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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (6 page)

BOOK: El juego de Caín
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Le di a Sebastián los datos de Mochedano y luego le pregunté a Violeta:

—¿Podrás entrar en su ordenador?

Me miró con fingida altivez.

—¿Acaso los hebreos le preguntaron a Moisés si podía abrir las aguas del mar Rojo?

—No, pero debieron preguntarle cuánto iba a durar el viaje.

—Tranquila, prima; soy el teclado más rápido al sur de los Pirineos. En un santiamén tendrás acceso a todo lo que ese futbolista guarde en su disco duro. —Violeta nos miró con ironía y añadió—: No quiero ser aguafiestas, pero os recuerdo que lo que vamos a hacer es ilegal.

—Me la suda —replicó Sebastián—. No sabéis lo bien que me viene esto; necesito pasta urgentemente. —Me miró con abatimiento—. A tu hermana se le ha metido entre ceja y ceja que pasemos las vacaciones en Cuba y nos va a salir el viajecito por un ojo de la cara. Y digo yo, ¿qué tiene Cuba que no tenga Benidorm?

—¿El Caribe? —sugerí.

—¿Cocolocos? —terció Violeta.

—¿Playas de ensueño? —proseguí.

—¿Esculturales mulatos y bellas mulatas? —continuó mi prima.

—Chorradas —concluyó Sebastián—. Como en España no se está en ningún sitio. Y si no, ¿por qué vienen aquí tantos turistas? —Suspiró—. Pero cuando a Maca se le mete algo en la cabeza, no hay Dios que le haga cambiar de idea, así que necesito la pasta.

—No, si a mí que sea ilegal me da lo mismo —comentó Violeta—; incluso le añade un poco de pimienta al asunto. Lo decía sólo para tenerlo presente.

—Y haces bien, Violeta —dije—. Lo que os estoy pidiendo es, en efecto, ilegal, así que tened cuidado.

—A Ozymandias jamás la han pillado con las manos en la masa —repuso Violeta. «Ozymandias» era el sobrenombre que empleaba como
hacker
.

—Tranquila, que no es la primera vez que hacemos esto —terció Sebastián; luego consultó su reloj y agregó—: Tengo que irme; me están esperando en Vallecas para una reparación. ¿Algo más?

Le dije que no.

Tras despedirse, Sebastián abandonó la habitación a toda prisa y yo me quedé charlando con Violeta. Al cabo de un rato le pregunté:

—¿Vas a ir a la boda de Almudena?

Mi prima arrugó la nariz.

—No, qué pereza. Todo el mundo diciéndome «pero qué mona estás» cuando en realidad se dedican a calcular cuántas arrobas peso. O la otra versión: nuestras tías intentando convencerme de que adelgace. No, gracias, paso; ya va mamá por mí. ¿Qué vas a llevar a la boda?

Suspiré con desánimo.

—Todavía no me he comprado nada.

—Pues tu madre te va a matar.

—Y eso no es lo malo: antes de matarme me echará un sermón. Esta tarde me acercaré a El Corte Inglés y compraré algo.

—¿Ya tienes hora en la peluquería?

¡La peluquería! Me había olvidado por completo.

—Sí —mentí—; he quedado a las seis en Camille Albane. —Hice una pausa y, retomando el tema que me había llevado allí, dije—: Violeta, si al entrar en el ordenador de Mochedano encuentras algo raro relacionado con dinero, llámame inmediatamente, por favor.

—¿A qué te refieres con «dinero»?

—A medio millón de euros.

Violeta lanzó un silbidito.

—¿De qué va esto, Carmen? —preguntó.

—Eso es lo que debemos averiguar. —Me incorporé—. Tengo que irme, Violeta. Avísame en cuanto sepas algo.

Nos despedimos con un par de besos y me dirigí a mi cita con Félix el
Gato
.

