—¿Ha entrado o salido alguien de la casa desde que llegó Cardoso? —pregunté.
—Poca gente —repuso Félix—. Salieron dos pibitas y un tío con pinta de oficinista, y ha entrado una abuela, dos bigotudos y una maruja.
Una metafórica campanilla comenzó a tintinear en mi cabeza.
—¿Cómo eran los bigotudos?
El Gato se encogió de hombros.
—Cachas, trajeados, con pinta de maderos.
—¿Los has grabado?
—Claro.
—Enséñamelos.
Félix se puso otra vez a manipular la cámara. Entonces, una voz de niño dijo a mi espalda:
—Hola, Carmen.
Era Ángel. Ya no llevaba la boina francesa, sino una gorra a cuadros verdes y marrones que, no sé por qué, me hizo pensar en un ornitólogo inglés.
—Hola, Ángel —le saludé—. Espera un momentito; enseguida estoy contigo.
—¿Quién es tu amigo, tía? —susurró Félix sin apartar la vista de la cámara—. Parece un pez muerto.
—Pues es un tiburón vivo —repuse en voz baja—. Más vale que no le vaciles.
—No pensaba vacilarle; da grima el jodido… —Pulsó un botón y me mostró la pantalla de la cámara—. Aquí están; mira.
Las imágenes mostraban un plano amplio del número 24 de María de Guzmán. Junto al portal había dos hombres grandes y fuertes, ambos con bigote. Hernández y Fernández, los gorilas de Müller. Uno de ellos, que llevaba al hombro un bolsón de cuero, pulsó uno de los botones del portero automático y habló brevemente por el intercomunicador. Luego pulsó otro botón y volvió a decir algo; al poco, la puerta se abrió y los dos hombres entraron en la casa. La grabación se interrumpió.
—¿Cuándo llegaron? —pregunté.
—Cinco minutos después de Cardoso. ¿Pasa algo, tía?
—No lo sé. ¿Cuánto tiempo estuvieron dentro?
—Una media hora o así. Hará cosa de diez minutos que se han ido.
—¿Los grabaste al salir?
Félix asintió con un cabeceo, pulsó un botón de la cámara y me enseñó de nuevo la pantalla. El encuadre mostraba ahora a Hernández y Fernández de espaldas, alejándose calle arriba. Todo similar al plano anterior, pero con una diferencia: antes, el bolsón que transportaba uno de los gorilas iba vacío y ahora estaba lleno. Félix desconectó la cámara y se quedó mirándome, expectante. Cerré los ojos y me froté una sien; comenzaba a dolerme la cabeza. ¿Müller estaba compinchado con Cardoso? ¿O sólo lo estaban Hernández y Fernández? ¿O ninguna de las dos cosas?
—Voy a entrar en la casa —le dije a Félix—. Esperad aquí hasta que salga. —Me aproximé a Ángel, que aguardaba con una paciente sonrisa en los labios, y le comenté—: Tengo que entrevistarme con un delincuente. Creo que es inofensivo, pero me sentiría más tranquila si me acompañaras.
—Claro, Carmen.
—Pero no quiero que mates ni hieras a nadie.
—Lo intentaré.
—Aunque a lo mejor necesito que le asustes un poco…
La sonrisa de Ángel se amplió.
—Se me da bien asustar —dijo.
No lo puse en duda. Nos dirigimos al número 24; el portal estaba cerrado, pero eso no era un problema. Miré a un lado y a otro, saqué del bolso un juego de ganzúas, me incliné sobre la cerradura y en menos de medio minuto abrí la puerta.
—No sabía que supieras hacer eso, Carmen —comentó Ángel mientras entrábamos en el portal.
—Me enseñó Hermes —repuse.
Subimos por las escaleras sin encender la luz y nos detuvimos al llegar al primer piso. Del interior de la casa de Cardoso llegaba el sonido de un televisor. Saqué del bolso una pequeña linterna Mag-Lite; la encendí y dirigí el haz de luz hacia la puerta. El corazón me dio un vuelco: el marco estaba astillado, como si hubieran forzado la cerradura con una palanqueta.
