El juego de los abalorios (69 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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El yoghi se volvió hacia la choza; su mirada ordenó a Dasa que lo siguiera. El anciano tomó un cuenco con agua, lo tendió a Dasa y le hizo lavarse las manos. Después el maestro volcó el agua que quedaba entre los helechos, tendió al joven el cuenco vacío y le ordenó que fuera en busca de agua. Dasa obedeció y corrió y en su corazón temblaron sensaciones de despedida, puesto que por última vez recorría el breve sendero hasta la fuente, por última vez llevaba el liviano cuenco de borde liso por el uso al diminuto espejo de agua donde se habían reflejado lenguas de ciervo, bóvedas de copas arbóreas y en algunos puntos abiertos el dulce azul del cielo; donde ahora por última vez al inclinarse se reflejaba su rostro en el crepúsculo ya oscurecido. Hundió el cuenco en el agua, pensativo, lentamente, sintió cierta inseguridad y no pudo explicarse por qué sentía cosas tan extrañas y por qué, aunque estaba resuelto a marcharse, le había dolido un poco que el anciano no lo invitara a quedarse todavía, tal vez a quedarse para siempre.

Meditó al borde de la fuente, bebió un sorbo de agua, se levantó cuidando de no volcar el cuenco y estaba ya por regresar, cuando su oído percibió un sonido que lo fascinó y lo horrorizó, el sonido de una voz que oyera en muchos sueños y en la que pensara con la más amarga nostalgia en muchas horas de vigilia. Dulce era, dulce e infantil, y enamorada atraía a través de la oscuridad del bosque, tanto que su corazón se estremeció de miedo y de gozo. Era la voz de Pravati, su mujer.

—Dasa —repitió la voz fascinante.

Sin creerlo, miró alrededor de sí, con el cuenco en la mano todavía y, ¡milagro!, entre los troncos surgió ella, esbelta y elástica sobre sus largas piernas, Pravati, la amada, la inolvidable, la infiel… Dejó caer el cuenco y corrió a su encuentro. Ella estaba allí delante de él, sonriendo y un poco avergonzada, mirándolo con sus grandes ojos de gacela y ahora, de cerca, él vio que ella llevaba sandalias de cuero rojo, y rico y bello vestido sobre el cuerpo, una pulsera de oro en la muñeca y piedras brillantes de colores en el negro cabello. Retrocedió temblando. ¿Seguía siendo la amante de un príncipe? ¿No había muerto Nala? ¿Corría ella aún de un lado a otro llevando encima sus regalos? ¿Cómo podía presentarse a él y llamarlo por su nombre, adornada con ese brazalete y esas joyas?

Pero ella estaba más linda que nunca y, antes de que pudiera interrogarla, tuvo que tomarla en sus brazos, hundir su frente en sus cabellos, acercar su rostro y besar su boca, y mientras lo hacía, sintió que todo había vuelto, y era nuevamente suyo lo que había poseído, la felicidad, el amor, el goce, el placer de vivir, la pasión. Ya estaba con todos sus pensamientos muy lejos de ese bosque y del anciano ermitaño; ya se había aniquilado y estaba olvidado el bosque, la ermita, la meditación y el yoghismo. No pensó tampoco en el cuenco del anciano que hubiera debido restituir. El cuenco se quedó allí en el suelo, cuando él con Pravati se dirigió hacia la salida de la selva. Y a toda prisa, ella comenzó a contarle cómo había llegado hasta allí y cómo había ocurrido todo.

