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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (43 page)

BOOK: El laberinto prohibido
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Entre nubes de arena que saltaban al ser desplazadas por los neumáticos del todoterreno, nos movimos en diagonal para acercarnos a la orilla oriental del Nilo, rumbo a Philae. Finalmente había conseguido hacerme una idea bastante clara de todo aquel embrollado asunto que tan ocupada nos tenía la mente. ¿Estaba volviéndome loco, o es que le había cogido tanto gusto a aquello, tan alucinante que no podía vivir sin la tremenda excitación que me provocaba?

Así las cosas, me desconcertaba el paralelismo existente entre la búsqueda de la mítica ciudad-templo de Amón-Ra y el misterioso contenido del papiro negro. Cada vez estaba más seguro de que Isengard sabía adonde iba, a pesar de su apariencia frágil y dependiente.

Pero mi imaginación apenas servía para compensarme de las lagunas que se formaban en mi atascado cerebro. No me permitía explicar el comportamiento sospechoso del anticuario vienés. ¿Por qué había corrido el riesgo de entregarme la llave y, sin embargo, se reservaba para sí el paradero del papiro? Y, además, lo más desconcertante quizás era por qué implicar a un total desconocido como yo en toda la cuestión.

«En este rompecabezas, falta una pieza», pensé al cabo de un rato, mientras observaba ensimismado el recto horizonte que se abría ante nosotros.

Al parecer, las respuestas iban a tardar en aparecer aún. Bajo las ruedas del jeep se oía el rumor de la gravilla. Krastiva había sacado el vehículo del desierto sahariano, y ahora nos hallábamos en un terreno intermedio, entre aquél y la tierra limosa que nutre el Nilo. El sonido del motor nos indicó que la fotografa residente en Viena reducía la velocidad, hasta que frenó a fondo.

—¿Por qué paramos? —preguntó Klug, alarmado sensiblemente y con los ojos un tanto desorbitados por el temor que sentía.

—Lo siento… Es que se ha acabado el combustible. Miraré a ver si hay alguna lata de reserva con la que llenar el depósito —explicó la rusa, que luego se encogió de hombros.

Ella registró la parte trasera del jeep, donde se «acomodaba» Klug, que colaboró activamente en la ansiosa búsqueda. Por suerte, hallaron una garrafa de plástico de cinco litros. Krastiva la vació enseguida en el depósito mirando a todos lados con evidente preocupación en su turbadora mirada, temiendo que aparecieran de repente los mercenarios que nos perseguían.

Capítulo 22

El oro del último faraón

A
mhai cabalgaba junto a Nebej, erguido sobre su montura. Emanaba un aura de dignidad que causaba respeto y admiración en Ijmeí y sus hombres de armas, así como entre los suyos.

Por el rabillo del ojo, Amhai miraba a Nebej y se preguntaba si aquel joven gran sumo sacerdote de Amón-Ra poseía el poder que sus antecesores habían usado en el pasado para colocar a Egipto sobre las demás naciones, elevándola al rango de potencia dominante.

Nebej, embargado por una sensación de poder que no había experimentado hasta entonces, esperaba el momento oportuno para demostrar su control sobre aquella fuerza que, como la energía de un rayo, ocupaba ahora todo su cuerpo, llenándolo de tal modo que amenazaba con desbordarse por los poros de su piel.

Una alargada cinta azul y plata separaba el celeste cielo de la arena calcinada por un sol despiadado, ensanchándose a medida que avanzaban en dirección a ella.

El mar estaba cerca.

Las fuerzas se renovaron en los cansados jinetes, que se irguieron sobre sus corceles en un esfuerzo renovado por mantener un aire marcial.

Llegaron a un suave terreno escarpado que descendía en una ligera pendiente para desembocar en la playa. Una nube de aliento cálido salía de los ollares de sus caballos. Sobre la arena, un nutrido grupo de jaimas de vivos colores formaban un amplio círculo.

El faraón Kemoh había acampado. En el centro, junto a su gran tienda de color carmesí, un estandarte de oro alzaba, majestuoso, el disco solar de Ra sobre los cuernos de Amón.

—Sois bienvenidos a nuestro humilde campamento —explicó Amhai extendiendo un brazo.

—Será un placer conocer a vuestro soberano —replicó con educada frialdad el jefe de la Guardia Real de Saba.

—Te aseguro que a él, como a mí, le agradará estrechar relaciones con tu rey y su pueblo. —El emir emitió luego un suspiro contenido que desmentía la veracidad de sus cálidas palabras.

Kemoh, pensando en ofrecer una imagen que mostrara fuerza, una presencia armada capaz de disuadir a un potencial enemigo, había desembarcado con dos centenares de soldados, dispuesto a esperar a sus enviados y a la más que posible numerosa escolta que los acompañaría para recibir el pago establecido por las numerosas mercancías y provisiones adquiridas a un desorbitado precio.

