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Authors: César Vidal

El Judío Errante (3 page)

BOOK: El Judío Errante
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—No tengo ni idea —comenté escasamente interesado en el relato.

—En perfumes. Sí. No ponga esa cara. En perfumes. ¿Y por qué en perfumes?

—¿Porque es un objeto de lujo como las joyas? —aventuré.

El judío me miró sorprendido. Tuve la impresión de que no esperaba que acertara con la respuesta adecuada.

—Pues... sí, exacto. Precisamente por eso —dijo a un paso de la estupefacción—.A los clientes ya los conocía. Se trataba de la gente que me llamaba para que les arreglara un brazalete, les fabricara un anillo o les tasara un collar. No eran muchos, claro, porque aquélla no era una sociedad de consumo como la actual, pero lo que te pagaban daba para vivir holgadamente. Y, como usted se ha imaginado, se trataba de personas que también estaban dispuestas a adquirir perfumes. Bueno, perfumes o ropa cara o muebles distintos de los que podía ofrecer un carpintero corriente. El caso es que, como le estaba contando, el futuro no podía ser más prometedor.

—¿Y Jesús? —pregunté mientras intentaba saber qué tenía que ver todo aquello con su afirmación de haber tenido contacto con él.

—Bueno, Jesús no era muy conocido en Jerusalén. Es cierto que había acudido a alguna de las fiestas importantes en los años anteriores y que se había armado cierto revuelo, pero luego regresaba a Galilea y creo que la mayoría de la gente se olvidaba de él. Así de simple. Además no crea usted que resultaba tan claro saber quién pretendía ser. Unos decían que era Elías, otros que era uno de los profetas. No le digo más que incluso no faltaban los que se empeñaban en afirmar que era Juan el Bautista, al que había decapitado Herodes. Este Juan...

—Conozco la historia de Juan —le interrumpí.

—Sí. Debí suponerlo. En cualquier caso, yo no llegué a conocerlo, de manera que poco puedo relatarle sobre él. Bueno, como le decía, a mí todo me iba bien. Mis padres tenían buena salud, me esperaba contraer matrimonio con una mujer de la que me habían dicho que era hermosa y, sobre todo, buena, y los negocios marchaban viento en popa. Y entonces, cuando todo discurría a las mil maravillas, un domingo, Jerusalén se conmovió como si actuara agitada por los perversos efectos de un poderoso hechizo. Yo había acudido al taller de perfumes que acababa de comprar y estaba oliendo alguno de los encargos que habíamos recibido para comprobar si agradaría a un cliente y entonces comencé a escuchar un guirigay tremendo por la calle. En aquel entonces, en general, teníamos tranquilidad en Jerusalén, pero, por lo que me había contado mi padre, no podía descartarse que se produjera algún tumulto obra de exaltados...

—Sí. Esta ciudad es famosa por los locos que produce —dije con mi peor intención, aunque el judío no pareció percatarse de lo que había pretendido señalar.

—Bueno, el caso es que envié a Isaac, uno de los aprendices que trabajaban en el taller para que averiguara lo que sucedía.

—¿Y de qué se trataba? —pregunté siguiéndole la corriente.

—Tardó bastante en volver —continuó hablando como si no hubiera escuchado mi pregunta—. Reconozco que, a medida que pasaba el tiempo, comencé a sentirme molesto. Le había enviado a enterarse de lo que pasaba y daba la sensación de que había decidido aprovecharse para no trabajar. Estaba realmente indignado, pero que muy indignado, y entonces el muchacho reapareció.

Se detuvo el judío y tragó saliva. Me dio la impresión de que acababa de toparse con un obstáculo y que no le resultaba fácil seguir con la narración. Mejor. Cuanto antes quedara de manifiesto que era un desequilibrado, antes se sentiría avergonzado y dejaría de darme la lata. Y a todo eso, ¿dónde estaba Shai?

—Estaba... estaba... ¿cómo podría decírselo? Estaba como bebido, no, más bien como drogado. Caminaba lentamente, con inseguridad, como si no albergara la seguridad de estar pisando el suelo y la mirada... ay, la mirada... estaba como ido, como si viera más allá de lo que nosotros podíamos observar... Le agarré del brazo y lo zarandeé a la vez que le preguntaba por qué había tardado tanto. Entonces clavó sus ojos en los míos y dijo: «He visto al mesías».

—¿He visto al mesías? —repetí un tanto sorprendido.

—Sí. Eso mismo. Y, hay que reconocerlo, daba la sensación de que así era porque el muchacho parecía hallarse suspendido entre el cielo y la tierra. Sentí un escalofrío, sí, lo reconozco, pero tenía demasiado trabajo por hacer como para entretenerme con las estupideces de un muchacho. «Sí, bien, bien, le dije, pero ¿tú crees que está bien perder así el tiempo?»

—¿Y qué le respondió?

—El muchacho sonrió, sonrió de una manera extraña, como si tuviera compasión de mí. ¡De mí! Y entonces me contó que había visto al mesías. Iba montado no en un caballo de guerra, sino en un asno, en un pollino, y la gente tendía sus mantos ante él, y agitaba palmas y también ramas de olivo y le gritaba: Hosanna!