Sorprendente fue lo que ella narró, sorprendente, fascinante y legendario; Dasa penetró en su nueva vida como en un cuento. No sólo Pravati era suya otra vez, no sólo estaba muerto el odiado Nala y suspendida hacía mucho tiempo la persecución del matador; Dasa, además, el hijo de príncipe convertido un día en pastor, había sido declarado en la ciudad heredero legal y príncipe; un viejo pastor y un viejo brahmán despertaron en todas las memorias y en todos los labios el recuerdo casi olvidado de su desaparición, y ese mismo hombre que hasta hacía poco habían buscado por dondequiera como asesino de Nala, para torturarlo y ejecutarlo, era buscado ahora aún más cuidadosamente en todo el país, para entronizarlo como raja y llevarlo solemnemente a la ciudad y al palacio de su padre. Era como un sueño, y lo que más le agradaba al asombrado joven, era la hermosa coincidencia de que entre lodos los mensajeros enviados, fue justamente Pravati quien lo encontró y lo saludó primero. Al borde del bosque encontró tiendas levantadas; allí olía a humo y a carne asada. Pravati fue saludada en voz alta por su séquito y comenzó en seguida una gran fiesta cuando dio a conocer a Dasa, su esposo. Estaba allí un hombre, que fue camarada de Dasa entre los pastores y llevó a esa región a Pravati y su séquito, a ese lugar de su vida anterior. El hombre rió de gozo cuando hubo reconocido a Dasa, corrió hacia él y casi le habría abrazado o golpeado amigablemente en el hombro, pero ahora su camarada se había convertido en raja y se detuvo en la mitad de su corrida, paralizado casi, luego caminó lentamente y lo saludó respetuosamente con una profunda reverencia. Dasa lo levantó, lo abrazó, lo llamó afectuosamente por su nombre y le preguntó qué podía regalarle. El pastor pidió un ternero y le concedieron tres, de la mejor cría del raja. Y siguieron presentándole al nuevo príncipe funcionarios, maestros de caza, brahmanes de la corte y otra gente, y él recibió sus salutaciones. Se sirvió un banquete, hubo sonar de tambores, guitarras y flautas, y toda esta fiesta le pareció a Dasa un sueño; no podía creerla real; real fue para él, ante todo, solamente Pravati, su mujercita, que tenía en sus brazos.

En pequeñas etapas se acercaron con el cortejo a la ciudad, habíanse anticipado mensajeros que difundieron la gozosa noticia de que el joven raja había sido hallado y estaba llegando; y cuando se vio de lejos la ciudad, ella retumbaba ya de tambores y gongs, y el grupo de los brahmanes, solemnes en sus vestiduras blancas, fue a su encuentro, llevando a la cabeza el sucesor de aquel Vasudeva que un día, casi veinte años antes, entregó a Dasa a los pastores y murió hacía poco tiempo. Lo saludaron, cantaron himnos y encendieron un gran fuego para los sacrificios delante del palacio adonde le llevaron. Dasa entró en su casa, y recibió allí también nuevos saludos y homenajes, bienvenidas y bendiciones. Afuera, la ciudad celebró hasta entrada la noche una gran fiesta de alegría.

Instruido todos los días por dos brahmanes, aprendió en poco tiempo lo que pareció indispensable de las ciencias, asistió a los sacrificios, hizo justicia y se ejercitó en las artes caballerescas y bélicas. El brahmán Cópala le enseñó ciencia política; le explicó lo que se refería a él, a su casa, a sus derechos y a los de sus futuros hijos, y quiénes eran sus enemigos. Ante todo había que citar a la madre de Nala que una vez quitó al príncipe Dasa sus derechos y trató de matarle, y que ahora debía odiar en Dasa al matador de su hijo. Había huido, se había entregado a la protección de Govinda, un príncipe vecino y vivía en su palacio, y este Govinda y su casa eran enemigos peligrosos, ya habían estado en guerra con los antepasados de Dasa y pretendían ciertas partes de su territorio. En cambio, el vecino del sur, el príncipe de Gaipali, había sido amigo del padre de Dasa y no había podido simpatizar con el desaparecido Nala; sería una obligación importante visitarlo, llevarle regalos e invitarlo a la próxima excursión de caza.