El joven faraón, ataviado con una preciosa túnica de oro y adornado con el tocado Nemes, lucía en su frente la cobra real Uadyet y la cabeza de buitre que representaba a la diosa Nejbet, protectora de los soberanos del Alto y Bajo Egipto. Sus brazos cruzados recordaban a Osiris, con los símbolos del poder real en las manos. Estaba imponente, en pie sobre una roca y rodeado de su guardia personal.

Amhai y Nebej descabalgaron y se postraron ante Kemoh. A ellos se unieron, en su rendida adoración, los hombres que les acompañaban a excepción de la Guardia Real de Ijmeí y de él mismo.

—Alzaos, mis fieles súbitos —ordenó el imberbe faraón—. Presentadme a los que os acompañan.

El visir fue indicando con su dedo índice.

—Ese es Ijmeí, el jefe de la Guardia Real de Saba —explicó en tono neutro—. Se ha dignado escoltarnos hasta aquí. Él llevará el pago de lo adquirido en su ciudad a su rey y señor.

Los hombres de armas de Kemoh permanecían en pie, expectantes, un tanto tensos ante lo que les parecía una situación forzada por las circunstancias… Entretanto, los acompañantes de Amhai y Nebej descargaron las preciosas mercancías y las colocaron en las barcas que, atracadas en la arena, esperaban la carga para transportarla a los navíos con la subida de la marea para facilitar mucho la maniobra.

—Yo soy el faraón Kemoh —se anunció el propio interesado marcando con toda solemnidad cada palabra—. Sed bienvenidos a nuestro campamento. Decid a vuestro rey que agradecemos en lo que vale su colaboración, y que sabremos ser generosos con nuestros nuevos amigos —aseguró con voz firme, impropia de su edad.

Ijmeí asintió en silencio, prietos los labios. Después volvió la cabeza y se fijó entonces en las cajas que iban pasando de mano en mano a través de la cadena humana que formaban los servidores del faraón, hasta quedar depositadas en las barcas. Resultaban, a sus ojos de buitre hambriento, como un nutrido grupo de hormigas perfectamente disciplinadas y dispuestas a defenderse en caso de ataque.

Era consciente de que su exigua escolta no le permitía hacer tal cosa; pero ahora, más que nunca, le interesaba por encima de cualquier otra consideración táctica apoderarse cuanto antes de aquellos barcos de guerra cargados de oro que le proporcionarían a su señor —y a él mismo también, por supuesto— el poder militar necesario para resistir la creciente amenaza romana.

El intenso brillo de sus ojos lo traicionaba, pues demostraba a la luz del día su codicia; detalle éste que no pasó precisamente desapercibido ante sus anfitriones del otro lado de la orilla del mar.

A un gesto enérgico de Kemoh, una docena de servidores —todos ricamente ataviados— transportaron seis cofres hasta donde se encontraba el jefe de la Guardia Real sabea y los depositaron a sus pies. Tras abrirlos para la oportuna verificación, los egipcios se retiraron a sus espaldas.

—¿Es suficiente? —preguntó vivamente el faraón. Su fiel visir pensó que se le había escapado una ráfaga de ansiedad.

—Lo es, mi señor. —Ijmeí se inclinó reverente—. Lo es, sin duda. —Hizo un rotundo gesto hacia el suelo con la mano izquierda y sus diligentes hombres se apresuraron a recoger los cofres y colocarlos sobre los carros, ahora vacíos—. Es agradable hacer negocios con tan poderoso señor. —Sonrió levemente mientras, de soslayo, sus ojos atravesaban la línea de las cuatro birremes.

El faraón extendió sus brazos al frente y abrió las palmas de las manos en señal de buena voluntad.

—Abraza a mi amigo el rey de Saba, tu señor, y llévale mi bendición —dijo con suavidad, y en un tono tan paternalista como insólito en un muchacho.

El jefe de la Guardia Real comprendió que la entrevista había concluido, así que procedió a retirarse y montó de nuevo. Al trote, los veintiún jinetes y los cuatro carros, dirigidos por sirvientes, partieron de regreso a Balkis. Parecían tener prisa… De hecho, Ijemí espoleó, furibundo, a su alazán.

Una vez que los sábeos se hubieron perdido en la lejanía, entre una nube de polvo, Kemoh abandonó su rígida postura y apresuró a sus servidores para embarcar las mercancías lo antes posible. Todo había sido puro teatro, una escena bien preparada para impresionar a Ijmeí y a sus hombres. No creía nada en la supuesta «bondad» del rey de Saba y menos todavía en su extemporánea amistad. Se dirigió a sus más próximos súbditos con voz queda.

—¿Os ha ocurrido algo…? —inquirió, preocupado, mirando los serios semblantes de su visir y del gran sumo sacerdote de Amón-Ra—. Parecéis alterados.

