El juego de los abalorios (66 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Dion Púgil posó su penetrante mirada en él.

—¿No estuvo bien lo que hice? —preguntó.

—Yo no digo que no haya estado bien. Seguramente lo estuvo, de otra manera la confesión no me hubiera aliviado tanto.

—Déjalo todo así, pues. También te impuse una penitencia severa y larga, aunque sin palabras. Te llevé conmigo y te traté como a un sirviente y te llevé de nuevo a la fuerza al oficio del que querías huir.

Se volvió. No le gustaban las largas conversaciones. Pero Josephus fue terco esta vez.

—Tú sabías entonces de antemano que yo te obedecería, lo había prometido antes de la confesión, y aun antes de conocerte. No, dime: ¿fue realmente por este solo motivo por lo que procediste conmigo de esa manera?

El otro dio unos pasos a uno y otro lado, se detuvo delante de él, le puso una mano en el hombro y dijo:

—La gente del mundo son niños, hijo mío. Y los santos…, bien, los santos no vienen a confesarse. Pero nosotros, tú y yo y los que son como nosotros, los penitentes huidos del mundo, no somos niños, no somos inocentes y no podemos ser puestos en razón con sermones. Nosotros somos los verdaderos pecadores, aquellos que sabemos y pensamos, que hemos comido del árbol del conocimiento y no debemos tratarnos como niños que se castigan con una vara y luego se dejan ir. Después de la confesión y la penitencia, nosotros no nos escapamos de nuevo al mundo infantil, donde se celebran fiestas, se hacen negocios y, ocasionalmente, uno mata a otro; no pasamos por el pecado como por un mal sueño breve, que se lava con la confesión y el sacrificio: nos quedamos en él, nunca somos inocentes, siempre somos pecadores, permanecemos en el pecado y en el incendio de nuestra conciencia y sabemos que nunca podremos pagar nuestra culpa grande, a menos que Dios, después de nuestra muerte, nos mire magnánimo y nos acepte en su gracia. Ésta es la razón, Josephus, por la que no puedo endilgar sermones ni a ti ni a mí, ni imponeros penitencias. Nada tenemos que ver con esta o aquella desviación o falta, sino siempre con la falta original. Por eso nosotros no podemos tranquilizarnos mutuamente más que con estar enterados y amarnos fraternalmente, pero no podemos curarnos mediante el castigo. ¿No lo sabías?

En voz baja contestó Josephus:

—Es así. Yo lo sabía.

—No hablemos, pues, inútilmente —dijo con brusquedad el anciano y fue hasta la piedra delante de su cabaña, sobre la cual solía estar.

Pasaron algunos años y el padre Dion se fue debilitando más y más, tanto que Josephus tenía que ayudarle por la mañana, porque no se podía levantar por sí solo. Después iba a rezar y tampoco en la oración podía desempeñarse por sí mismo, Josephus debía ayudarle. Luego estaba sentado todo el día y miraba lejos. Esto ocurría muchas veces; otros días el anciano se bastaba a sí mismo para levantarse. Tampoco podía, recibir confesiones todos los días, y cuando algún hombre acababa de confesarse con Josephus, Dion lo llamaba y le decía:

—Estoy llegando al fin, hijo mío, estoy llegando al fin. Di a la gente: este Josephus que ves aquí es mi sucesor.

Y si Josephus trataba de esquivarse y quería intervenir con alguna palabra, el anciano lo miraba con aquellos ojos terribles que penetraban en uno como un rayo de acero.

Un día que se levantó sin ayuda y parecía tener más fuerza, llamó a Josephus y lo llevó a un lugar en el extremo de su jardincillo.

—Aquí —le dijo— está el lugar donde me sepultarás. Cavaremos juntos la fosa; tenemos un poco de tiempo todavía. Búscame la pala.

Todos los días, muy temprano por la mañana, cavaron un poco. Si Dion se sentía fuerte, sacaba él mismo algunas paladas de tierra, con gran esfuerzo, pero con cierta alegría, como si esa tarea le complaciera. Y esta alegría no desaparecía en él tampoco en el resto de la jornada; desde que estuvieron cavando, estuvo siempre de buen humor.

—Plantarás una palmera sobre mi tumba —le dijo una vez durante la labor—. Tal vez puedas comer de sus frutos todavía. Si no lo haces tú, lo hará otro. Ya planté de vez en cuando un árbol, pero pocos, demasiado pocos. Muchos dicen que un hombre no tiene que morir sin haber plantado un árbol y tenido un hijo. Bien, pues, yo dejo un árbol y te dejo a ti, tú eres mi hijo.