Instantáneamente, una pistola con silenciador apareció en la mano derecha de Ángel. Tras unos instantes de inmovilidad, extendió la izquierda y empujó la puerta, que se abrió con un leve gemido de óxido. Él entró primero y yo le seguí. La casa estaba a oscuras; atravesamos un diminuto recibidor y entramos en el salón. Lo primero que advertí fue el desorden; la luz de las farolas que se colaba por las ventanas permitía ver con claridad los muebles derribados, los libros tirados por el suelo, los cajones abiertos y volcados. Lo siguiente que percibí fue el olor, un aroma intenso y morboso. Olía a matadero. A sangre. Finalmente, le vi a él. Estaba sentado en una silla, delante del televisor, con las manos atadas a la espalda. Al principio no lo reconocí; tenía el rostro destrozado a golpes, una profunda herida en el cuello y la pechera de la camisa empapada de sangre. Sus ojos, inmóviles, reflejaban el titileo de la pantalla. Era, o había sido, Alejandro Cardoso.
—¿Está…? —musité, sin atreverme a completar la pregunta.
—Muerto —asintió Ángel, aproximándose al cadáver. Le rozó la frente con el dorso de la mano y susurró—: Aún está caliente. Le han cortado el cuello con un cuchillo o una navaja muy afilada, de izquierda a derecha. Un trabajo profesional. Antes de matarlo, lo han torturado.
Aparté la mirada de aquel cuerpo maltrecho y contemplé el televisor; emitían un espacio de telerrealidad, Gran Hermano o alguna bobada similar. Con absoluta incongruencia, me pregunté cómo era posible que un poeta muerto viera programas tan malos. Entonces, de repente, noté que el estómago se me revolvía.
—¿Estás bien, Carmen?
—Sí… —contesté, tragando saliva para contener las arcadas.
Hubo un silencio —nunca mejor dicho— sepulcral.
—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó Ángel—. No podemos quedarnos mucho tiempo, Carmen.
Paseé la mirada por el desordenado salón.
—Vamos a registrar el piso —dije.
Y eso hicimos, aunque era evidente que otros —Hernández y Fernández— lo habían registrado antes que nosotros. Aparte del salón, una homeopática cocina y el cuarto de baño, sólo había dos habitaciones más: un dormitorio con la cama deshecha, los armarios abiertos y la ropa desperdigada por el suelo, y un despacho tan revuelto como el resto de las estancias. En el despacho encontré la bolsa de deporte negra donde había viajado el dinero. Estaba vacía. Sobre la mesa de trabajo descansaba un teclado y unos altavoces de ordenador, pero no había ni rastro del ordenador. Regresamos al salón y contemplé durante unos segundos el cadáver de Cardoso; luego eché a andar hacia el recibidor.
—Vamonos —dije.
Al salir a la calle, me detuve frente al portal y respiré profundamente un par de veces. Me sentía fatal; tenía el estómago revuelto y un leve mareo. Supongo que no estaba acostumbrada a ver cadáveres degollados. El frescor de la noche me serenó un poco mientras nos dirigíamos a la esquina donde se encontraban Félix y Delco.
—Joder, tía, ¿qué ha pasado? —preguntó el Gato al verme—. Estás blanca…
Delco, apoyado en la pared, fumaba tranquilamente otro canuto. Lo cogí de entre sus dedos, le di dos profundas caladas y retuve el humo en los pulmones. Lo hice para tranquilizarme, más por la nicotina que por el hachís. Aunque, claro, el hachís también ayudó.
* * *
Fuimos a un bar cercano al aparcamiento —Félix, Delco, Ángel y yo— y nos sentamos en torno a una mesa situada al fondo del local, lejos de la barra. Los moteros pidieron unas cañas, y yo, un café doble muy cargado y dos aspirinas. Ángel no tomó nada, pero a cambio engulló un puñado de pastillas verdes y amarillas.
