El laberinto de las aceitunas (13 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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A pesar de los problemas comunes y de los que a cada uno en particular por razones de sexo, condición o circunstancias afligían, la noche nos brindó un sueño reparador y la aurora nos alumbró descansados, animosos y bien dispuestos. Con una pella negruzca que conseguimos despegar del fondo de un tarro y agua caliente nos hicimos café y don Plutarquete desenterró de un armario lleno de libros un segmento de tortell que, puesto en remojo, resultó comestible, aunque no gustoso. Consumido el desayuno, el instruido octogenario, que parecía haber regresado a la edad del pavo, empezó a relatarnos una historia incoherente que, a juzgar por las risitas y morisquetas con que la salpimentaba, debía de ser algo subida de tono y que, según creí entender, se desarrollaba en un burdel de Vic en los albores del siglo. Hube de interrumpirle para recordar a la Emilia que otros menesteres nos apremiaban y fui por ello objeto de miradas rencorosas. Habíamos observado ya, no sin alivio, que el coche había desaparecido, pero no estimamos prudente que la Emilia, no obstante su insistencia, fuese a su casa por ropa limpia. Celebramos, pues, capítulo y les expuse en sucintos términos castrenses el plan que para el día había trazado, plan que si bien no suscitó en la concurrencia la admiración a la que me consideraba acreedor, fue aprobado por unanimidad y sin enmiendas.

Andábamos un poco escasos de dinero y el coche de la Emilia necesitaba gasolina. El magnánimo vejete nos prestó lo que tenía a mano. Me volví a colocar la coleta que había dejado colgada de un perchero para dormir, nos echamos a la calle sin más trámite y, siguiendo mis instrucciones, la Emilia condujo hasta el aeropuerto. Una vez en la terminal, pasé revista a la parroquia que por el recinto pululaba y no tardé en singularizar a dos individuos que ostentaban en la solapa escudos del Real Club Deportivo Español y simulaban leer sendos periódicos en alemán. Como fuera que los susodichos no le quitaban el ojo a la consigna, le pregunté a la Emilia si los había visto alguna vez en la agencia teatral y ante su negativa inferí que serían los policías que el comisario Flores había apostado la noche precedente o quienes los hubiesen relevado. Convencido de que sólo las fuerzas del orden y no las del mal rondaban por allá, me metí en el lavabo de caballeros y, con gran perplejidad por parte de quienes en aquel lugar aliviaban sus metabolismos, saqué de la manga del quimono tres huevos que habíamos comprado de camino y me los estrellé en la cara con miras a dar a mi cetrina tez un tinte más acorde con mi vestimenta. Concluida la operación, me dirigí muy decidido a la consigna, exhibí el resguardo y esperé a que me dieran el maletín. No me pasó desapercibida la seña que el encargado de la consigna dirigió a los dos vigías ni el hecho de que éstos canjearan sus dos periódicos por otras tantas pistolas. El de la consigna, a todo esto, había colocado el maletín sobre el mostrador y procedía a ocultarse entre unos bultos, no fuese a organizarse una ensalada de tiros. Con el rabillo del ojo vi que los dos policías se me acercaban y en mis costillas noté el duro contacto de lo que supuse serían sus armas. Simulé enojo y desconcierto y emití unos sonidos guturales que pretendían ser trasunto del idioma chino.

—Queda usted detenido y confiscado su maletín —me dijo uno de los policías—. Tiene usted derecho a llamar a su abogado y, si lo precisa, a un intérprete, en el bien entendido de que el Estado español no se hace cargo de los gastos en que por todo ello se pudiere incurrir. Y ahora tira palante, mamarracho.

Me condujeron a un cuartito, me hicieron sentar en un taburete y dirigieron a mi rostro impávido un potente reflector que no tardó ni tres segundos en hacer saltar los fusibles de todo el aeropuerto.

—Nombre, apellidos, domicilio y profesión —me espetó uno de los policías.

