—Sí, señor Mochedano —dijo el policía tras un carraspeo—. Disculpe que le molestemos a estas horas, pero hemos recibido una denuncia según la cual esta noche se ha producido aquí, en su casa, un incidente con armas de fuego. ¿Es cierto?
—¿Armas de fuego? —Mochedano parpadeó varias veces y negó con la cabeza—. No, señor; no tengo ninguna arma.
—Y durante la última hora, ¿no ha ocurrido nada anormal? ¿Ha entrado un intruso o alguien le ha amenazado?
El jugador volvió a sacudir la cabeza.
—No, no ha pasado nada —dijo—. Estaba viendo la televisión y ahora iba a acostarme.
Rivera volvió a fulminarme de reojo y luego le dedicó a Mochedano una apenas esbozada sonrisa de disculpa.
—Lo siento, ha sido una falsa alarma —se excusó—. No le entretenemos más, señor Mochedano. Gracias por su colaboración; buenas noches.
—Buenas noches, señores —se despidió el jugador.
Luego, tras dirigirme una última y nerviosa mirada, abandonó el recibidor. La criada se acercó entonces a la puerta y la abrió de par en par, quizá demasiado apresuradamente, como si quisiera que nos largáramos cuanto antes. Al pasar por su lado, cuando estaba a punto de cruzar el umbral, me detuve y le pregunté:
—¿Quién más hay en la casa?
La mujer tardó un instante en responder.
—Eduardo, el jardinero —dijo—, y Gregorio, el chófer.
—¿Sólo la servidumbre y el señor Mochedano? ¿Nadie más?
—No, señora, nadie más.
En ese momento, Rivera me cogió por un brazo y, tirando de mí, gruñó:
—Venga, tenemos que irnos.
Recorrimos en silencio el sendero que conducía a la salida. Al llegar a la calle, mientras el portalón se cerraba lentamente a mi espalda, Rivera se encaró conmigo y, en un tono que no presagiaba nada bueno, me anunció:
—Va a tener que acompañarnos a comisaría, señora.
Entonces, como sir Lancelot acudiendo al rescate de Ginebra, un coche se aproximó por la calzada hasta detenerse a nuestro lado y de él bajó Emilio Santamaría.
* * *
Emilio estuvo más de diez minutos hablando con el subinspector Rivera, primero enterándose de lo que había pasado y después, supongo, intentando convencer al policía de que yo no era una loca ni una bromista. Y digo supongo, porque no asistí a esa parte de la conversación, pues Rivera y Emilio se apartaron de mi lado para poder hablar sin ser oídos, mientras me dejaban bajo la atenta vigilancia del compañero de Rivera, que me miraba como si a duras penas pudiera contener las ganas de ponerme las esposas y tirar la llave.
Pero agradecí aquella pausa, pues necesitaba tiempo para pensar. Había visto cómo disparaban contra Mochedano y media hora después el jugador estaba vivo e ileso, tan saludable que daba gusto verle. Y sólo se me ocurrían dos explicaciones para aquella insólita resurrección: o bien había imaginado la muerte de Mochedano —algo poco probable, pues no soy proclive a las alucinaciones—, o bien… ¿qué?
Entonces, de repente, lo entendí. Llevaba días delante de mis narices, pero no había acertado a plantearme la pregunta adecuada. Mario Rodríguez estaba muerto porque había encontrado la fe de bautismo del hermano del jugador, por eso lo habían matado. Pero ¿qué dato comprometedor podía contener una simple fe de bautismo? De hecho, ¿qué contenía una fe de bautismo? El nombre del recién nacido, los nombres de los padres y de los padrinos, la fecha de nacimiento…
¡La fecha de nacimiento, por supuesto!