—Sálvanos...

—Justo. Sálvanos. No puedo ocultarle que me sentí un tanto impresionado. Verá: yo era un judío religioso. Cumplía con la Torah escrupulosamente y, por supuesto, creía en que el mesías debía aparecer en algún momento. Pero ¿en ese momento? ¿Justo entonces? Sinceramente, me costaba aceptarlo. Así que le pregunté en ese momento si los romanos se habían desplomado a su paso, si había tomado la fortaleza Antonia, si había dado alguna prueba de su mesianidad, si... bueno, el caso es que el muchacho me dijo que algunos de los fariseos habían reprendido a aquel hombre por consentir que las muchedumbres lo aclamaran como mesías y entonces se había vuelto hacia ellos y les había dicho: «Si éstos callaran, las piedras hablarían». Como lo oye. «Si éstos callaran, las piedras hablarían.» Me di cuenta de que aquel pobre chico estaba bajo los efectos de una impresión enorme, hoy supongo que lo denominarían shock, así que le dije que se sentara y reposara un poco, a la vez que pedí con una seña a uno de los trabajadores que le echara un vistazo. Durante el resto del día, me volqué en el trabajo intentando que se me fuera de la cabeza todo lo que aquel estúpido me había contado. Sin embargo, me resultó imposible. Cada vez que parecía que aquel mesías se me despegaba de la mente algo me lo recordaba. Para remate, hacia el final del día, dos clientes se pasaron por el comercio y comenzaron a contarme la misma historia que ya había escuchado al aprendiz. Eran mayores y no mostraban el mismo entusiasmo, pero apenas podían ocultar que les había impresionado aquel sujeto cuyo nombre, según me dijeron, era el de Jesús. Debo insistir en que no creían en él, pero insistían en preguntarse si podría resultar cierto que los últimos tiempos hubieran llegado. Cuando se marcharon, decidí que, después de todo, no estaría mal que me enterara personalmente de lo que había sucedido. No es que pensara que hubiera posibilidad alguna de que aquel Jesús fuera el mesías, pero deseaba saber el terreno que estábamos pisando. Se acercaba la Pascua, la ciudad estaba rebosante de peregrinos y lo único que faltaba era que algún loco se pusiera a hacer estupideces que acabáramos pagando todos. Di orden a los empleados de cerrar el comercio un poco más tarde y me encaminé hacia la casa del sumo sacerdote. Creo que le he dicho ya que era un cliente... —Sí, creo que sí.

—La ciudad se encontraba rebosante de gente que comenzaba a llegar para la celebración de la Pascua, pero conocía perfectamente las calles y, a pesar de las aglomeraciones, no me costó mucho llegar hasta la morada del sumo sacerdote. No puede usted imaginarse el revuelo que había.

—Bueno, si estaba cerca la Pascua...

—No. No se trataba de eso. Era... era como si el aire estuviera cargado de una tensión espesa, una forma de presión que te oprimía los pulmones provocando que tu respiración resultara más difícil y que además con cada inspiración te penetrara en el cuerpo una sensación insoportable de tristeza. ¿Cree usted que los edificios pueden tener una atmósfera de pesar o de alegría?

—Pues no sabría qué decirle... —respondí desconcertado por la pregunta.

—Le aseguro que la tienen. Hay casas en las que se entra y sobre uno desciende la paz, mientras que en otras parece que la muerte te roza, casi como si te arrojara encima su aliento. Sí, es así, pero no me pida que se lo explique porque ignoro totalmente la razón. Bueno, fuera como fuese, lo cierto es que aquella casa exudaba algo pesado y deprimente. Estuve tentado de marcharme e incluso me quedé parado en el patio sin saber qué hacer, pero entonces una criada me vio. Me conocía de pasar por allí con cierta frecuencia y me saludó. «No puedes imaginarte cómo están todos, me dijo; luego, bajando la voz, añadió: Dicen que ha aparecido el mesías.» Sentí un peso en la boca del estómago al escuchar aquellas palabras. O sea que estaban al corriente. Bueno, me dije, es lo más lógico. A fin de cuentas, ¿qué sucedía en Jerusalén que no supieran y controlaran los sacerdotes del Templo? Le daba vueltas a todo esto cuando en la puerta apareció uno de los asistentes del sumo sacerdote. Con éste, en particular, había hablado muchas veces y al verme, sonrió y me dijo: «Vienes en un mal día. Muy mal día». La sensación de malestar que experimentaba desde hacía un buen rato se me acentuó al escucharle. «No puedes imaginarte la que se ha armado en el Templo», añadió mientras sacudía la mano derecha y lanzaba un silbido. «Pues no, no lo sé», le dije. Miró fugazmente a uno y otro lado, se acercó a mí, me agarró del brazo derecho y me apartó unos pasos. «Verás, me dijo. Se trata de un sujeto que se llama Jesús. Al parecer, lleva tiempo afirmando que es el mesías. Hay quien dice que es un endemoniado. Desde luego, una pretensión así roza la blasfemia, pero lo peor es que hay muchos que se lo creen. Pues bien, esta mañana, ha entrado en Jerusalén y la gente lo aclamaba. ¿Puedes creerlo? Lo aclamaban.» Hizo una pausa, volvió a mirar a uno y otro lado como si temiera que nos descubrieran mientras estábamos charlando y añadió: «Pero lo peor fue lo que pasó después. Ese tal Jesús se dirigió al Templo. Bueno, todavía si hubiera acudido a orar... pero no, qué va, llegó hasta el patio de los goyim, donde están los animales para el sacrificio y las mesas de los cambistas y... no sé si te lo vas a creer. Se hizo con un látigo de cuerdas y echó a todos los animales y luego... luego volcó las mesas de los cambistas. Imagínate. ¡Con lo necesarios que son! ¿Cómo se va a llevar dinero al interior del Templo que lleve imágenes grabadas en contra de lo ordenado en la Torah? ¡Esos cambistas que sustituyen las monedas con signos paganos por las nuestras son indispensables! ¡No se les puede atacar! Realizan un servicio que nos beneficia a todos. Como ves, lo sucedido ya resultaba bastante grave, pero es que entonces se puso a gritar como un poseso y a decir que la casa de su padre era una casa de oración y nosotros la habíamos convertido en una cueva de ladrones.

