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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (71 page)

BOOK: El laberinto prohibido
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Como niños que se han escapado de casa, sus amigos caminaban temerosos, volviendo la cabeza a cada paso. Mojtar, no. Él no temía a los muertos, ni a sus acartonados cuerpos; ni tan siquiera a sus dioses, tan antiguos como la propia historia del hombre al salir de las cuevas.

El únicamente temía la codicia, la furia desatada de los hombres, de los capaces de masacrar para conseguir sus objetivos. Debía tranquilizar a sus acompañantes.

—No temáis —aseguró en tono confidencial—. Estamos solos; al menos de momento.

—¿Qué quieres decir, Mojtar? —inquirió Assai con expresión preocupada—. ¿Qué vamos a encontrarnos…? —dejó la frase inconclusa.

—Aún no. Pero ante nosotros hay, que yo sepa. —El aludido señaló la oscuridad que se alternaba con la débil penumbra, delante de ellos—, dos grupos de gente. Ninguno de ellos es egipcio; de eso estoy seguro.

—¿Quiénes crees que son? Tú tienes información al respecto —afirmó más que preguntó Mohkajá.

Mojtar sacudió la cabeza antes de contestar.

—Por lo que sé hasta ahora, un grupo de paramilitares o mercenarios persigue a dos o tres aventureros o arqueólogos de poca monta. Creo que éstos últimos han dado con algo de mucho valor para los primeros o sus jefes, y están dispuestos a todo para evitar que lo alcancen antes que ellos.

Assai arrugó la nariz y luego se la rascó.

—Bueno, en realidad esto va a ser el descubrimiento más importante de todos los tiempos en lo que a la arqueología se refiere —aseguró enfático, abriendo luego sus brazos en un intento figurado de abarcar el lugar en el que se hallaban.

El policía esbozó una triste sonrisa.

—Eso si lo contamos, amigo. Para salir de aquí, tendremos que disputárselo a ellos. —Apuntó hacia delante con su dedo índice derecho.

—Yo creo que este lugar es sólo parte de lo que andan buscando… Si no, ya hubieran salido y dado a conocer su ubicación —dedujo Mohkajá con toda lógica.

Mojtar asintió con la cabeza antes de hablar:

—Yo también lo creo.

—¿Qué puede ser tan importante como para nublar la importancia de descubrir el inframundo egipcio y desplazarlo a un segundo lugar? —preguntó Assai, meditabundo.

—Algo grande —replicó el comisario con voz queda—. Muy, muy grande, tan grande que no lo podemos ni imaginar —añadió misterioso.

Los tres se miraron unos instantes, interrogándose unos a otros con los ojos. Ni sus privilegiadas mentes podían soñar, en sus más atrevidas fantasías, lo que iban a hallar al final de su búsqueda. Ni más ni menos que un poder capaz de anular el de Amón-Ra, dejando a un nuevo gran sumo sacerdote en un aprendiz del verdadero y único poder del mundo.

Capítulo 41

Retornar a la vida

A
lgo más adelante que el comisario Mojtar y sus dos grandes amigos, Scarelli y su escolta de guardias suizos, nerviosos e irritados a partes iguales por la pérdida de sus rehenes —los únicos capaces de guiarlos con cierto grado de seguridad por aquel angustioso averno egipcio—, avanzaban sobre la piedra pulida con el miedo dibujado en sus tensos rostros.

—Corremos el peligro de morir en cualquier momento —admitió, muy a su pesar, el cardenal.

—Ya no podemos retroceder, eminencia. Es proseguir o morir —sentenció el capitán Olaza con voz lúgubre.

Roytrand sacudió la cabeza, entristecido.

—Lo que casi es lo mismo, señor, porque aquí las posibilidades de morir son muchas más que las que tenemos de sobrevivir —anunció, muy pesimista, mientras seguía sudando copiosamente.

—Míralo desde otro punto de vista —le respondió Delan con amarga ironía—. Aquí, si mueres, ya estás en el infierno. Lo peor que puede sucederte es que vayas al cielo… ¡Ja, ja, ja! —rió estentóreamente; pero estaba hecho un manojo de nervios.

Scarelli le lanzó una mirada reprobatoria que decía, bien a las claras, cuánto le desagradaba aquella irreverente declaración. Delan puso cara de póquer.

Estaba claro que en una situación normal ninguno de ellos reaccionaría de aquella manera tan imprudente e impulsiva, pero aquel ambiente, oscuro, pesado y de un olor intenso que se apoderaba de los cuerpos, penetrando por sus fosas nasales, convertía a los habitualmente fríos y eficaces guardias suizos en vulgares estibadores portuarios.