Por otro lado, estaba la dirección de correo electrónico del chantajista:
sinimeg
. Géminis al revés. No el signo del zodíaco, sino su símbolo. No un nombre cualquiera, sino uno elegido por su significado. Géminis. A punto estuve de echarme a reír, pero me contuve, pues no era cuestión de confirmar con una risa extemporánea las sospechas que los policías abrigaban sobre mi estado mental. Pero resultaba gracioso; de pronto, todo encajaba, aunque aún no sabía hasta qué punto. En cualquier caso, lo único que tenía era una bonita teoría, pero ninguna prueba que la confirmase.
Volví la cabeza y vi que Rivera se había situado junto al coche patrulla y estaba hablando por la radio. Unos minutos después, regresó junto a Emilio Santamaría, le dijo algo y llamó con un gesto a su compañero. Emilio se aproximó a mí.
—Ya lo he arreglado —dijo en tono neutro—. No van a detenerte.
—Gracias —musité.
—Sólo cumplo con mi trabajo —replicó él—, porque si por mí fuera, ahora estarías camino de la comisaría. Me tienes la hostia de cabreado, Carmen.
Los policías subieron a sus vehículos y arrancaron. Emilio y yo los contemplamos en silencio mientras se alejaban.
—Bueno —dijo cuando los coches desaparecieron de vista—, ¿vas a contarme de una vez por todas qué cojones está pasando?
Señalé con un cabeceo hacia la casa de Mochedano.
—Nos vigilan —dije.
—Con el follón que has montado lo que me extraña es que esto no esté lleno de periodistas.
—Ya. Anda, llévame en tu coche; te lo contaré por el camino.
Subimos al vehículo; Emilio arrancó el motor, viró en redondo y enfiló calle arriba.
—Gira a la derecha —le dije—; y luego a la derecha otra vez.
—¿Adónde coño vamos? —preguntó.
—No nos vamos —respondí—; nos quedamos. Haz lo que te digo. —Emilio gruñó algo, pero me hizo caso y se adentró en la calle paralela—. Aparca al final —le indiqué—, cerca del bosquecillo.
Emilio obedeció y estacionó el coche al fondo de la calle. Abrí la puerta para bajarme, pero él me contuvo sujetándome por el brazo.
—Un momento, Carmen. ¿Qué está pasando?
—Que han disparado contra Mochedano —respondí.
—No me vengas con soplapolleces —bramó—. Ese policía acaba de decirme que Rubén está vivito y coleando, coño.
—Es complicado, Emilio, y aún no tengo pruebas; pero si estoy en lo cierto, en esa casa hay ahora un hombre herido o, más probablemente, muerto. —Consulté el reloj del salpicadero: eran las dos menos diez—. En cualquier caso —proseguí—, estoy segura de que antes de una hora alguien vendrá a esa casa o saldrá de ella.
—Y ese hombre que está muerto o herido —comentó Emilio con recelo— es Mochedano, que según parece está vivo e ileso, ¿no?
Sonreí con cansancio.
—Aunque te cueste creerlo, sí.
Emilio se frotó los ojos y exhaló un suspiro.
—¿Qué ha pasado con el asunto del chantaje? —preguntó.
—No hablemos en el coche, Emilio. Desde aquí no se distingue la casa y no quiero perderla de vista. Además, ahí fuera me esperan unos colaboradores.
Salimos del vehículo y nos aproximamos a la linde del bosque. Al poco, Félix y Delco surgieron de entre los árboles, y unos segundos después, el silencioso Ángel. Hice las presentaciones sin entrar en muchos detalles y nos encaminamos a la colina. Una vez allí, comprobé que las luces de la casa del jugador seguían encendidas, aunque no se advertía ningún signo de actividad. Emilio se aproximó a mí y me preguntó en voz baja:
—¿Quién es ese Ángel?
—Un colaborador —respondí.
—Ya, pues no me da buena espina. ¿En qué colabora exactamente?
—Me protege.
Emilio le miró con escepticismo.
—Demasiado enclenque para ser un guardaespaldas, ¿no?