* * *

Félix Cardona, más conocido por el apodo de
Gato Loco
, es hermano del marido de mi prima Sonsoles. Tiene veintidós años y supuestamente estudia Formación Profesional, aunque en realidad su existencia gira en torno a una única pasión: las motos. Son su vida; las conduce, las repara y las mejora, comercia con ellas y participa en carreras, tanto legales como ilegales. Y todos sus amigos sin excepción son iguales que él; la Pandilla Basura, como los llama Hermes, una tribu de nómadas cuyo reino es el asfalto.

Seguir a una persona es todo un arte; debes mantenerte lo suficientemente cerca para observar lo que hace y lo suficientemente lejos para que no advierta tu presencia. Hay muchas formas de realizar un seguimiento, pero la experiencia me ha enseñado que lo mejor es hacerlo en moto. Por varios motivos: para una moto no hay atascos; una moto puede circular por cualquier terreno y aparcarse en cualquier parte; las motos pueden ocultarse con facilidad, y, por último, el conductor de una moto lleva un casco cubriéndole la cara; va, de hecho, enmascarado. De modo que, a la hora de formar un equipo de vigilancia, siempre que puedo utilizo motoristas.

—¿Tenemos que espiar a Rubén Mochedano? —exclamó Félix mirándome con cara de alucinado—. ¿Al Moche…? ¡Qué de puta madre, tía! Le voy a pedir un autógrafo.

Extendí el índice de la mano derecha y lo agité de un lado a otro.

—Se supone que Mochedano no debe veros —señalé—. Así que nada de autógrafos.

Estábamos sentados en mi despacho, frente a frente, con el escritorio de por medio. Félix puso cara de frustración y le dio un mordisco a uno de los bocadillos que Gabriel había traído de la taberna de Abilio.

—No me jodas, Carmen —masculló con la boca llena—, que soy del
Chamar
. Mochedano es mi ídolo.

—Ya te conseguiré un autógrafo suyo, no te preocupes. Escucha, hay que hacer guardia las veinticuatro horas del día y la casa tiene dos salidas en lados opuestos, de modo que harán falta un par de personas por cada turno de seis horas. En total, ocho. Y dos más por si acaso. ¿Podrás conseguir a la gente?

—Claro —respondió masticando ruidosamente—; hay coleguitas de sobra.

—Que sean de confianza; no me traigas pirados.

—Todos están pirados, mujer. Pero no te preocupes, avisaré a los de siempre. Makoki, Chupa, Resti, Quique, Delco y tres o cuatro capullos más. Gente legal, descuida.

¿Por qué todos los moteros tienen apodos raros?, pensé al tiempo que le tendía a Félix un papel.

—Ahí están anotados los coches de Mochedano —dije—; modelo, color y matrícula.

Félix le echó un vistazo a la lista e hizo un gesto admirativo.

—Menudo parque móvil tiene el muy cabrón. Un Ferrari 360, un Mercedes SLR, un Porsche Carrera, un BMW X5, un Audi A8… te cagas.

—Son coches muy rápidos —observé—. ¿Podría haber problemas para seguirlos?

Me dedicó una mirada llena de suficiencia.

—Estás de coña, ¿no? —dijo.

—De acuerdo, no he dicho nada. Ahora, acábate el bocata, porque tenemos que ir a La Moraleja. Quiero que veas la casa de Mochedano.

—Vale, vamos en la burra.

La «burra» es la moto. Por supuesto, me negué en redondo; sólo una vez había ido de paquete con Félix, y cuando bajé puse a Dios por testigo de que jamás volvería a montar con él en una moto.

—Iremos en mi coche —decreté.

Poco después, mientras bajábamos en ascensor hacia el garaje, Félix me preguntó:

—Oye, ¿crees que podrías conseguirme una camiseta?

—¿Qué camiseta?

—Pues la del Moche, coño, ¿cuál va a ser? ¿Podrías agenciarme una firmada?

Jamás he entendido por qué algunos hombres consideran un trofeo lo que, se mire como se mire, no es más que un simple trozo de tela sudada. Supongo que habrá algo fetichista en el asunto, pero a mí se me escapa. Le prometí a Félix que haría lo posible por conseguirle su preciosa camiseta y pusimos rumbo a la casa de Rubén Mochedano.