—Mi señor —respondió Amhai como en un susurro y mientras controlaba el embarque con la marea ya a favor de obra al levantar las barcas de la arena de aquella olvidada playa—, no me fío de las buenas intenciones de los sábeos. Ellos tienen sus necesidades, sus prioridades, y la contemplación de nuestros recursos, de esta exhibición tan ostentosa, puede despertar su codicia —concluyó bajando la voz.

Una profunda arruga de preocupación se fijó, por unos instantes, en la tersa frente de Kemoh.

—Temes que ambicionen nuestros tesoros —murmuró al fin—. ¿No es eso, mi fiel siervo?

—Así es, mi señor. —Se inclinó, respetuoso, mientras hablaba en voz baja—. No debemos olvidar nunca lo que en realidad somos ahora, un pueblo diezmado y perseguido… Seríamos una presa demasiado fácil.

—Esa es la razón por la que decidí desembarcar con una guardia armada. Me costó hallar armas suficientes, lo reconozco. —Esbozó una sonrisa de circunstancias—. Pero creo que, al menos de momento, hemos superado la situación. Creí que debía impresionarlos.

—Has hecho lo correcto, mi señor. Has estado en tu puesto como un gran faraón —convino Amhai—. Pero no es eso lo que me preocupa en estos momentos. ¿Te has fijado a qué marcha han salido los sábeos? Creo que corren demasiado para llegar a su ciudad. Me preocupa esa prisa tan repentina.

—Así es, mi fiel visir —replicó el joven faraón, al tiempo que su semblante se ensombrecía—. Da órdenes de que todos hagan las maniobras de regreso a las birremes a mayor velocidad aún… ¡Vámonos de aquí cuanto antes! —exclamó con una energía que a todos sorprendió—. En tierra tenemos peor defensa en caso de un ataque de su caballería —añadió con excelente visión castrense.

Metidos en las últimas tres barcas, Kemoh, acompañado de Amhai, de Nebej y con dos docenas de soldados a los remos, surcaron las aguas rumbo a la protectora sombra de unos navíos que, a modo de cetáceos dormidos, se dejaban mecer balanceando sus quillas como ventrudas panzas repletas de historia en forma de tesoros.

Las voces de los capitanes y sus oficiales, ordenando desplegar la vela, y los marineros aprestándose a la tarea, llenaron de vida las cubiertas de unos buques que despertaban de su breve letargo, prestos para continuar el viaje. Como cuatro bellos cisnes, se fueron alejando majestuosos de la costa gracias sobre todo a la fuerza de los remeros, perdiéndose en la inmensidad azul de un mar que devolvía, en reflejos metálicos, la luz que recibía del todopoderoso sol.

Los viejos dioses de Egipto se acordaron de los exiliados, dado que una brisa creciente hinchó las velas, impulsando unas naves de afiladas proas que estaban apoyadas por el batir de los pesados remos contra el agua. Espumas blancas dibujaron caprichosamente figuras imposibles a su paso, produciendo un ruido de música acuática muy familiar para los oídos de los poderosos galeotes. Atrás quedaba para siempre el Reino de Saba.

Reunidos en la cámara de Kemoh, éste, Amhai y Nebej, todos en pie alrededor de una mesa sobre la que permanecía abierta una carta marina hecha de papiro y sujeta por cuatro pesados escarabeos de oro, analizaban su posición y el rumbo a seguir.

—Persia aún queda lejos. Nos enfrentaremos a peligros mayores que el de Saba, que en tierra no se llegó a concretar —habló Kemoh con tono pomposo.

Amhai se puso rígido.

—Aún estamos en sus aguas, mi señor —aseguró, intranquilo.

—¿Temes que posean navíos de guerra, y que nos ataquen con ellos? —le preguntó su visir con toda franqueza.

—No me extrañaría, señor. No olvidemos que son comerciantes. Tienen recursos suficientes, y podrían haber transformado fácilmente sus barcos de carga en naves de guerra —concluyó Amhai, consternado.

—Nos defenderemos —intervino ahora Nebej con petulancia, mientras hacía una extraña mueca.

El faraón lo miró con curiosidad y luego asintió.

—Si nos vemos obligados, rechazaremos su agresión —dijo con suprema convicción.

—Ahora el poder de Amón-Ra está en mí, mi señor. No consentiré que nos priven de lo que nos pertenece —sentenció el nuevo gran sumo sacerdote con voz seca.

Kemoh y Amhai advirtieron otra vez el extraordinario cambio sufrido en poco tiempo por el que antes fuera el tímido sacerdote de Amón-Ra. Las facciones de Nebej emanaban fuerza, y sus palabras estaban ahora dotadas de una consistencia, de una firmeza tan inusual, que su figura inspiraba más que respeto, casi miedo en algunos aspectos.

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