Según me contó Hermes, en cierta ocasión había presenciado cómo Ángel dejaba fuera de combate a un matón que le doblaba en tamaño. Por lo visto, no utilizó artes marciales ni nada parecido; sólo simple y pura mala leche.
—Será mejor que no le pongas a prueba —dije.
Emilio rió entre dientes.
—Vale, tendré cuidado —ironizó—. ¿Y ahora qué tal si me cuentas qué coño ha pasado con ese chantajista?
Había tiempo por delante, así que me apoyé contra un árbol y se lo conté todo, salvo mi pequeña teoría. Cuando concluí, Emilio guardó un prolongado silencio y luego preguntó:
—¿Quién es Alejandro Cardoso?
—Un periodista colombiano nacionalizado español, es todo lo que sé.
—¿Estás segura de que ha muerto o es como ese follón que has montado con Mochedano?
Sonreí, haciendo acopio de paciencia.
—Está todo lo muerto que alguien suele estar cuando le seccionan la yugular.
—¿Y se lo han cargado los guardaespaldas de Müller?
—O fueron ellos o Cardoso descubrió la forma de suicidarse con las manos atadas a la espalda.
Emilio se frotó la nuca, pensativo.
—Y seguimos sin saber con qué chantajeaba Cardoso a Mochedano —dijo.
Bueno, yo lo sospechaba, pero me hice la loca y, sin apartar la mirada de la casa, negué con la cabeza.
—Si me hubieras dejado trabajar contigo —prosiguió él de mal humor—, esto no habría ocurrido. Pero no, tenías que hacer las cosas a tu modo. Es que las mujeres sois la hostia, coño. Al menos, podrías haberme llamado cuando identificaste al…
Alcé una mano, interrumpiendo aquel torrente de recriminaciones. El garaje de Mochedano había comenzado a abrirse.
—Va a salir un coche —dije al tiempo que echaba a andar hacia la calle—. Tú y yo vamos a seguirlo, Félix. Los demás esperad aquí.
—¿Pero quién cojones va en ese coche? —preguntó Emilio, desconcertado.
—El cadáver de Mochedano —respondí sin volver la cabeza.
Era el Opel Astra de la servidumbre y en su interior viajaban Eduardo y Gregorio, los fieles criados de Mochedano. El coche salió del garaje y se dirigió hacia una de las salidas de la urbanización; Félix y yo lo seguimos a distancia, pero sin perderlo de vista: él conduciendo la moto y yo detrás, en calidad de aterrorizado paquete. Tras abandonar La Moraleja, el Opel enfiló hacia el norte por una carretera que corría paralela a la autovía de Burgos. Unos veinte kilómetros más adelante giró a la derecha, internándose por un camino dudosamente asfaltado que discurría por entre solares, aislados edificios y campos abandonados. Félix desconectó las luces de la moto; una inteligente precaución para evitar que nos viesen, pero con el inconveniente añadido de que teníamos que circular a oscuras, lo cual no me gustó lo más mínimo.
Al cabo de tres o cuatro kilómetros, el Opel giró a la derecha por una pista de tierra. Félix se detuvo en el cruce, detrás de una pila de escombros. La senda conducía a una casa en ruinas situada a unos doscientos metros de distancia; el Opel la rodeó y se detuvo detrás del edificio.
—Si entro ahí, nos verán —dijo Félix—. ¿Qué hacemos?
—No tardarán en irse —respondí—. Escóndete.
El Gato condujo la moto fuera del asfalto, la ocultó detrás de unos arbustos que crecían frente a la desviación y apagó el motor. Me quité el casco; la noche era fresca, pero yo tenía la frente perlada de sudor. Un perro ladró en la lejanía. Apenas cinco minutos más tarde, el Opel regresó a la carretera y partió de regreso a la ciudad.
—¿Les sigo? —preguntó Félix.
—No. Espera a que se vayan y luego vamos a echarle un vistazo a esa casa.