El propio prelado se daba cuenta de que el temor y los nervios se apoderaban de él mucho más de lo acostumbrado. Se sintió desdichado y colérico. Por eso se interrogaba a sí mismo preguntándose si había seguido el camino correcto en su vida, si no le había dado prioridad a una vanidad sobre la verdad doctrinal misma. Al tiempo, su respiración se agitaba. Tenía que limpiarse el sudor que caía por su frente y sienes, producto más del desasosiego que sentía que del calor reinante en aquella enrarecida atmósfera subterránea.

Ya no se trataba tan solo de apresar al presunto asesino de Mustafá El Zarwi, sino de su orgullo profesional, y sobre todo, de cumplir aquel sueño infantil de descubrir la tumba de un gran faraón. A Mojtar el ambiente le subyugaba, le transportaba a otra era, a un mundo al que no pertenecía, envolviéndolo en un halo de misterio que el temor a la muerte intensificaba más y más.

Pero era una emoción tan fuerte que podía acabar con su vida y la de sus camaradas, como una bocanada de vapor exhalada en medio del Polo Norte. Por lo demás, deseaba medirse con sus contrincantes, ponerles al fin un rostro a aquellas figuras que apenas eran sombras en su mente.

Mojtar apretó su pistola reglamentaria bajo la axila izquierda, como para infundirse una seguridad que estaba muy lejos de sentir. Suspiró y tras comprobar con una mirada atrás que sus compañeros aún lo seguían, apretó el paso en un intento de consumir la distancia que los separaba… ¿de dónde?

Allí abajo, en el inframundo egipcio, todo era nuevo. Ninguno de los tres, ni siquiera uno de sus expertos amigos, ora consciente del peligro real que afrontaban. A éstos también les resultaba desconocido el siguiente lugar y el otro, y el otro, y así sucesivamente hasta… llegar… ¿adónde?

Se preguntó a sí mismo cómo había dado comienzo aquella aventura… ¿O debía decir mejor locura ahora compartida?

¿Quiénes les precedían allí? ¿Quizá un anticuario sin escrúpulos? ¿Tal vez un aventurero ávido de fama y dinero? ¡Qué más daba! El caso es que allí estaban, en un submundo apartado y profundo que todo les ofrecía y nada en concreto daba aún.

Al menos, hasta ese instante.

—¿Tenéis ahí el
dossier
del rabino Rijah? —pidió de pronto el tenaz policía.

Assai se lo quedó mirando con cara de duda.

—Creo… —balbució. Rebuscó luego en el interior de su bolsa de deportes— que lo tengo por aquí… Sí, claro, aquí está. Toma. —Se lo tendió.

—¿Por qué ese
dossier
ahora? —quiso saber Mohkajá.

El comisario se encogió de hombros antes de ofrecer una explicación coherente.

—No sé qué decirte… Estaba pensando en la razón de todo esto. —Enarcó las cejas— y me ha venido a la mente la obsesión de ese extraño judío. ¡El Árbol de la Vida! —exclamó a media voz, con un deje un tanto irónico—. ¿Qué tendrá que ver en todo esto? No le encuentro relación alguna.

Assai frunció mucho el ceño mientras pensaba la respuesta que debía dar a su amigo.

—¿Qué quieres oír? Los egipcios apenas escribieron algo sobre este tema… Su máxima prioridad no era vivir eternamente, como un ser humano, sin morir, sino todo lo contrario. Querían volver de la muerte misma… La muerte les fascinaba, les hechizaba… —insistió con media sonrisa.

—Pues algo tiene que ver en todo esto… —repuso Mojtar, pensativo—. Estoy tan seguro de ello como que estamos metidos aquí… La historia comenzó por el envío de Rijah a aquel desdichado al que asesinaron en su tienda. Y lo que hubiere dentro sencillamente «voló». —Agitó las manos con el
dossier
entre ellas, simulando el vuelo de un ave.

Con una mano sobre su boca, muy concentrado en sus cavilaciones, la mirada extraviada, Mohkajá repitió en voz baja, casi en un susurro:

—El Árbol de la Vida; el Árbol de…

—Al grano. Vete al grano —le cortó bruscamente Assai—. ¿Qué tienes en mente?

Mohkajá aspiró aire y meneó la cabeza a ambos lados.

—Veréis… —dijo en voz baja, tal como si hablara solo—. Es que hay algo que me desconcierta y que tal vez apoya lo que acabo de decir.

—¿Qué es? —inquirió Mojtar, interesado.

—Los antiguos egipcios se concentraban en la muerte, como has dicho. —Mohkajá se dirigió a Assai—, pero su interés último era retornar a la vida aquí, en la tierra, para no volver a abandonarla jamás… ¿Verdad?

—Verdad —corroboró su colega.

Tras soltar un sonoro estornudo, Mohkajá siguió con su teoría.

