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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (47 page)

BOOK: El laberinto prohibido
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Capítulo 24

Las alas de Isis

E
l largo periplo que habían iniciado para huir de los ejércitos de la Roma de Oriente concluía ahora ante la imposibilidad de salir a mar abierto sin estar fuera del alcance de la flota sabea. Se imponía, pues, un cambio drástico en la ruta definitiva a seguir. Persia quedaba ahora lejos, perdida más allá de las brumas que apenas se acertaba a presentir.

El antiguo Imperio Axumita, dividido ahora en pequeños reinos tribales, se había retirado hacía más de centuria y media de la antaño rica y próspera Meroe. Era un imperio venido a menos tras sufrir una larga decadencia. En otros tiempos, los reyes de Meroe habían llegado a dominar Egipto. De hecho, la
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dinastía de faraones, de los faraones negros, había salido de Meroe para reinar sobre Egipto, Meroe y Etiopía. Fue el imperio más poderoso y extenso del continente africano. Faraones como Tanutamón o Taharqá habían dejado su impronta en la Historia, para mayor gloria del Imperio Meroíta.

Ahora se abría ante los exiliados egipcios como una puerta a la libertad. Sus restos se alzarían, una vez más, para cobijar a sus parientes más cercanos, caídos en desgracia, debilitados por el tiempo que corroe sin remedio a los imperios más potentes.

El telón final caía sobre la altanera nación egipcia, cerrando así un capítulo dorado de la historia de la humanidad.

—Si nos persiguen… —dijo Amhai con voz queda.

Nebej enarcó mucho las cejas.

—Lo sé —musitó, pensativo—. Soy consciente de que hemos tenido mucha suerte en este enfrentamiento.

—No será siempre así. —El visir lo miró entristecido—. Si nos atacan de nuevo, no podremos salir ilesos —dijo con amargura—. Me preocupa toda la gente que confía en nosotros y que viaja confiada en el vientre de estas naves.

—Se lo pensarán antes de intentar darnos caza —afirmó Nebej apretando los dientes—. En dos días habremos llegado al punto de la costa que buscamos.

Amhai sacudió la cabeza perplejo.

—¿Conoces el lugar al que nos dirigimos? —le preguntó, Amhai, asombrado—. ¿Lo has visto? ¿Has estado allí? —repitió, incrédulo.

Nebej tragó saliva.

—No, claro que no. Nunca he estado antes. —Hizo un expresivo gesto—. Pero algunos sacerdotes de Amón se refugiaron en la ciudad-templo de Amón-Ra cuando los axumitas invadieron el Reino de la Candace.
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Ellos nos describieron, con todo lujo de detalles, los pormenores de su vida, su arquitectura y gobierno. —Arrugó la frente—. Fue un imperio poderoso que incluso sobrevivió al poder omnímodo de Roma. También venció en un par de escaramuzas. Sólo por eso se ganó su respeto para siempre.

—¿Qué tienes pensado que podemos hacer? —le preguntó preocupado—. Porque presumo que has medido cada detalle. —Sonrió Amhai.

—Dejaremos los navíos en una caverna natural de grandes proporciones que se abre al mar. Es una especie de canal marino que ha horadado la roca, adentrándose en tierra. Siempre podremos disponer de ellos, si los necesitamos… —Por un instante, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra pareció indeci so—. Después compraremos dromedarios para transportar absolutamente todo lo que llevamos a bordo. Será una larga y pesada travesía tierra adentro. Te lo puedo asegurar.

—¿Qué crees que encontraremos al llegar allí?

Nebej suspiró levemente.

—Buenooo… —arrastró esas vocales con cierta tolerancia—, posiblemente ciudades abandonadas, ruinas y algún templo abandonado. Nada que no se pueda reconstruir.

Paternalmente, Amhai pasó su brazo por el cuello de Nebej, y luego le habló como lo haría a un hijo.

—Tú eres el futuro de Egipto y me alegro de que así sea. Hace falta savia nueva… Sólo con hombres como tú, seguros de sí mismos, con visión de futuro y ansiosos, se podrá devolver la independencia y el respeto a la nación egipcia.

—Agradezco tu confianza en mí, noble Amhai —contestó rápidamente—. Y confío en ser merecedor de ella.

El visir asintió despacio, y luego lo miró en silencio.

La flota sabea, dañada considerablemente por la tenaz defensa de los barcos egipcios, los había seguido durante horas para retornar a su base con las manos vacías. El tesoro que creían tener ya cerca, se alejaba de ellos. Pero el ambicioso monarca no se rindió tan fácil.