—Bueno, tía, ¿qué coño ha pasado? —preguntó Félix cuando se fue el camarero—. Parece que hayas visto un muerto.
—He visto un muerto.
—¿Cómo que has visto un muerto?
—Cardoso.
—¿Cardoso está muerto? —Félix me miró con los ojos como platos—. No me jodas, ¿os lo habéis cargado?
Le fulminé con la mirada.
—El trabajo ya estaba hecho cuando llegamos —dijo Ángel con voz risueña, como un niño contando la travesura de otro.
—Qué fuerte… —musitó Delco con cara de alucinado.
—Pero entonces —insistió Félix—, ¿quién lo ha matado? —Arqueó las cejas—. ¿El dúo bigotón…?
—Ellos encabezan todas las apuestas —asentí.
—Qué fuerte… —repitió Delco, tan alucinado como antes.
—¿Y quién cojones son? —preguntó el Gato.
—Los gorilas de Müller, el representante de Mochedano.
Félix se dio una palmada en la frente.
—Coño, ya decía yo que me sonaban.
En ese momento, justo cuando el camarero traía nuestras bebidas, sonó el Motorola. Era Hermes.
—Ha telefoneado Emilio Santamaría —me informó—. Dice que le llames en cuanto puedas, sea la hora que sea. También ha llamado Paco, el motero que sigue a Müller. Por lo visto, el alemán ha salido hace un cuarto de hora de su casa y acaba de entrar en un chalet de Arturo Soria, en el número 284.
Allí estaba la sede de Prominsa, la empresa inmobiliaria de Müller. Consulté el reloj: eran casi las once y media.
—¿Y qué ha ido a hacer allí a estas horas? —murmuré.
—Supongo que es una pregunta retórica, jefa, porque no tengo ni idea.
—Lo es, Hermes. Ya me ocuparé yo de eso, gracias.
Corté la comunicación. Busqué en la agenda el número de Paco y pulsé el botón de llamada.
—Joder, tía, ¿cuándo me vas a relevar? —exclamó el motero sin tan siquiera saludarme—. Llevo todo el puto día siguiendo al capullo este.
—Tranquilo, ya queda poco. ¿Dónde estás?
—En el quinto coño, joder. En Arturo Soria, 284, frente a un puto chalet de los cojones. En la entrada pone Prominsa o no sé qué leches…
Desde luego, estaba enfadado. Y con razón; debería haberle relevado, pero me olvidé por completo de él. Ya era tarde para eso, en cualquier caso.
—¿Cuándo ha llegado Müller al chalet? —pregunté.
—Hace cinco puñeteros minutos.
—¿Qué ha hecho al llegar?
—¿Y yo qué hostias sé? Ha metido el Mercedacos en el garaje y ya no he visto nada más. ¿O es que te crees que tengo rayos X en los ojos?
—¿Hay alguna luz encendida en la casa?
—En la planta baja, pero desde aquí no veo ni pijo. Oye, yo me voy a ir a casita, que estoy hasta las pelotas de andar, de acá para allá.
—¡No! —exclamé—. Te pagaré el doble de lo que te había prometido, Paco, pero no te muevas de ahí.
Un largo silencio.
—¿El doble? —preguntó el motero con voz recelosa.
—El doble. Ahora quédate vigilando y llámame en cuanto Müller salga del chalet. ¿De acuerdo?
—Vale, pero a la una como muy tarde me abro, ¿eh, tía?
Dejé el móvil sobre la mesa. El café se había enfriado, pero daba igual; me lo tomé de un trago, acompañando a las aspirinas.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Félix.
—No estoy segura —dije—; puede que nada. Oye, ¿no hay dos amigos vuestros vigilando la casa de Cardoso?
—Sí, Lucas y Chupa. Deben de tener el culo
pelao
de estar ahí fuera.
—Pues ya no hay nada que vigilar, así que llámales y diles que pueden irse.
—¿Ya hemos terminado?
—Ellos sí; nosotros, ya veremos. Por cierto, ¿tenéis hambre?
