Macanca, ya era una amenaza, como otros nombres y palabras que ella oía sin entender pero sabiendo instintivamente que deparaban un seguro infortunio. Pensó que la Macanca traería el cuerpo muerto de su padre, que lo habían matado o había fenecido de hambre en ese sitio que su abuelo Pedro Expósito llamaba el campo de concentración, y que ella imaginaba como una llanura desierta y cercada con alambre espinoso que su padre recorría como alma en pena entre olivos estériles, con su capote militar sobre los hombros, con su uniforme desgarrado y azul de la Guardia de Asalto, héroe solemne de las fotografías y de los embustes que inventaba sin el menor propósito de mentir y víctima de una incorregible inocencia que lindó muchas veces con la estupidez y la locura: la noche de un sábado de finales de marzo las tropas enemigas habían ocupado Mágina, y a la mañana siguiente, sin hacer caso de nadie, él se puso su uniforme de gala y echó a andar tranquilamente hacia el hospital de Santiago, porque le tocaba guardia, y nada más llegar vio que habían cambiado la bandera que ondeaba sobre la fachada y lo hicieron preso y tardó más de dos años en volver. Él era un hombre de palabra, él nunca había hecho otra cosa que cumplir con su obligación, y como no había recibido contraorden su deber era presentarse a las ocho, y con la gorra de plato ligeramente ladeada y los hombros tranquilos y la botonadura que a mi madre se le antojaba de oro abrochada hasta el cuello salió a la calle y le hizo adiós con la mano a su hija antes de doblar la esquina de la plaza, una mañana fría y nublada de marzo que a ella le parecía remota, porque aún no había aprendido a medir el tiempo, a subdividir en semanas, meses y años la eternidad estática y sin modificaciones de la infancia. «Manuel, con razón tienes la cabeza tan grande», le dijo Leonor Expósito al despedirlo en el umbral, y mi bisabuelo Pedro, que casi nunca hablaba, había acariciado la cara de mi madre humedeciéndose los dedos con sus lágrimas y le había murmurado al oído, en el mismo tono de voz en que le hablaba a su perro: «Hija mía, tu padre es un imbécil.»

Dejó en la silla la costura y no se atrevió a asomarse a la puerta, no sólo porque le daba miedo la Macanca, sino porque su madre le tenía prohibido que la abriera del todo. Ésa había sido su vida de los últimos años, su vida entera, desde que tuvo capacidad de recordar, zaguanes empedrados, cuartos en penumbra y puertas entornadas a las que le prohibían asomarse, voces irreales en la calle, donde se desplegaba una selva de peligros, los bombardeos, los disparos sueltos, las furiosas estampidas de hombres y mujeres que gritaban levantando puños y armas, los desconocidos que ofrecían caramelos a las niñas o llevaban al hombro un saco que tal vez contenía una cabeza cortada, los vagabundos, los soldados fugitivos, los moros que al atardecer bajaban en dirección al manantial de la muralla para lavar sus ropas danzando sobre ellas con sus grandes pies negros y descalzos y luego se arrodillaban sobre una manta extendida y levantaban los brazos y humillaban la cabeza gritando cosas en un idioma que no parecía hecho de palabras y era que estaban rezando. Pero oía tan cerca las ruedas de metal que la venció la tentación de entreabrir los visillos de la ventana que daba a la calle del Pozo justo cuando pasaba el carro en forma de ataúd, que tenía en la parte de atrás un pestillo exactamente igual a los que cierran los hornos. Lo conducía un hombre pálido que tenía cara de tísico o de ahorcado redivivo y daba tumbos asido con la mano derecha a la barra del pescante y esgrimiendo en la izquierda un látigo de cuero que usaba con saña inútil contra las ancas huesudas de la mula. Cuando alguien se quitaba la vida no iba a recoger su cuerpo el coche con crespones de luto de la funeraria, sino el carro vil de la Macanca, que no lo llevaba a los patios cristianos del cementerio, sino al otro lado de los bardales sin cruces del corral de los Matados. También aparecía en tiempos de epidemia, o cuando se había cometido un crimen, o cuando se encontraba en una cuneta el cadáver de alguien y no se sabía quién era ni si había muerto confesado. Así que si ahora entraba en la plaza de San Lorenzo era la señal de una desgracia: en el silencio súbito mi madre oyó las ruedas, los cascos de la mula, los latigazos, como si ya resonaran dentro de su casa, y ahora sí se atrevió a asomarse a la calle, enajenada por el miedo, hipnotizada y temeraria, imaginando que el carro se detenía ante su puerta y que el cochero tensaba la rienda y bajaba del pescante y fijaba en ella sus ojos de enfermo, las pupilas que ni ella ni nadie se atrevía a mirar. Pero no se detuvo, y ahora mi madre la veía desde atrás, un largo catafalco pintado de negro pasando junto a los álamos y las puertas cerradas, en la plaza vacía, parándose por fin con crujidos de herrumbre frente al portalón de la Casa de las Torres, bajo los relieves de gigantes encadenados que sostenían borrosos escudos de armas y las gárgolas que asomaban sobre los aleros un gesto unánime de voracidad y terror. Vio en la plaza ventanas entreabiertas y caras de mujeres ávidas que se hacían señales de balcón a balcón. También su madre, Leonor Expósito, salió de la cocina secándose las rojas manos en el delantal, la miró con enojo y asiéndola de un brazo la hizo volver al zaguán y cerró la puerta con la misma terminante premura que cuando sonaban las sirenas y había que esconderse a toda prisa en la bodega. Cruzó corriendo los dos portales en busca de su abuelo Pedro, que estaba, como ella suponía, en el corral, sentado junto al pozo, acariciando el lomo de su perro, pelado por la vejez, y contándole tal vez en voz baja historias de la guerra de Cuba o ejemplos de la estupidez de su yerno, que en lugar de deshacerse del uniforme y esconderse temporalmente, como tantos, o de ponerse una camisa azul y vitorear a las tropas de moros y requetés en la calle Nueva, se había ajustado los guantes blancos y la guerrera de las guardias de gala para que los recién llegados invasores lo detuvieran y lo encarcelaran con la debida dignidad.