Dos días más tarde, ocho navíos sábeos se lanzaban tras las birremes egipcias, conocedores como eran de que no encontrarían un lugar donde esconderse en todo el litoral africano. Abiertos en abanico peinaron
iteru
tras
iteru
el Mar Rojo, desembarcando en los puntos de la costa que creían podían haberles servido para huir de ellos, quizás hundiendo sus propios barcos; pero nada encontraron.

No había huellas en forma de restos navales. No había rastro. Nada de nada.

Parecía que el mar se hubiese tragado a la flotilla egipcia. Así, tras patrullar durante otros dos días las aguas que bañaban la costa africana, los sábeos, muy desmotivados, decidieron abandonar la tenaz búsqueda y regresar a puerto.

Soram V montó en cólera al saber que no podía llenar sus arcas con el oro del joven faraón Kemoh. Sus sueños de conseguir un ejército poderoso para hacer frente a sus propias ambiciones, invadiendo a sus vecinos, se fundía igual que un bloque de hielo a la luz solar del mediodía.

Y, lógicamente, alguien debía pagar por ello. Ijmeí fue el elegido a pesar de ocupar el cargo de jefe de la Guardia Real Su despiadado monarca decidió que ese sacrificio era necesario para calmar su ira. Y ordenó decapitarlo, en un acto público al que asistió todo Balkis.

Un paisaje rocoso, de color gris, se recortaba en el horizonte contrastando con el azul turquesa de un cielo límpido. Las olas golpeaban con suavidad los arrecifes cercanos al acantilado, elevando en el aire pequeñas crestas de espumas blancas.

—Nuestro objetivo está a la vista —anunció el nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra en voz baja.

El rostro de Amhai reflejaba cansancio y dolor, un dolor por su pueblo, por su incierto destino, que no ya por él.

—Espero que al fin podamos descansar en un trozo de tierra, en paz. —Indicó vagamente la zona.

Nebej lo observó con los párpados entrecerrados.

—Lo conseguiremos. Amón-Ra nos llevará en su aliento y las alas de Isis nos protegerán siempre. Allí. —Señaló al punto más alto y escarpado del acantilado, oculto a la vista desde el mar al interior por un canal por el que cabrían juntos hasta siete navíos— vi, en un papiro antiguo que dibujó un sacerdote de Amón-Ra que vivió en la necrópolis meroíta, un perfil y cómo es su interior. Entraremos en él por el lado norte, el único que es en realidad accesible a la navegación.

—Habrá arrecifes. Desde aquí se ven muchos. Podrían rasgar la quilla. —Se preocupó el visir—. ¿Cómo lo haremos? —quiso saber.

El sacerdote esbozó una ancha sonrisa.

—En el lado norte no hay arrecifes. Pararemos en fila uno tras otro. Lo haremos igual que una hilera de patos que siguieran obedientemente a su madre.

Amhai asintió con lentitud.

Las birremes de diseño romano fueron internándose de ese modo en el estrecho canal, el cual permitía un acceso libre de rocas sumergidas que pudieran dañar sus cascos. Así, bordeando la costa, pegados virtualmente a ella, con las velas plegadas y a golpe de remo, los barcos egipcios lograron deslizarse sobre las aguas verdeazuladas, cuya transparencia les permitió a todos los exiliados ver a través de ellas.

Un enorme farallón de piedra se alzaba imponente ante la boca de la caverna, ocultándola a la vista de quien navegara frente a la proximidad de la costa. Tan solo una abertura de aproximadamente 0,60
khets
separaba el colosal monolito natural de la caverna que, como la boca de un monstruo de leyenda, se abría oscura y negra, ofreciendo la protección de su profundidad a los fugitivos.

El primer navío fue tragado sin problemas por la negrura de la húmeda boca rocosa, y tras él, penetró el segundo, y tras éste, el tercero. El cuarto buque de guerra se deslizó silenciosamente, y atravesó como los demás el velo opaco que ocultaba el gran canal.

Después todo quedó en silencio. Como si nada hubiera sucedido, el dios Geb ocultaba en sus entrañas a sus hijos.

Las paredes de la caverna se alzaban a 2,60
khets
sobre la superficie del agua, creando una sensación de grandiosidad que abrumaba a los empequeñecidos egipcios que profanaban su quietud tras siglos de húmeda y quieta soledad.

Los cuatro barcos se situaron uno junto a otro, abarloados en paralelo, y avanzaron lentamente, sin prisas. La superficie arenosa, como un espejo brillante y frío, devolvía reflejada la luz de los pebeteros y de las antorchas, creando una aureola de luz anaranjada.