Cuando los pilotos rojos del Opel se fundieron con la oscuridad, Félix arrancó la moto, cruzó el camino y se internó por la pista de tierra. En otros tiempos, cuando en Madrid todavía se practicaba la agricultura, aquel lugar debía de haber sido una granja, pero ahora la casa sólo era un amasijo de ruinas con los techos desplomados en medio de un solar lleno de escombros y basura.
En la parte trasera, entre la vivienda y lo que debieron de ser las cuadras, había un patio con el firme cuarteado y roto en cuyo centro se alzaba un pozo con brocal, pero sin roldana. Félix detuvo la moto y la sujetó con la pata de cabra. Bajé del vehículo, me aproximé al pozo y lo examiné con ayuda de mi pequeña linterna; la embocadura estaba cubierta por una tapa de madera.
—Ayúdame a quitar esto de aquí —dije.
Entre los dos empujamos la tapa hasta hacerla caer al suelo. Luego me asomé por el hueco y dirigí el haz de luz de la Mag-Lite hacia el interior del pozo, pero era demasiado profundo y no pude distinguir nada. Me agaché, cogí un guijarro y lo arrojé por el agujero; unos instantes después se escuchó el sordo percutir de la piedra contra el fondo. El pozo estaba seco.
—¿Qué crees que hay ahí, Carmen? —preguntó Félix.
—Un cadáver.
—¿El de Mochedano?
—Sí.
—¿Pero no has dicho antes que habías visto al Moche en su casa?
—Sí, lo he visto.
—¿Y ahora dices que está muerto y dentro de ese pozo?
—Eso es.
Félix se rascó la cabeza.
—Tía, te han sentado fatal las dos caladas que le has dado al porro.
Sonreí sin decir nada y me quedé mirando el brocal. ¿Cómo podía averiguar lo que había en el fondo de ese pozo? Desde luego, no entrando yo; pero quizá sí introduciendo otra cosa…
—¿Tienes una cuerda? —pregunté.
—Sí, en la burra; pero sólo es un cordel… Oye, no estarás pensando en que me meta ahí dentro, ¿eh?, porque ni harto de vino.
—No, no quiero que te metas ahí. Anda, déjame esa cuerda y la cámara de vídeo.
Félix se aproximó a la moto, rebuscó en la pequeña maleta que había detrás y me entregó lo que le había pedido. Apoyándome en el brocal, até un extremo de la cuerda a la cámara, de tal forma que, al colgar, el objetivo quedara mirando hacia abajo; luego le acoplé a la cámara un pequeño foco halógeno, lo encendí, oprimí la tecla de grabación y comencé a descolgar el aparato por el interior del pozo.
—Coño, qué tía más lista —comentó el Gato—. A mí no se me hubiera ocurrido.
El pozo tenía unos diez metros de profundidad, pero la cuerda sólo medía seis o siete. Aun así, el resplandor del foco de la cámara nos permitió vislumbrar el fondo del agujero. Había basura, botes, botellas, latas… y algo más, un bulto negro, quizá un saco o una lona. Y, junto al bulto, algo de color claro.
—¿Qué es eso que hay ahí? —murmuré.
—No veo ni pijo, tía. Parece un trapo o un papel.
Aguardé más o menos un minuto con la cámara colgando dentro del pozo y luego, con mucho cuidado para que no se golpeara contra las paredes, la subí recogiendo poco a poco la cuerda. Una vez con ella en las manos, detuve la grabación, desplegué la pantallita, rebobiné la cinta y oprimí la tecla de reproducción.
Al principio, las imágenes parecían el delirio lisérgico de un cineasta
underground
, pues la cámara oscilaba de un lado a otro y giraba sobre sí misma de forma mareante. Luego, poco a poco, los bamboleos se fueron aquietando y empezamos a poder distinguir imágenes concretas. Una lata de Coca-Cola, una botella de vino rota, cascotes, un bulto envuelto en una lona y… Contuve el aliento al tiempo que pulsaba el botón de pausa.