La señora Pravati se había ya acomodado por entero en su clase noble, sabía presentarse como princesa y parecía maravillosa con sus hermosos vestidos y sus adornos, como si no fuera inferior en nada por nacimiento a su señor y esposo. En buen amor vivieron años y años y su dicha les otorgó cierto brillo y cierta dignidad como la de quienes son preferidos por los dioses, y el pueblo los honraba y quería. Y cuando ella, después de larga espera, le dio un hermoso hijo que llamó como su padre, Ravana, su dicha fue completa, y lo que él tenía en tierras y poder, en casas y establos, en lecherías, ganado y caballerías, adquirió a sus ojos ahora doble valor y doble importancia, más brillo y sentido. Todos esos bienes eran hermosos y útiles, para rodear de lujo a Pravati, vestirla, adornarla, obsequiarla, y eran aún más bellos y útiles e importantes como herencia y fortuna futura de su hijo Ravana.

Mientras Pravati se complacía principalmente de las fiestas, los cortejos, la magnificencia y belleza de los vestidos, los adornos y la numerosa servidumbre, los placeres preferidos de Dasa eran los de su parque, donde había hecho plantar árboles raros y flores valiosas, instalar papagayos y otros pájaros de muchos colores, y era una parte de sus hábitos cotidianos darles de comer y entretenerse con ellos. Además le atraía la cultura; alumno agradecido de los brahmanes, aprendió muchos versos y sentencias, aprendió a leer y escribir y tuvo su propio secretario que conocía la preparación de la hoja de palmera en rollos para escribir y de cuyas delicadas y hábiles manos comenzó a surgir una pequeña biblioteca. Allí, entre los libros, en una salita reducida, con las paredes de valiosas maderas, en las que estaban talladas y, en parte, doradas, historias de la vida de los dioses, invitaba a menudo a brahmanes elegidos como sabios y pensadores entre los sacerdotes, para disputar sobre temas sagrados, sobre la creación del mundo, la Maya del gran Vishnú, sobre los santos Vedas, el poder del sacrificio y el poder aún mayor de la penitencia, por la cual un mortal podía llegar a hacer temblar de miedo ante él a los dioses. Aquellos brahmanes que mejor hablaran, discutieran y razonaran, recibían magníficos presentes; algunos, como premio por una discusión victoriosa se llevaban una vaca y a veces hubo también ocasiones emotivas y al mismo tiempo cómicas, cuando los grandes sabios que acababan de citar y explicar las sentencias de los Vedas y de exponer todos los conocimientos de entonces acerca de los cielos y los mares, se retiraban orgullosos y ufanos con sus dones o premios de honor o por ello también llegaban a reñir celosos.

Al príncipe Dasa, con sus riquezas, su dicha, su jardín y sus libros, en muchos momentos todo aquello que pertenece a la vida y a la esencia del hombre le parecía maravilloso y dudoso, conmovedor y ridículo al mismo tiempo, como esos brahmanes vanidosamente sabios, luminoso y oscuro, deseable y despreciable simultáneamente. Si su mirada se posaba en las flores de loto en los estanques de su jardín, en el brillante juego de colores de las plumas de sus pavos reales, sus faisanes y tucanes, en las doradas tallas del palacio, estas cosas podían parecerle a veces casi divinas, como llenas del fuego de la vida eterna, y otras veces sentía en ellas al mismo tiempo algo irreal, inseguro, problemático, una tendencia a perecer y disolverse, una inclinación a hundirse de nuevo en lo informe, en el caos. Como él mismo, el príncipe Dasa, convertido en pastor y en asesino y decaído a prófugo, había vuelto a subir hasta ser príncipe, sin saber qué fuerzas lo llevaran y manejaran, inseguro del mañana, del mismo modo, el juego de Maya, de la vida, contenía al mismo tiempo, por dondequiera, lo elevado y lo vulgar, la eternidad y la muerte, la grandeza y lo ridículo. Hasta ella, la amada, hasta la bella Pravati era para él algunas veces algo sin hechizo, algo ridículo por momentos; tenía demasiadas pulseras en sus brazos, demasiado orgullo y ufanía en los ojos, demasiada preocupación por la dignidad en su porte.