Por las paredes húmedas corría el agua que no lograba evaporarse en el interior de la gran caverna, y el sonido de las gotas al chocar con la masa de agua resonaba multiplicándose por mil. Como la poderosa garganta de un dragón sobre cuya lengua viscosa flotaran, la gruta les iba tragando hacia la oscuridad que les iba a servir de escudo protector.

—Encontraremos al fondo una playa de piedras —anunció Nebej con voz inexpresiva—. Tengo grabado en mi mente aquel papiro que con tanto cariño guardaba el viejo sacerdote. Había pertenecido a la familia desde que Softis huyera de Meroe para refugiarse en la ciudad-templo de Amón-Ra. —Torció el gesto en una melancólica sonrisa—. Había sido el gran sumo sacerdote de Amón en Napata…

Siguió hablando de su antepasado, de la maravillosa ciudad en la que éste ejerció como sacerdote. Como cualquier niño, Nebej se dejaba fascinar por sus relatos.

—Parece que no era el delirio de un viejo. Hasta ahora todo ha sido como has dicho —reconoció Amhai.

—Lo que no sé es cómo se sale de aquí —reconoció, encogiéndose de hombros a continuación—, aparte de la entrada por la que hemos penetrado, claro. —Alzó una mano, con la palma hacia arriba, en señal de ignorancia.

—Por fuerza habrá alguna. —Su interlocutor lo miró con fijeza—. Si Softis conocía el lugar, sería por alguna razón importante. Incluso es posible que tuviera uso práctico. Aquí podía esconderse una flotilla de naves de guerra. ¿Encontraremos la salida? —quiso saber el visir, perspicaz.

—Eso creo —siseó Nebej.

Ambos intercambiaron una mirada incómoda.

El aire frío y húmedo de la colosal gruta olía a moho, y también a algo más que era difícil identificar. La superficie del agua reflejaba el color oscuro de las paredes rocosas, haciéndolas parecer negras. En los bordes de los navíos, sus forzados pasajeros se apelotonaban ansiosos por poder pisar al fin tierra firme.

Aquel exilio parecía maldito antes de iniciarlo. Persia quedaba olvidada como una tierra prometida que nunca podrían alcanzar. En su lugar, tenían los restos de un imperio que se extinguió mucho tiempo atrás, y que se presentaba como la tierra de descanso para el atribulado resto del pueblo egipcio.

Grandes reyes como la candace Amanitore habían elevado el Imperio Meroíta a la cima del poder. Eran tiempos gloriosos en los que Amón y el dios león Apedemak correinaban juntos. Ahora, convertidos en apenas unas ruinas, sus ciudades y templos permanecían abandonados incluso por sus conquistadores axumitas.

Quizás en espera de un dueño mejor…

El visir se puso tieso como una vela de junco.

—Allá se ve la playa de la que hablabas —anunció Amhai extendiendo su brazo diestro. Su sonrisa inicial se hizo más amplia.

—Todo es tal y como me lo imaginaba —susurró el gran sumo sacerdote de Amón-Ra.

Era una larga playa de piedrecillas y en forma de media luna, de aproximadamente 18
khets
de largo. Parecía ser el final de aquella increíble caverna.

Los capitanes de las cuatro birremes ordenaron echar las anclas y todos escucharon a bordo un sonido de hierro al chocar contra las rocas del fondo. En realidad, aquello no debía ser otra cosa que una gigantesca oquedad natural, una masa rocosa de descomunales proporciones.

Dos barcas transportaron a Amhai, Nebej y una docena de soldados hasta la playa de piedras bañadas por las frías aguas.

Los remeros vararon las embarcaciones y esperaron instrucciones.

—Vosotros ocho. —Amhai se dirigió a los soldados que indicó, uno por uno, con su firme índice derecho— id por ese extremo. Estad atentos a cualquier indicio que indique una salida. Buscad una corriente de aire, algo de luz que provenga del exterior…, lo que sea que nos muestre la salida. Nosotros seis investigaremos por el lado opuesto.

Los dos grupos se alejaron de las barcas y, dándose la espalda uno a otro, iniciaron la búsqueda de un conducto que los llevase al exterior.

Cuando llegaron al final de la playa, los soldados encontraron que un montón de grandes rocas se apilaba formando una ladera rocosa de gran altura. Afortunadamente, la pendiente no era muy pronunciada y montones de pequeñas piedras llenaban los resquicios permitiéndoles subir con cierta comodidad.

Con antorchas en las manos, que aplicaban a cada grieta, para comprobar la existencia de corrientes de aire, fueron ascendiendo a buen paso.

En el extremo opuesto sucedía algo similar.

Nebej y Amhai, a la cabeza de un grupo de cuatro soldados y a buen paso, subían por la pared rocosa cuya inclinación facilitaba su ascensión.

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