Cuando vio venir a la niña, Pedro Expósito dejó de conversar con el perro: eso era lo que hacía, pero únicamente cuando estaba a solas con él, le decía algo y se quedaba en silencio mirando las pupilas tristes del animal, que parecía atender a sus palabras y darle la razón con los movimientos del hocico, y si llegaba alguien mi bisabuelo le hacía una rápida señal de cautela y el perro miraba con indiferencia al intruso, como retándolo a descifrar un secreto que no le pertenecía. Abuelo, dijo mi madre, tan excitada que se le entrecortaban las palabras, salga usted, que parece que ha pasado algo, que ha venido el carro de los muertos. El viejo le sonrió sin decir nada, como si no la entendiera, contemplándola desde la lejanía de su edad con una expresión que era exactamente la misma que había en los ojos del perro, y luego la invitó a acercarse con un gesto de la mano, con hospitalidad y ternura, como si le bastara llamarla para conjurar cualquier maleficio que la amenazara. Pasó su brazo derecho sobre los hombros de mi madre estrechándola suavemente contra él y le acarició la cara sin apenas tocársela, como si fuera ciego y dibujara de memoria sus rasgos. No tengas miedo, le dijo, que no viene por ti.

Entre todas las voces que conocía sólo aquella la rescataba del miedo y le sonaba siempre libre de oscuridad y mentira. La voz de su padre, que ahora sólo podía recordar en sueños de los que su propio llanto la despertaba, se convertía muchas veces en un escándalo de ira. De pronto lo oía gritar sin entender por qué y procuraba ocultarse, y desde su escondrijo —las faldillas de una mesa, la espalda de un sillón, la proximidad acogedora y el olor a pana antigua y a tabaco de su abuelo— seguía escuchando insultos y tremendas blasfemias, patadas y correazos que silbaban en el aire tras una puerta cerrada. La voz de su madre, cuando le hablaba a ella, solía tener la frialdad de una orden o la amargura de una queja, cuando no un matiz de ironía que aún iba a lacerarla muchos años después de que se alejara de la infancia, de la que tal vez le ha quedado no la memoria de un paraíso inexacto que ella no conoció, sino el tormento secreto del miedo y de la incertidumbre que tal vez yo heredé de ella igual que la forma de la cara y el color de los ojos. Pero al menos tenía siempre consigo la voz de su abuelo Pedro, que le hablaba a una parte de su alma anterior a toda posibilidad de recuerdo, porque la había estado oyendo desde que se dormía en la cuna con las habaneras que él le murmuraba. De noche le bastaba oírla en una habitación contigua o tan sólo imaginarla para que se desvanecieran las otras voces de la oscuridad, las salmodias de las brujas y los cuentos atroces del tío Mantequero, los silbidos de las bombas, los motores que se detenían antes del amanecer junto a las puertas de las casas y los golpes violentos en los llamadores, la letanía de la madre y la hija que oyen desde la cama los pasos del asesino que viene a degollarlas. Ay mama mía mía mía quién será, cantaban al anochecer en los corros, bajo las bombillas recién encendidas, cállate hija mía mía mía que ya se irá, y esas palabras, que a nadie parecían atemorizar más que a ella, se las repetía monótonamente su memoria cuando estaba acostada, y era inútil que se tapara la cabeza con las mantas y que rezara para defenderse el Señor mío Jesucristo, porque los crujidos en la escalera eran los pasos de alguien y el ruido de la carcoma en las vigas del techo o de las ratas en el pajar era el aviso de que alguien venía horadando los muros de la casa cerrada, alguien acercándose con la fatalidad del mecanismo de un reloj, ay mama mía mía mía quién será, el hombre que vino a decirles que su padre estaba en la cárcel, cállate hija mía mía mía que ya se irá, los que llamaron a la casa del rincón y se llevaron a Justo Solana en una furgoneta negra, el cochero de la Macanca, con su cara de verdugo o de muerto, el médico jorobado, don Mercurio, que visitaba a sus enfermos en uno de los últimos coches de caballos que se vieron en Mágina y que parecía de antemano enviado por la funeraria.

Dice mi madre que el coche de don Mercurio irrumpió esa mañana en la plaza de San Lorenzo unos minutos después que el carro de los muertos indignos, negro y decrépito como la figura de su dueño, con su capota de cuero gastada por casi todos los soles y los inviernos del siglo, con sus cristales rajados por las ondas de las explosiones, con sus cortinillas de una gasa como de velo de viuda tras las que mi abuelo Manuel dijo haber visto una noche la cara de una joven, lo cual le dio motivo para inventar pormenores legendarios sobre la virilidad de don Mercurio, que según él se mantuvo intacta y batalladora hasta que el médico cumplió un siglo. Pero mi madre no vio el coche todavía, no esperó a descubrir por el sonido de un llamador en casa de quién había anidado la desgracia. Permaneció en el corral, al amparo del brazo de su abuelo, que aún reposaba en sus hombros, tan silenciosa como el perro, compartiendo la misma certeza de protección que les deparaba a los dos la voz de Pedro Expósito, que ahora acariciaba la cabeza del animal y le decía, no te preocupes tú, que tampoco vienen por nosotros.

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