El juego de Caín (8 page)

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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El juego de Caín
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—Se nota, cielo. Parece que te hayan pasado un aspirador por la cabeza.

—Yo también te quiero, Violeta.

Mi prima se echó a reír.

—Bromeaba, querida: estás monísima.

—Gracias. ¿Qué es eso tan interesante que ibas a contarme?

—Lo más preciado de este mundo: una respuesta concreta a una pregunta vaga. Verás, como te dije por teléfono, entré en el ordenador de tu futbolista y me he paseado por él como Pedro por su casa. Lo primero que hice fue revisar los archivos, pero no encontré nada. Nuestro amigo sólo tiene en su equipo unos cuantos videojuegos y poco más. Así que entré en su Outlook y me puse a revisar los
e-mails
. Tampoco encontré nada interesante, pero descubrí que había algunos mensajes borrados. —Violeta sonrió con aire de Fu Manchú—. Vosotros —prosiguió—, los ingenuos usuarios, creéis que al pulsar
delete
sobre un archivito, el archivito desaparece para siempre jamás, pero no es así. El archivo seguirá impreso en vuestro precioso disco duro hasta que la fracción de memoria que ocupa sea reutilizada. O hasta que una mente prodigiosa como la mía decida rescatar el texto borrado.

—Y tú lo has hecho.

—Con estas manitas, sí, señora —asintió ella agitando los dedos frente a la cámara—. Sólo había dos mensajes borrados; te los acabo de mandar por correo electrónico. Los he codificado, así que tendrás que pasarlos por el programa desencriptador que te envié. Y conecta la impresora, porque el texto se imprimirá directamente sin aparecer en pantalla.

Violeta, como todo
hacker
, era tan obsesa de la seguridad que rozaba la paranoia. Encendí la impresora, hice clic sobre Outlook y encontré, en efecto, un
e-mail
de mi prima con un archivo adjunto. Tras pasarlo por el programa decodificador, la impresora entró en funcionamiento y, poco después, escupió una hoja con dos breves textos. En realidad, eran dos correos electrónicos dirigidos a Rubén Mochedano.

De:
[email protected]

Enviado el:
lunes, 3 de abril de 2006 18:24

Para:
[email protected]

Asunto:

El pago se efectuará el próximo miércoles. Ese día recibirás otro correo electrónico con más instrucciones, así que procura estar atento. Recuerda que los quinientos mil euros tienen que estar repartidos a partes iguales en billetes de 100 y 50. El dinero deberá ir en el interior de una bolsa de deporte sin ningún tipo de identificación.

Y no olvides lo que te advertimos en nuestro anterior mensaje: si le mencionas esto a alguien, si hablas con la policía o con Müller, vuestro secreto aparecerá en primera página de todos los periódicos deportivos y tu carrera se irá al garete.

De:
[email protected]

Enviado el:
miércoles, 5 de abril de 2006 20:32

Para:
[email protected]

Asunto:

Coge el carro de los guardeses y dirígete con el dinero al barrio de Chamberí. Debes estar exactamente a las 21:15 en el cruce de las calles Rafael Calvo con Zurbaño. Allí hay una papelera en cuyo interior encontrarás una bolsa de plástico verde. Extrae lo que hay dentro y espera instrucciones.

Ven solo. Recuerda que te estaremos vigilando en todo momento; si te acompaña o te sigue alguien, abortaremos la operación y haremos público tu secreto.

Leí dos veces los mensajes, aunque resultaba innecesario, pues la conclusión que se desprendía de ellos no sólo era evidente, sino que además podía resumirse en una palabra: chantaje.

—¿No había ningún correo más? —pregunté.

—Ninguno relacionado con este turbio asunto, querida.

—Pero el primer texto menciona un mensaje anterior.

Violeta se encogió de hombros.

—Ya, pero no hay nada más en el disco duro, qué le vamos a hacer. Puede que el mensaje se haya borrado definitivamente, aunque lo dudo. Lo más probable es que tu futbolista haya abierto ese correo en otro ordenador.

Reflexioné unos instantes.

—¿Puedes averiguar el origen de los mensajes? —pregunté.

—Ya lo he hecho, querida; no olvides que soy un genio. Pero de poco te va a valer. Los correos se enviaron desde Interlandia, un cibercafé situado en el número 37 de la calle Maudes, cerca de Cuatro Caminos.

—¿Y la dirección del remitente?

—Yahoo es un gestor de correo libre y gratuito; cualquiera puede utilizarlo de forma anónima.

Le eché una nueva ojeada a los mensajes y luego le dediqué una sonrisa a la cámara web.

—Gracias, Violeta —dije—. Buen trabajo.

—Así soy yo —replicó ella, guiñándome un ojo—: Sencillamente perfecta.