—A mí me crujen las tripas… —dijo Delco, acariciándose el estómago.
Mientras el Gato telefoneaba a sus colegas, pedí en la barra dos bocadillos: uno de tortilla para Félix y otro de panceta para Delco. Yo aún tenía el estómago revuelto y Ángel, al tratarse del inmaterial espíritu de la muerte, no comía ni bebía, de modo que ninguno de los dos pedimos nada. Al poco, el camarero llegó con los bocatas y los moteros comenzaron a engullirlos con manifiesto entusiasmo (sobre todo Delco; el hachís da hambre). Mientras comían, intenté encontrarle sentido a lo que había sucedido. ¿Por qué Hernández y Fernández habían asesinado a Cardoso? Sólo se me ocurrían tres posibilidades: puede que Müller estuviese compinchado con Cardoso y le hubiera traicionado para quedarse con el dinero (un dinero que, por cierto, era suyo), o puede que Müller, tras descubrir la identidad del chantajista —quizá mediante un localizador electrónico oculto en la bolsa de deporte—, le hubiese ordenado a sus hombres que recuperaran el dinero y le cerraran la boca al extorsionador. O quizá Hernández y Fernández estuvieran actuando por su cuenta.
En realidad, me parecía mucho más probable la segunda alternativa. Por una razón: como señaló Ángel, a Cardoso le habían torturado antes de matarlo, y, aparte del odio, sólo hay un motivo para torturar a alguien: hacerle hablar. Averiguar qué sabía y quién más lo sabía. Lo que me conducía de nuevo a la pregunta inicial de aquel enredo: ¿cuál era el secreto de Rubén Mochedano?
Veinte minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar.
—El cabronazo de Müller está saliendo del garaje —me informó Paco—. ¿Qué hago, le sigo?
—Claro, sigúele y… —Enmudecí—. No, espera un momento.
De repente, se me había ocurrido algo. ¿Qué hacía Müller en su oficina a esas horas de la noche? ¿Por qué había ido allí justo después de frustrar un intento de chantaje? ¿Para hablar con alguien…?
—Tía, que el menda se abre —me advirtió Paco por el teléfono—. Si no le sigo ahora, lo voy a perder.
—¿Hay alguna luz encendida? —pregunté.
—¿Qué?
—¿Ves alguna ventana iluminada en el chalet?
—Sí, joder, la que te he dicho antes en la planta baja, pero… No, espera, se acaba de apagar.
¿Se acababa de apagar? ¿Y quién la había apagado en una oficina supuestamente desierta? De repente, tuve una corazonada.
—No sigas a Müller y quédate vigilando el chalet —ordené—. Y no cortes la comunicación, porque me parece que va a salir alguien de esa casa de un momento a otro.
No tuvimos que esperar mucho; un par de minutos más tarde, Paco exclamó:
—¡Hostia, tía, eres pitonisa! Se está abriendo el garaje… —Una pausa—. Y ahora sale un Audi TT plateado.
—¿Distingues al conductor? —pregunté.
—Qué va; el buga tiene los vidrios tintados. Oye, acaba de irse echando hostias. ¿Qué hago?
—Síguele. Y avísame si se dirige a la carretera de Burgos.
Guardé el móvil en un bolsillo y me acerqué a la barra para pagar las consumiciones: luego regresé con los demás, me senté y comencé a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Félix.
—Esperar a que llame Paco —respondí.
Seguí tamborileando. Estaba nerviosa; una idea había cobrado forma en mi mente y, si estaba en lo cierto, ya sabía quién conducía el Audi TT y, también, adonde se dirigía. Pero tenía que esperar. De repente, como un flash, evoqué la imagen del cadáver de Cardoso. Mientras nosotros estábamos en aquel bar, Félix y Delco comiendo, Ángel contemplando imágenes inexistentes y yo elaborando teorías en el aire, un hombre yacía asesinado en su casa, muy cerca de donde estábamos. Había que dar parte a la policía, aunque fuera mediante una llamada anónima. Pero más tarde, pensé; cuando la larga noche concluyese.