Aquélla fue una tarde intensa. Estuve con Félix un par de horas en La Moraleja concretando los detalles del dispositivo de vigilancia, aunque llamar a aquello «dispositivo de vigilancia» resultaba demasiado sofisticado para lo que, en el fondo, no era más que una chapuza eficaz. Luego regresé a la agencia, donde tuve que sacar adelante un montón de trabajo atrasado, así como realizar y atender un sinfín de llamadas telefónicas. Más tarde me reuní con Hermes para ponerle al día sobre los asuntos que estaban pendientes; la investigación de Mochedano iba a ocuparme mucho tiempo, al menos al principio, y al día siguiente estaría fuera por la boda, así que, durante una o dos semanas, él debería ocuparse de coordinar la mayor parte del trabajo. A última hora de la tarde me llamó Sebastián para decirme que ya había intervenido las líneas telefónicas del futbolista, derivándolas hacia el equipo informático de Violeta, donde cualquier llamada sería automáticamente grabada y almacenada. Finalmente, tras redactar un par de informes, di por terminada la jornada de trabajo. El reloj del ordenador marcaba las 21:35.

Entonces sentí que el corazón me daba un vuelco. No había comprado el traje ni había ido a la peluquería. Me había olvidado de la boda.

Mi madre me iba a matar.

Capítulo 4

La ceremonia tendría lugar en la iglesia de San Fermín de los Navarros, no muy lejos de mi casa, y comenzaría al mediodía, así que disponía de tres o cuatro horas para intentar hacer algo con mi aspecto. Me levanté temprano, me lavé el pelo y lo peiné concienzudamente con ayuda de un secador y algo de laca. Luego me embutí en el único traje de fiesta que tenía, un vestido largo, azul cobalto, diseñado, cortado y cosido por la modista de mi tía Inés, me maquillé, deslicé los pies en dos maravillosos —y prácticamente nuevos— Prada de tacón alto y me perfumé con unas gotas de Donna Karan. El espejo me devolvió una imagen de mí misma razonablemente aceptable, así que di por terminada la fase de acicalamiento. Consulté el reloj: faltaban dos horas para la ceremonia. Dos largas horas sin nada que hacer. De pronto, casi sin pensarlo, decidí pasar por La Moraleja antes de ir a la iglesia para asegurarme de que todo marchaba según lo previsto. No es que desconfiase de Félix, pero… bueno, sí, lo reconozco: desconfiaba de él.

Al encontrarse en uno de los rincones más apartados de la urbanización, la calle donde vivía Mochedano estaba tan desierta durante el día como por la noche. Tras aparcar, salí del Citroen y me aproximé a la linde del bosquecillo; no se veía ni rastro de Félix y sus colegas. Justo cuando comenzaba a preocuparme, sonó el móvil.

—Estás hecha un pincel, Carmen —dijo la voz de Félix en el auricular—. ¿Adónde vas tan guapa?

Miré en derredor.

—No te veo. ¿Dónde estás?

—En la colina, detrás de un árbol. ¿A que soy bueno jugando al escondite?

—Genial, pareces un
ninja
. ¿Quién vigila la parte de atrás?

—Delco. Le he quitado el chocolate para que no se ponga a darle al canuto, que luego se me duerme.

—Bien hecho. ¿Alguna novedad?

—Qué va; esto está más muerto que un baile de parroquia.

—Mejor. —Eché a andar hacia el coche—. Si sucede algo, llámame al móvil, ¿vale?

—Eh, Carmen, que todavía no me has dicho adonde vas tan maqueada.

—A una boda, Gato —respondí mientras me acomodaba frente al volante y me quitaba los Prada para poder pisar los pedales—. Y como sigas dándome palique, voy a llegar tarde.