—Pío Clip, calle de la Merced, 27, China, importación y exportación —recité sin vacilar.

—¿Motivos del viaje?

—Bisnes.

—Este maletín, ¿es suyo?

—Sí, señor.

—¿Qué contiene?

—Muestras comerciales.

—Ábralo.

—Me he dejado la llave en la China. Pueden descerrajarlo, si gustan.

No se hicieron repetir la invitación. Abierto el maletín, se miraron el uno al otro con extrañeza. Era evidente que esperaban encontrar otra cosa.

—¿Qué es esto?

—Papel de arroz —dije yo.

—Pues parece papel de váter.

—Tóquenlo y advertirán su fina textura. Muy apreciado por artistas de todo el mundo.

—¿No será papel para liar porros?

—Líbrenos Dios.

Los dos policías se fueron a un rincón y deliberaron en voz baja. Al cabo de un ratito volvieron y me dijeron que me largase y que no volviese a alterar el orden público si no quería saber lo que era bueno.

—¿Puedo llevarme mi mercadería? —les pregunté.

Asintieron y salí muy satisfecho con el maletín. Fuera de la terminal me esperaba la Emilia con el coche en marcha.

—Todo ha salido a pedir de boca —le dije—. Sal zumbando.

El astuto profesor, que oteaba el horizonte desde su terraza, nos hizo una señal que significaba: sin novedad en el frente y/o adelante con los faroles. Ya en la casa, y mientras yo me enjabonaba la cara pugnando por librarme del huevo, que se había solidificado y adherido a mi pellejo con oficiosa lealtad, la Emilia refirió el episodio del aeropuerto a nuestro anfitrión, quien, por todo comentario, se encogió de hombros, frunció los labios y exhaló un resoplido como si la proeza que yo acababa de realizar careciera de todo mérito. Tentado estuve, al sorprender su reacción cuando salía del cuarto de baño con las facciones desolladas, de propinarle un merecido puntapié en las gafas, pero me abstuve de hacerlo porque, no obstante la patente animadversión que hacia mí sentía, el pobre anciano se estaba portando de manera encomiable e, igualmente, porque no podíamos permitir que las pequeñas desavenencias que la cohabitación engendra nos desviaran de nuestro camino. De modo que me hice el sueco moral y le dije a la Emilia que se pusiera al habla con su amigo de Tráfico por ver si podíamos averiguar algo del coche negro en el que había escapado a nuestro seguimiento la mal llamada fregona. El funcionario en cuestión se mostró reticente en un principio, bien por estar pasando una crisis de conciencia, bien temeroso del rigor con que las nuevas autoridades municipales abordaban su gestión, bien por otras razones de idéntico peso, hasta que la Emilia le recordó cierto fin de semana en Baqueira-Beret, al conjuro de lo cual depuso su probidad el chupatintas y prometió telefonear en cuanto hubiera consultado los archivos pertinentes.

Lo que hizo en menos que canta un gallo para informarnos de que el coche negro estaba registrado a nombre de la empresa
Aceitunas Rellenas El Fandanguillo
, de la que no podía darnos referencia alguna por no caer esta entidad dentro de su jurisdicción. Le agradeció mucho la Emilia su gentileza, toreó como pudo las proposiciones que desde el otro extremo de la línea le llovían, colgó y nos transmitió lo que acabo de detallar. Por supuesto, poco, por no decir nada, aportaba el dato a nuestro caso.

—Aunque no estaría de más —dije yo— ir a meter la nariz en esa empresa una vez llevado a cabo lo que a continuación me propongo hacer.

Me preguntaron que qué cosa era ésa y respondí:

—En primer lugar, conseguirme un traje menos llamativo. Y en segundo, visitar por tercera y espero que última vez la agencia teatral. Con el maletín.

—¿No será peligroso? —dijo solícita la Emilia.

—Seguro que sí —dije yo—, pero hay que arriesgarse. Además, pienso tomar toda suerte de providencias. Por ahora, concentrémonos en la búsqueda de un traje.