Estaba sosegado
y
más alegre que cuando lo conoció Josephus, y lo fue cada vez mas. Una noche —ya estaba oscuro y ello habían comido y orado—, llamó a Josephus desde su lecho y le pidió que se sentara un rato más a su vera.

—Quiero contarte algo —le dijo amablemente; no parecía cansado ni tenia sueño—. ¿Recuerdas todavía, Josephus, qué malos tiempos pasaste en tu claustro allá cerca de Gaza y cómo estabas harto de tu vida? ¿Y cómo te diste a la fuga y resolviste visitar al viejo Dion y contarle tu historia? ¿Y cómo encontraste al anciano en la colonia de los hermanos, y le preguntaste dónde vivía Dion Púgil? Bien… ¿No fue casi un milagro que ese anciano fuera el mismo Dion? Te diré cómo ocurrió; también para mi fue cosa notable, casi un milagro.

Tú sabes cómo es eso, cuando un penitente y confesor envejece y ha escuchado Untas confesiones de pecadores que lo consideran santo y sin pecados y no saben que es más pecador que ellos. Entonces, todo su trajín le parece inútil y vano, y lo que un día le pareció santo y muy importante, es decir, que Dios le colocara en ese lugar y lo considerara digno de escuchar la suciedad y los delitos de las almas humanas y pudiera aliviarlos, ya le resulta ahora carga pesada, demasiado pesada, una maldición casi, y al final se horroriza por todo pobre que llega a él con sus pecados infantiles, y desea que se vaya y desea irse él mismo, aunque sea con una soga de la rama de un árbol. Así te ocurrió. Y ahora ha llegado para mí también la hora de la confesión y me confieso: a mí también me pasó como a ti, yo también creí estar de más y agotado espiritualmente y ya incapaz de soportar que la gente viniera continuamente, llena de confianza, a verme y me trajeran todo el mal y el hedor de la vida humana, que los torturaban y que me torturaban también a mí.

«A menudo oí hablar de un penitente de nombre Josephus Famulus. También a él acudían con gusto los hombres para confesarse y muchos acudían a él prefiriéndolo a mí, porque decían que era un hombre dulce y amable, que nada quería de la gente y no la regañaba, la trataba como si fueran hermanos; los escuchaba y los dejaba ir con un beso. Ésta no era mi manera, tú lo sabes, y cuando oí hablar de este Josephus por primera vez, su forma de proceder me pareció casi tonta y demasiado infantil. Pero cuando comenzó a resultarme problemático si mi modo servía para algo, tuve mis razones para abstenerme de juzgar y menospreciar la forma del tal Josephus. ¿Qué fuerzas tendría este hombre? Sabía que era más joven que yo, pero también cerca de la edad provecta; esto me gustó, en un joven no hubiera confiado muy fácilmente. En cambio, me sentía atraído por él. Resolví, pues, peregrinar hasta él, confesarle mi miseria y pedirle consejo, o si él no me daba consejo, lograr por lo menos consuelo y fuerzas, tal vez. La misma resolución me aprovechó por sí sola y me alivió.

«Comencé el viaje y me dirigí en peregrinación hacia el lugar donde me decían que tenia su claustro. Entre tanto, sin embargo, el hermano Josephus había pasado por idéntico trance y hecho lo mismo; ambos nos habíamos dado a la fuga, para encontrar consejo uno en el otro. Cuando luego, sin haber alcanzado su choza todavía, le vi, lo reconocí ya en la primera conversación; tenía el aspecto que había imaginado. Pero estaba huyendo, le había ido mal, tan mal como a mí o peor aún, y no deseaba oír confesiones, sino que deseaba confesarse él mismo y colocar en ajenas manos su miseria. En ese momento, esto me sorprendió y desilusionó, me entristecí. Porque si también Josephus, que no me conocía, se había cansado de su tarea y había dudado del sentido de la vida, ¿no significaría esto que nada había que hacer con nosotros, que ambos habíamos vivido en vano y habíamos fracasado?