Llegué tarde, claro. La entrada a Madrid estaba absolutamente atascada, como atascadas estaban las calles que conducían al centro. Luego tardé más de media hora en encontrar aparcamiento, así que, finalmente, cuando entré en la iglesia, hacía diez minutos que había comenzado la ceremonia. Procurando no hacer el menor ruido, me dirigí hacia uno de los bancos más alejados del altar, pero mi madre, que estaba acomodada en primera fila, posee una especie de radar sobrenatural destinado a captar la menor incorrección de su prole, de modo que, justo cuando estaba a punto de sentarme, volvió la cabeza y me fulminó con una de sus famosas miradas reprobatorias. Clavé los ojos en el cura y fingí abstraerme en sus palabras, aunque la verdad es que no le presté la menor atención. Tres cuartos de hora más tarde, la ceremonia concluyó y, mientras novios, padrinos y testigos firmaban lo que tenían que firmar, los invitados comenzamos a abandonar el templo.

Una vez en el exterior, me puse a saludar a todo el mundo. Y ahora debo aclarar algo: mi madre tiene ocho hermanos, mi padre siete y yo otros siete. Formo parte de una familia tan desmedida que no sé cuántos primos tengo y ya hace tiempo que perdí la cuenta de los sobrinos. Más que una familia, somos una tribu, un estado dentro del Estado, un grupo étnico con sus propias normas, mitología y tradiciones. A veces me estremezco al pensar en mi desmedida familia; olvídate de China: nosotros somos el tigre dormido.

Bueno, pues allí estaba yo, en el patio de la iglesia, saludando a lejanos parientes a quienes no había visto desde la última boda, bautizo o primera comunión, cuando mi madre se plantó ante mí y se cruzó de brazos, contemplándome con la misma expresión que debió de poner Moisés al bajar del Sinaí y encontrarse a los israelitas dando brincos alrededor de un becerro de oro. Aspiré una bocanada de aire, me armé de resignación y me aproximé a ella con una rutilante sonrisa.

—Hola, mamá —la saludé—. Qué bonita ceremonia, ¿verdad?

—Ese pelo —dijo ella, consternada, ignorando mi comentario—. Y ese traje… Pero, hija, si es el mismo que llevas poniéndote los últimos cinco años.

—Es muy bonito, ¿no te parece? Me lo hizo Rosario, la modista de tía Inés.

—Pero te lo hizo hace una eternidad, hija —me interrumpió—. No puedes llevar siempre lo mismo.

—Eso quiere decir que no he engordado desde entonces. Deberías estar orgullosa de mí.

—Sí, tú tómatelo a broma —replicó ella, nada orgullosa de mí—; pero la gente va a pensar que eres la hija de unos traperos.

Para mi madre, por algún motivo, el último lugar en la escala social lo ocupaban los traperos. Y yo ni siquiera estaba segura de saber qué era exactamente un «trapero».

En ese momento, los recién casados salieron de la iglesia y un aguacero de arroz se abatió sobre ellos. Risas, gritos, vivas y bravos, revuelos de seda y raso. Besé a Almudena y a Roberto, su flamante nuevo marido, les deseé toda la felicidad del mundo y, aprovechando la confusión, le di esquinazo a mi madre y me escabullí en busca del coche.

* * *

El banquete de boda se iba a celebrar en un restaurante situado a las afueras de la ciudad, por la carretera de La Coruña. Antes de dirigirme allí, estuve un rato dentro del coche, revisando el correo electrónico a través del móvil y haciendo unas cuantas llamadas, de modo que, cuando me presenté en el restaurante, los invitados habían llegado ya y el cóctel previo a la comida se estaba sirviendo en los jardines. Un camarero pasó a mi lado con una bandeja llena de bebidas; atrapé una copa de vino y, mientras le daba un sorbo, miré a mi alrededor. Entre grupos de gente que no conocía —amigos y familiares del novio, supuse—, distinguí a los miembros de mi dilatada familia materna; ahí estaban todos los hermanos de mi madre, gran parte de mis primos y seis de mis siete hermanos. Al fondo, inclinado sobre una mesa repleta de canapés, vi a mi padre; tenía que hablar con él, de modo que eché a andar en su dirección. Por desgracia, a mitad de camino tropecé con mi madre y con sus hermanas Alicia y Carlota.

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