—Esta mañana —intervino don Plutarquete— he ido al tinte a buscar el mío. No sé si le vendrá muy bien, pero si le queda, se lo presto con muchísimo gusto.

—De ningún modo, profesor —dije yo conmovido—, no puedo consentir…

—Déjese de finezas, hombre de Dios. A mí ese traje no me hace ningún servicio, sobre todo ahora que vamos de cara al verano, y estoy seguro de que me lo va a cuidar como si fuera suyo. Déjeme ver dónde lo he metido.

Apareció el traje en un armario abarrotado de libros y me lo entregó muy orgulloso. Era un traje de lana gris perla con brillos en los codos y el culo y flecos en las bocamangas y perneras, pero, aun así, el mejor, con mucho, que he tenido en mi vida y, al paso que van las cosas, que nunca tendré. Me lo puse con extremado miramiento para no arrugarlo y corrí a mirarme en el espejo del cuarto de baño. Era don Plutarquete bastante más bajo que yo y de perímetro muy superior, pero, en líneas generales y habida cuenta de que no tengo, valga la inmodestia, mala percha, me sentaba francamente bien, no obstante carecer de camisa, corbata y otros detalles que, sin ser imprescindibles, habrían realzado mi apostura. Volví a la sala sintiéndome otro hombre.

—¿Qué tal? —pregunté ruborizándome.

—De primera —alabó el dadivoso erudito—, pero súbase usted los pantalones, que ya los lleva por la rodilla.

La Emilia, haciendo gala del sentido práctico que adorna a las mujeres, encontró un cordel e improvisó un cinturón. Don Plutarquete me brindó sus zapatos, pero no me entraron. Como de todos modos los calcetines eran negros, di por hecho que nadie se percataría de la ausencia de calzado. Cogí el maletín y dediqué unos segundos a soñar despierto que era un ejecutivo que zarpaba de su hogar rumbo al banco para contribuir al bienestar de la nación. ¡Qué lástima, dije para mis entretelas, que las circunstancias me hayan sido tan adversas, porque hay que admitir que tengo estampa!

Capítulo 11:
Sueño y razón

En la esquina de Balmes-Pelayo di a la Emilia las últimas instrucciones:

—Recuerda bien lo que te he dicho: cuando me veas salir, me sigues sin que te vean. Cuando deje caer al suelo este pañuelo blanco que he encontrado en el bolsillo del pantalón y que, por cierto, no debieron ver los de la tintorería, porque está que resbala, te vas al primer teléfono que encuentres y avisas al comisario Flores. Pero sólo si dejo caer el pañuelo. Antes, no. ¿Estamos?

—Que sí, hombre, que sí.

La dejé en el coche, soportando el aguacero de injurias que los demás automovilistas le dirigían por bloquear media calzada, y no sin cierto canguelo entré en el edificio, saludé al portero, que no me reconoció, y subí a la agencia. La puerta estaba cerrada, pero se apreciaba actividad en su interior a través del cristal esmerilado. Abrí la puerta y me colé en el local. En el escritorio del fondo había un individuo de rostro enjuto y pelo ensortijado, vestido con una americana de cuadros negros y blancos, a quien un mocetón casi acostado sobre la mesa estaba dando explicaciones. Iba el otro a replicarle cuando sus ojos se posaron en mi distinguida persona.

—¡Chitón! —exclamó.

Yo me hice el desentendido, perfilándome ora de un lado ora del otro y dando chicuelinas con el maletín para que todo el que pudiera estar interesado en él lo percibiera. Una secretaria muy joven, de pelo grasiento y rasgos poco agraciados me preguntó que qué deseaba. Adopté una actitud que juzgué pizpireta y le respondí que quería ser estrella del séptimo arte, que me habían recomendado aquella agencia y que me condujera a presencia del director. La secretaria me rogó que aguardara un instante y me señaló el banquillo adosado a la pared, en el que mataban el tiempo una señora de mediana edad profusamente maquillada y un enano. El enano se entretenía jugueteando con una caña y la señora haciendo pucheros. Por iniciar la conversación pregunté quién era el último. La señora se señaló a sí misma y luego señaló al enano.