Más querido que su jardín y sus libros, era para él Ravana, el hijito, plenitud de su amor y su vida, meta de su cariño y cuidado, un hermoso y delicado niño, un verdadero príncipe, con los ojos de gacela de la madre y la tendencia a la reflexión y al ensueño del padre. Muchas veces le parecía que este hijo se le asemejaba mucho, cuando veía al pequeño detenido largo rato delante de una planta de adorno en el jardín o acurrucado sobre una alfombra, observando una piedra, un juguete tallado o una pluma de pájaro, con las cejas levemente levantadas y los ojos calmos un poco ausentes. Y cuánto lo amaba, lo supo Dasa una vez que tuvo que separarse de él por un período indeterminado.

Un día, en efecto, llegó un mensajero desde aquella región en la que su país lindaba con el principado de Govinda, su vecino, y trajo la noticia de que gente de Govinda había invadido allí las tierras, robado el ganado y prendido y arrastrado lejos cierto número de habitantes. Sin demora, Dasa se preparó, llevó consigo el jefe de su guardia de corps, una docena de caballos y alguna gente, y comenzó la persecución de los invasores. Y en esa ocasión, cuando en el momento de partir levantó sus brazos y besó a su hijito, llameó en su corazón el amor como un dolor hecho fuego. Y de ese ardiente sufrimiento, cuya violencia lo sorprendía y lo conmovía como un mensaje de lo desconocido, quedó un conocimiento, una sensación, una comprensión también durante el largo cabalgar. Mientras galopaba, reflexionó sobre la causa por la cual había montado a caballo y volaba ahora serio y apresurado a través del país; sobre qué poder sería realmente el que le impulsaba a ese acto, a ese esfuerzo. Pensó mucho y llegó a la conclusión de que en verdad no tenía importancia para su corazón y no lamentaba precisamente, si en algún lugar en los confines le robaban el ganado y nombres, y que el robo y el quebrantamiento de sus derechos de príncipe no eran ofensas suficientes para encenderle de ira y moverle a la acción, y que hubiera sido más adecuado liquidar la noticia del robo de ganado con una compasiva sonrisa. Pero con esto hubiera cometido una amarga injusticia para con el mensajero que había corrido hasta agotarse para traer la noticia, y no menos para con muchos de los hombres perjudicados con el robo y los otros que habían sido apresados, llevados y arrastrados desde su patria y su existencia pacífica en esclavitud a tierra extraña. Ciertamente, y hubiera cometido injusticia también para con todos sus súbditos, a quienes no había sido torcido un cabello, si hubiese procedido a la renuncia de una venganza guerrera: ellos hubieran tolerado mal y comprendido menos que su príncipe no protegiese mejor su país, de modo que ninguno de ellos pudiese contar con la venganza y la ayuda, si le tocara sufrir violencia. Comprendió que era su deber realizar esa expedición vindicativa. Pero ¿qué es deber? ¡Cuántos deberes existen que descuidamos a menudo sin el menor remordimiento! ¿En qué consistía que este deber de vengar no era cosa indiferente, no se podía desatender, no se podía cumplir sin amor, cansinamente, sino que debía realizarse celosa y apasionadamente? Apenas apareció la pregunta en su pensamiento y el corazón ya le contestó, al sentirse de nuevo atravesado por aquel dolor que sintió al despedirse de Ravana, el pequeño príncipe. Si el príncipe —ya lo comprendía— se dejara robar ganado y gente sin oponer resistencia, el robo y la violencia se acercarían cada vez más desde los confines de su país y al final el enemigo estaría allí sobre él y podía herirle en lo que más amargamente debía dolerle: en su hijo… Le robarían al hijo, al sucesor, se lo robarían y lo matarían, quizá después de torturarlo, y éste sería el supremo sufrimiento que podría tocarle, algo peor, mucho peor que la muerte de la misma Pravati. Por eso avanzó a caballo con tanto apremio y el príncipe cumplió fielmente sus deberes.

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