«Te cuento lo que ya sabes, permite que abrevie. Aquella noche me quedé solo cerca de la colonia, mientras tú hallaste hospedaje de los hermanos; medité y me coloqué en lugar de Josephus y pensé: ¿qué hará cuando mañana sepa que huyó inútilmente y puso también inútilmente su confianza en Dion Púgil, cuando sepa que también Púgil es un fugitivo, un azuzado? Cuanto más me colocaba en su lugar, más pena me daba Josephus y me pareció que Dios me lo enviaba, para reconocernos y sanarnos mutuamente. Entonces pude dormir, ya era más de medianoche. Al día siguiente peregrinaste conmigo y fuiste mi hijo.

«Quise contarte esta historia. Oigo que lloras. Llora, te hace bien. Y puesto que ya me volví tan indebidamente conversador, hazme el favor y escucha esto aún y guárdalo en tu corazón. El hombre es sorprendente, poco se puede fiar en él, no es imposible por lo tanto que alguna vez te asalten nuevamente aquellos dolores y aquellas tentaciones y traten de vencerte. ¡Que nuestro Señor te envíe entonces un hijo y un cuidador tan amable, paciente y consolador como Él me otorgó uno en ti! Pero por lo que se refiere a la rama del árbol en la que te hizo soñar el Maldito, y a la muerte del pobre Judas Iscariote, puedo decirte esto: no es solamente pecado y locura prepararse semejante muerte, aunque para nuestro Redentor sea fácil perdonar también este pecado. Pero es, además, una desgracia si un hombre muere en la desesperación. Dios nos manda la desesperación no para que nos matemos, sino para despertar una nueva vida en nosotros. Más, cuando nos envía la muerte, Josephus, cuando nos libera de la tierra y del cuerpo y nos llama hacia El, en el más allá, es una gran alegría. Poder dormir cuando estamos cansados; poder dejar caer la carga, si la hemos llevado mucho tiempo al hombro, es una cosa preciosa y admirable. Desde que cavamos la fosa —no olvides la palmera que debes plantar en ella—, desde que comenzamos a cavar la fosa, me he vuelto más alegre y más contento, de lo que estuve por muchos años.

«Charlé mucho, hijo mío, estarás cansado. Vete a dormir, ve a tu choza. ¡Que Dios sea contigo!»

Al día siguiente, Dion no apareció para la oración de la mañana, ni llamó a Josephus. Cuando éste asustado entró despacio en la cabaña de Dion y se acercó a su lecho, lo halló dormido en Dios, y su rostro estaba iluminado por una sonrisa de niño, levemente luminosa.

Lo sepultó, plantó la palmera sobre la tumba y vivió todavía hasta el año en que la planta dio sus primeros frutos.

EXISTENCIA HINDU

UNA de las partes de Vishnú, mejor dicho, una de las partes de Vishnú convertidas en ser humano y encarnadas en Rama, en una de sus fieras luchas demoníacas con el príncipe de los demonios exterminado con la flecha de la hoz lunar, volvió bajo formas humanas al movimiento circular de lo creado, se llamó Ravana y vivió como príncipe guerrero a orillas del amplio Ganges. Fue el padre de Dasa. La madre de Dasa murió joven y, apenas su sucesora dio un hijo al príncipe, se le cruzó a la mujer el pequeño Dasa en el camino; en su lugar, que era el del primogénito, deseó ver consagrado un día como señor a su hijo Nala y rapo enemistar a Dasa con su padre y resolvió quitar de en medio al muchacho en la primera ocasión favorable. Pero no se le escapó la intención a un brahmán de la corte de Ravana, Vasudeva, el experto en sacrificios, y el sabio supo impedir el propósito. Le daba pena el niño y también le parecía que el pequeño príncipe había heredado de su madre una disposición para la piedad y un sentido del derecho. Cuidó, pues, de Dasa, para que no le pasara nada, y esperó la oportunidad de sacarlo de manos de la madrastra.