—Venimos juntos —dijo sin dejar de sollozar.

El enano le arreó un mandoble con la caña. Venía ya la secretaria diciendo que el señor director me recibiría de inmediato. Saludé con una inclinación a la pareja y me encaminé a la mesa del de la americana escaqueada. El mocetón había cruzado la pieza y montaba guardia junto a la salida. Me puse de puntillas para tratar de ver a través del balcón si todavía estaba el coche de la Emilia frente al edificio, pero no lo pude encontrar entre aquel magma de vehículos que circulaba a ritmo de sepelio. El señor director me tendió una mano gelatinosa y fría que estreché jovialmente.

—¿En qué puedo servirle? —me preguntó.

Esbocé mi mejor sonrisa y coloqué, como a lo tonto, el maletín sobre la mesa.

—Quiero triunfar en las tablas —dije.

—¿Tiene experiencia?

—No, señor, pero soy muy voluntarioso.

Me miró con expresión dubitativa. No parecía haber reparado en el maletín o, si lo había hecho, lo disimulaba bien.

—¿Qué sabe hacer?

—Cantar y recitar.

—¿Solfeo?

—Eso no.

—Mira, chico… ¿Me permites que te tutee? —le dije que sería para mí un honor y prosiguió diciendo—. Mira, chico, te voy a hablar con toda sinceridad, como le hablaría a un hijo mío si lo tuviera y me dijera lo que me acabas de decir tú: esta profesión es muy dura. Unos pocos triunfan, pero los más se quedan por el camino. Podría contarte casos estremecedores. No lo voy a hacer, porque sé que sería inútil. Cuando os entra el veneno de la farándula no hay razonamiento que os haga desistir. Lo sé por experiencia: estuve casado con una cupletista. Nuestro matrimonio fue un infierno. Suerte que no tuvimos niños. Ahora me dicen que anda medio liada con un ebanista de la calle del Pino. Yo ya no le guardo rencor, pero me pasé ocho años en terapia. Una fortuna me acabó costando y para nada: las heridas del alma no cicatrizan nunca. ¿Estarías dispuesto a actuar en provincias?

Le dije que estaba dispuesto a todo. Hizo ademán de impotencia y se levantó. Vi que tenía una pierna más corta que la otra y usaba una bota ortopédica.

—Sígueme —dijo sin mirarme—. Te voy a hacer una prueba. No te pongas nervioso. En esta profesión no se pueden tener nervios. Como dicen los americanos:
le choux must go on
.

Cruzamos la agencia, él renqueando y yo también, porque no consigo evitar el mimetismo cuando voy con un cojo, y el mocetón que montaba guardia nos abrió la puerta. Hasta ese momento no había tenido ocasión de fijarme en su cara, pero cuando la tuve caí en la cuenta de que no era otro que Hans Fórceps, a quien don Plutarquete había identificado como uno de los transgresores del piso de la Emilia. Antes de salir, el señor director se dirigió a la secretaria del pelo graso.

—Nena, salgo un momento. Si llaman, que ahora vuelvo. —Al mocetón—: Hans, ven conmigo, que me ayudarás con la luminotecnia. —Y a mí—: Tenemos un teatrito aquí cerca, para los ensayos y las clases nocturnas. Siempre prefiero hacer las pruebas en el teatro y no aquí mismo, delante de todo el mundo. A mí me gusta trabajar con seriedad. Habrás oído contar muchas historias de la gente del espectáculo: historias de catre, ya sabes a lo que me refiero. Yo no soy de ésos. Yo, desde que empecé este negocio, hace quince años, no he pegado un polvo. Para que veas si soy serio. ¡Hans, puñeta, llama al ascensor!

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