—Nunca lo he dudado. Oye, recuerda que de esto…

—Ni una palabra a nadie, descuida: sólo lo difundiré por Internet. Es broma. Bueno, cielo, aparte de hacer de agente secreto tengo trabajo, así que te dejo. Si averiguo algo más, te llamo.
Ciao, principessa

La imagen de Violeta desapareció de la ventana de NetMeeting y yo me quedé unos minutos pensativa, con la mirada perdida en el ahora inactivo monitor; al parecer, me dije, no iba a regresar tan pronto como pensaba al banquete nupcial. Aspiré una bocanada de aire, empuñé el teléfono móvil y marqué el número del presidente del Deportivo de Chamartín.

* * *

Ignacio Vázquez leyó muy despacio los dos correos que Violeta había rescatado del ordenador de Mochedano y luego me dedicó una larga e inexpresiva mirada; sus pupilas, empequeñecidas por las lentes de miope, parecían un doble punto de mira.

—Un chantaje —dijo en voz baja, casi susurrando.

—Eso parece —asentí.

Vázquez no se encontraba en su despacho cuando le llamé. Luisa Cebrián me informó de que su jefe estaría todo el día fuera de la oficina, encerrado a cal y canto en una importante reunión de trabajo. Le dije que tenía que hablar con él urgentemente y ella alegó que no podía molestarle bajo ningún concepto. Insistí y la fiel secretaria, si bien a regañadientes, se avino a comunicarle que yo solicitaba una audiencia. Colgó y apenas tres minutos más tarde me devolvió la llamada para proporcionarme una dirección de la calle Alfonso XII e informarme de que el señor Vázquez me recibiría en cuanto yo llegase. Tras cambiarme de ropa (adiós boda de Almudena), me dirigí al lugar de la cita, un lujoso edificio de oficinas, donde fui conducida por una amable mujer a una sala de reuniones en la que me esperaba Vázquez; y allí estábamos los dos, sentados en soledad ante una mesa ovalada sobre la que descansaban una serie de documentos distribuidos frente a las sillas vacías y seis o siete ordenadores portátiles. Al parecer, la reunión se había interrumpido por mi causa. Todo un honor.

—¿No había más correos electrónicos? —preguntó Vázquez.

Negué con la cabeza.

—Pero es evidente que falta al menos uno —agregué—. Puede que se haya borrado definitivamente o puede que esté en otro ordenador.

Vázquez ladeó la mirada y se sumió en sus pensamientos. Casi podían oírse los engranajes de su cerebro funcionando a toda velocidad.

—Quienes la recomendaron tenían razón, señora Hidalgo —dijo al cabo de un largo minuto—; es usted una excelente profesional. Le aseguro que no esperaba obtener resultados tan pronto.

—Gracias —repuse, adoptando una (sincera) expresión de (falsa) modestia—; sólo cumplo con mi trabajo.

—No obstante —prosiguió él—, el asunto aún se encuentra lejos de dilucidarse. Sabemos que Mochedano está siendo víctima de un chantaje, pero ignoramos en qué consiste esa extorsión. Eso es lo que debemos averiguar ahora.

Alcé las cejas y alisé con la mano una arruga de mi falda.

—¿No sería más sencillo preguntárselo directamente al señor Mochedano? —sugerí.

Vázquez me dedicó una sonrisa de la que muy bien podrían haber colgado carámbanos.

—¿Y qué le diríamos? —preguntó—. ¿Qué tras violar el secreto bancario de sus cuentas y la privacidad de su correo, hemos averiguado que está siendo chantajeado? No creo que sea una buena manera de enfocar el asunto.

Touché
. Respiré profundamente y asentí con la cabeza. Vázquez alzó entonces la hoja con los mensajes y prosiguió:

—Unos malhechores amenazan con desvelar un secreto que, al parecer, arruinaría la carrera de Mochedano. Pues bien, señora Hidalgo, quiero que dedique todo su tiempo y esfuerzo a averiguar en qué consiste ese secreto.

—¿Y no debería intentar localizar a los chantajistas? —pregunté.

Vázquez hizo un gesto vago.

—Por supuesto. Pero lo fundamental es descubrir qué oculta Mochedano. Es en eso en lo que debemos centrarnos. ¿Está claro?

Clarísimo. Vázquez acababa de descubrir que en la vida de su valioso jugador había algo tan oscuro que podía destruir su carrera. Pero a Vázquez le traía sin cuidado la carrera del futbolista; lo que de verdad le importaba era la inversión que había realizado en Mochedano. Para él, el jugador sólo era un producto de lujo que ahora, de repente, podía resultar defectuoso. Y eso era precisamente lo que Vázquez quería descubrir: cuál era el defecto del producto que tan caro le había costado.

—La clave de ese secreto —dije lentamente, pensando al mismo tiempo que hablaba— puede estar en Colombia, en Argentina o en Italia. O en cualquier otro sitio.

—Pues habrá que investigar en todos esos lugares.

—Sin embargo —proseguí—, el chantajista actúa aquí, en Madrid. Ésa es la única pista segura con la que contamos.

—Pero el chantajista ya ha actuado —objetó Vázquez.

Ahora fui yo quien sonrió con ironía.

—Volverá a hacerlo —dije.

—¿Cree que pedirá más dinero?