»Le confieso que me quedé pasmado al escuchar todo aquello. Pero ¿quién se creía que era ese Jesús? Aunque hubiera sido el mesías, y eso estaba por ver, ¿cómo se atrevía a entrar de esa manera en el Templo del único Dios verdadero? Pensaba en todo ello cuando el sacerdote me dijo: "Ya puedes imaginarte en la situación en que nos encontramos... Un motín, una revuelta, un disturbio y los romanos acabarán lanzándose sobre Jerusalén y destruirán la ciudad y el santo Templo y entonces ¿qué sería de la nación? Ese Jesús es un peligro y, desde luego, no puede con-sentirse que por él acabemos todos acarreándonos la desgracia". Asentí a lo que me acababa de decir. Para ser sinceros, me pareció que estaba cargado de razón. Llevábamos una etapa prolongada de sosiego y tranquilidad como para que ahora llegara aquel personaje de Galilea y nos arrojara al desastre y...»

—¿Y no pensó que pudiera ser el mesías? —le interrumpí.

El judío frunció los labios en un gesto que podía haber sido de duda y guardó silencio.

4

Durante unos instantes, el extraño personaje no pronunció palabra alguna. Tuve la impresión de que acababa de tocar en su alma un punto débil y neurálgico oculto en medio de aquel disparate continuado que llevaba ya un buen rato relatando. Su rostro mostraba una ligera contracción, como si le molestara una úlcera o sintiera los efectos de una indigestión. Por un instante, pensé que aquella absurda experiencia había llegado a su final, que Shai aparecería de un momento a otro y que me podría marchar de aquel lugar dejando tras de mí a aquel trastornado imaginativo e inquietante. Me equivoqué.

—Charlamos todavía un rato —dijo inesperadamente— y durante los siguientes días procuré no volver a pensar en Jesús ni en lo que me había dicho el asistente del sumo sacerdote. Creo que lo conseguí. De hecho, entre los preparativos para la cena de Pascua y el trabajo que tenía que despachar antes de que comenzaran las celebraciones se me fue pasando el tiempo casi sin darme cuenta y entonces llegó la noche más importante de la fiesta y recordamos como pueblo la manera en que Dios había descargado sus plagas sobre el faraón para liberarnos y cómo en la última había acabado con todos los primogénitos salvo los de Israel cuya vida quedó preservada por la sangre de un cordero inocente puesta en las puertas y cómo, finalmente, dirigidos por Moisés nos sacó de Egipto y nos hizo pasar a salvo el mar de las Cañas aplastando al ejército del rey tiránico que nos perseguía. Y nos gozamos con el tierno cordero asado y con las cuatro copas de vino que alegraban el corazón y con el canto de los salmos del Hallel que elevaba nuestras almas y volvimos a sentirnos libres como una nación bajo Dios.

Por un instante, le habían brillado los ojos como a un niño que disfruta rememorando un día de regocijado asueto. Luego, de la manera más inesperada, se detuvo y respiró hondo.

—Me enteré de que lo habían prendido por un cliente que vino a comprar no recuerdo qué. No es que hubiera creído nunca en él, como usted puede imaginarse, pero sentí rabia al conocer su detención.

—¿Lamentó que la llevaran a cabo?

—No... no, más bien, todo lo contrario. Lo que me indignó fue que se tratara de un impostor más y de que en su soberbia necedad nos hubiera puesto a todos en peligro.

—¿De verdad cree usted que Jesús era un peligro?

—No tenía entonces la menor duda —respondió el judío a la vez que bajaba la mirada—. Lo que aquel sacerdote me había dicho era una realidad. Dura si usted desea verlo así, pero innegable. Jesús había entrado en Jerusalén proclamándose mesías, la masa lo había aclamado y se había dirigido al Templo para llevar a cabo unas acciones intolerables. Era sólo cuestión de tiempo que se produjera un disturbio y los romanos...

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