El raja Ravana poseía un hato de vacas consagradas a Brahma, que se consideraban santas y con cuya leche y manteca se hacían numerosos sacrificios al dios. En el país se les reservaban los mejores sitios del pastaje. Ocurrió un día que uno de los cuidadores de estas vacas dedicadas a Brahma vino a entregar una carga de manteca y a anunciar que en la región donde habían pastado las vacas se preveía una gran sequía próxima, de manera que los pastores habían decidido de común acuerdo llevar ese ganado más adelante hacia las montañas, donde hasta en los periodos más áridos no faltaban nunca ni las fuentes ni el forraje fresco. El brahmán se confió con ese pastor que conocía desde años atrás; era un buen amigo fiel y, cuando al día siguiente el pequeño Dasa, hijo de Ravana, hubo desaparecido y no pudo ser hallado, Vasudeva y el pastor fueron los únicos que conocían el secreto de su desaparición. Pero el niño Dasa había sido llevado a las colinas por el pastor; allí encontraron al rebaño que marchaba lentamente y Dasa se unió con gusto a los pastores, creció como hijo de ellos, ayudó a cuidar y arrear, aprendió a ordeñar, jugó con los terneros y estuvo tirado debajo de los árboles, bebió leche endulzada y se cubrió de boñiga los pies desnudos. Eso le gustó mucho, conoció a los pastores y las vacas y su vida, conoció la selva y sus árboles y sus frutos, gustó del mango, de los higos silvestres y del varínga, pescó las dulces raíces de loto en los verdes estanques del bosque, los días de fiesta se adornó con una corona de rojas flores de la llama del soto, aprendió a guardarse de los animales salvajes, a huir del tigre, a hacer amistad con el mundo tan inteligente y con el erizo tan alegre, a resistir la época de la lluvia en la oscura choza protectora; allí hacían sus juegos los niños, cantaban versos o tejían canastas y esteras de junco. Dasa olvidó su patria anterior y su vida precedente, pero no del todo; le parecían apenas un sueño.

Y un día que el rebaño había pasado a otra región. Dasa fue al bosque porque quería buscar miel. Tenía un gran amor y una gran admiración por el bosque desde que lo conoció y éste, además, le pareció mucho más hermoso; a través de la fronda y las ramas, la luz del sol se descolgaba como serpiente de oro; le encantaba como los sonidos se entrelazaban y cruzaban en suave y muelle tejido brillante, el canto de los pájaros, el murmullo de las copas, las voces de los monos; y el tejido parecía el de la luz en las frondas: luz también. Así también llegaban, se fundían y se separaban otra vez los olores, los perfumes de flores, maderas, hojas, aguas, musgos, animales, frutos, tierra y podredumbre, todo agrio y dulce, silvestre e íntimo alegre y cohibido, despertando y adormeciendo. De vez en cuando rugía en invisibles precipicios boscosos una catarata, danzaba sobre blancos corimbos una mariposa verde y sedosa con manchas negras y amarillas, crujía una rama muy honda en el bosque sombreado de azul, y pesada caía una hoja sobre otra, o pasaba una fiera en la oscuridad o se peleaba una mona camorrera, con las otras. Dasa olvidó la búsqueda de la miel, y mientras espiaba unos diminutos pajarillos brillantes y de muchos colores, entre altos helechos que formaban un bosquecillo espeso en el gran bosque, vio perderse un rastro, casi una vereda, un delgado y pequeñísimo sendero y, penetrando callado y prudente a la zaga del sendero, descubrió debajo de un árbol de muchos troncos una pequeña choza, una suerte de tienda puntiaguda, construida con helechos, casi tejida, y cerca de la choza sentado en el suelo, pero erguido, un hombre inmóvil, con las manos en descanso entre los pies cruzados, y debajo de las canas y de la ancha frente miraban hacia el suelo ojos tranquilos sin mirada, abiertos, pero dirigidos hacia adentro. Dasa comprendió que sería un santo, un yoghi; no era el primero que veía; eran hombres muy respetables y muy queridos por los dioses, y era bueno ofrendarles dones y demostrarles veneración. Pero éste aquí, sentado tan noblemente delante de su choza hermosa y oculto y sumergido en la meditación, le gustó más al niño y le pareció el más extraño y digno de todos los que había visto hasta ese momento. Rodeaba al hombre, que parecía flotar y verlo todo y saberlo todo a pesar de su mirada lejana, un nimbo de santidad, un círculo sagrado de nobleza, una ola y una llama de ardor comprimido y de fuera yoghi, que el niño no se hubiera atrevido a atravesar o a infringir con un saludo o una llamada. La dignidad y grandeza de su figura, la luz interior que irradiaba su mirada, el recogimiento y la metálica inmovilidad de sus rasgos emitían ondas y rayos en cuyo centro estaba entronizado como una luna, y la fuerza espiritual acumulada y la voluntad tranquilamente recogida en su figura extendían alrededor de él un círculo mágico fácil de percibir: este hombre hubiera podido matar a uno y devolverlo otra vez a la vida con el solo deseo o el pensamiento, sin levantar siquiera los ojos.

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