—A una vaca no se la ordeña sólo una vez; se la ordeña mientras dé leche. Sí, creo que el chantajista exigirá más dinero.

—Pero ignoramos cuándo —replicó Vázquez—. Y no podemos quedarnos cruzados de brazos mientras esperamos a que eso suceda.

Asentí con un cabeceo y consulté el reloj; eran las cuatro pasadas y todavía no había comido. Estaba muerta de hambre.

—Me gustaría entrevistarme con los jugadores de la plantilla —dije—. Incluyendo a Mochedano.

—No estoy seguro de que eso sea prudente; llamaría demasiado la atención y no queremos que nadie sepa nada de esto.

—Mi empresa realiza auditorias de seguridad, señor Vázquez. Diga que me ha contratado para evaluar la seguridad del club; ésa será mi fachada.

Vázquez meditó unos segundos.

—De acuerdo —asintió—, hablaré con Santamaría para que se ocupe de todo. —Se puso en pie y agregó—: Ahora debo reanudar mi reunión, señora Hidalgo. De nuevo la felicito por la rapidez y calidad de su trabajo. Estoy seguro de que es usted la persona más adecuada para resolver este misterio.

* * *

Al día siguiente, nada más llegar a la agencia, le conté a Hermes las últimas novedades. Tras leer los mensajes pirateados por Violeta, mi viejo colaborador comentó:

—En el segundo
e-mail
pone:
«Coge el carro de los guardeses…
».

—Sí, un Opel Astra.

—Pero en España «carro» no se utiliza como sinónimo de «coche».

—Exacto. Parece que eso lo ha escrito un hispanoamericano.

—Pero no un argentino —apuntó él—; los argentinos emplean el verbo «coger» en otro sentido.

—Ajá —asentí—. ¿Qué más conclusiones sacas de esos textos?

—Que los ha redactado una persona con cierta cultura. La sintaxis es correcta, maneja bien la puntuación y emplea palabras un tanto rebuscadas, como «extraer» en vez de «sacar», o eso tan melodramático de «abortar la operación». En cualquier caso, usa expresiones castellanas, de modo que debe de llevar tiempo en España.

—O quizá se trate de un español que finge ser hispanoamericano —sugerí.

—Quizá.

Le eché una ojeada a los correos y señalé el segundo párrafo del primer mensaje.

—Aquí dice
«vuestro secreto
» —comenté—. Se dirige a Mochedano, pero emplea el plural. ¿Por qué? ¿A quién más se refiere?

—Puede que a ese tal Müller, el representante.

—Pero justo antes le exige a Mochedano que no hable con Müller. No sé, es raro. ¿Te has fijado en la dirección de correo? Sinimeg es «géminis» al revés.

—Quizá sea su signo del zodiaco —sugirió Hermes.

—Eso sí que es una buena pista —ironicé—; reduce los sospechosos a tan sólo unos cuarenta millones de personas.

En ese momento sonó mi teléfono móvil. Contesté y una voz de hombre dijo al otro lado de la línea:

—¿Carmen?

—Sí, soy yo.

—Hola, soy Óscar Mayoral. Nos conocimos ayer, en la boda, ¿recuerdas?

Tardé unos segundos en identificar aquel nombre.

—Ah, sí —dije, sorprendida—. El futbolista.

—El ex futbolista, eso es. ¿Te pillo en mal momento?

—No, no; dime.

Hermes agitó la mano en un gesto de despedida y salió del despacho.

—Pues verás, te llamo porque… —Óscar Mayoral titubeó brevemente—. Bueno, quería disculparme; ayer estuve muy borde.

—No importa, olvídalo.

—Sí que importa. Estaba de mal humor y lo pagué contigo, lo siento. Además quería decirte que si puedo ayudarte en algo, me tienes a tu disposición.

—Pues muchas gracias, eres muy amable. Una pregunta: ¿cómo has conseguido mi número de teléfono?

Unos segundos de silencio.

—Me lo dio tu madre —respondió al fin.

—¿Mi madre?

Se echó a reír. Aun deformada por la transmisión telefónica, su risa me pareció muy agradable.

—Es todo un carácter. Ayer, en el restaurante, me echó una bronca de cuidado.

—¿Te riñó…? —musité, abochornada.

—Primero dejó muy claro que me había portado como un burro; luego añadió que un caballero como yo debería dar gracias al cielo por conocer a una dama tan encantadora como tú y, por último, me hizo jurar que te llamaría para disculparme.

Dios santo, cómo odiaba a veces a mi madre.

—Perdona, lo siento. Mi madre siempre ha sido muy
especial
y… bueno, con los años se ha ido volviendo cada vez más
especial
. No la hagas caso, en serio; no tienes que disculparte ni hacer nada.

—Espera, espera —me interrumpió—. Tu madre tenía razón: fui muy poco amable contigo. Y ahora estoy muerto de vergüenza, así que me sentiría mucho mejor si pudiera hacer algo por ti. Querías hacerme unas preguntas, ¿no? Bueno, pues será un placer para mí contestarte, si es que puedo. ¿Quieres que nos veamos hoy?

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