—Pues entonces el dichoso Árbol de la Vida sí tiene mucho que ver con todo esto.

El comisario se impacientó.

—Suéltalo ya —le urgió a su amigo.

—¡Cómo me aprietas! —exclamó su interlocutor, riéndose—. Se ve que eres un buen sabueso.

—Si tú lo dices…

Mohkajá volvió a ponerse serio.

—Quizás lo que buscaban ellos y nosotros, sin saberlo, sea eso precisamente, el Árbol de la Vida Eterna… —Hizo una pausa para apretar los labios—. Según la tradición y el
Libro de los Muertos
, quien comiere de su fruto vivirá para siempre.

Mojtar dejó escapar una risa desdeñosa.

—Perdona que te lo diga un «sabueso», pero eso que dices no es posible. Tan solo se trata de una leyenda más de mentes sin otra cosa que hacer —despreció con sorna—. ¿Buscar el Árbol de la Vida? Vamos, vamos, amigo…

Mohkajá meditó la respuesta. Esta fue contundente, definitiva.

—¿Hubieras creído en la existencia de este lugar antes de estar en él? Os lo digo ahora a los dos…

Assai lo pensó un instante. Luego asintió.

Ciertamente se lo habrían tomado como la elucubración mental de un arqueólogo fantasioso. Pero no, no era una leyenda. Allí estaban ellos para corroborarlo, si es que conseguían salir vivos de allí, claro. Era algo tan real, tan tangible…

Un silencio pesado cayó como una losa sobre los tres amigos. Fue Assai quien, luego de lanzar un prolongado suspiro, lo rompió. Y lo hizo matizando con calma cada palabra, cada sílaba que pronunciaba:

—Cualquier posibilidad, por extraña que parezca, puede ser la realidad. Aquí parece haberse detenido el tiempo… —Sonrió cansado—. ¿No lo notáis? En estas paredes de roca viva hay jeroglíficos y trampas de maquiavélicos ingenieros cuyos restos mortales son hoy polvo… No es por asustar, pero pienso sinceramente que cualquier cosa puede suceder —profetizó con semblante muy serio. Después se encogió en un gesto de temor y frío que lo invadía por fuera.

Mojtar torció el gesto. Después abrió el
dossier
que en su día le entregara el rabino Rijah y, nervioso, fue pasando hojas hasta que unas frases llamaron sobremanera su atención.

—Aquí hay algo —anunció en voz baja, como si temiese que alguien pudiera escuchar lo que decía.

Sus dos acompañantes metieron las cabezas en el informe, uno por cada lado, y recorrieron con ansia mal contenida las líneas escritas por el erudito de la etnia deicida. Este trataba en aquellas páginas del diluvio que barrió el mundo, pero no de cómo se desarrolló, sino de la forma en que se vació el mundo de aquellas masas acuosas que lo arrasaron, de qué cosas arrastraron al desaguar…

Mohkajá, que lo observaba todo con la cabeza levemente ladeada, no disimuló su estupor por lo que acababa de leer.

—Es increíble, asombroso, pero qué queréis que os diga: pues que me lo creo; sobre todo después de haber visto todo lo que me rodea… —Hizo una breve pausa para toser—. Esa explicación. —Señaló el
dossier
con su mano derecha, palmeándolo luego— es la única plausible que le encuentro a esta locura en que estamos metidos.

Mojtar apoyó la espalda en la pared, en posición como para no caerse, y comenzó a deducir por su cuenta en voz alta.

—Vayamos por partes, amigos… El lugar en que nos encontramos es, según esto, un punto por donde las aguas desaparecieron tragadas por las entrañas del planeta, dejando a su paso una inmensa oquedad al erosionar con su tremendo poder la roca blanda que ocupaba el lugar donde se ubica este submundo egipcio. Deduzco que posiblemente era barro, razón por la que ahora no crece nada allá arriba porque la tierra fértil se hundió. —Se aclaró la garganta, pero en vez de tragar saliva escupió con fuerza—. Con toda seguridad, creo que, de haber sido así, gran parte se evaporó para derramarse posteriormente en los mares y lagos, creando un paisaje completamente distinto al antediluviano.

Antes de dar su sincera opinión, Assai ladeó la cabeza.

—Sí, pero lo más importante es que dice. —Señaló la frase con el índice— que arrastró al Árbol del conocimiento, el del bien y del mal, y al Árbol de la Vida, sepultándolos en lugar ignorado, fuera del alcance de los hombres que sobrevivieron a la gran hecatombe.

—Todo esto es una leyenda, algo que nunca existió —insistió Mojtar, pesimista—. ¿De verdad vais a creer en estas elucubraciones mentales? —Su tono reprobatorio se endureció, aunque había hablado no muy convencido de sus propias palabras y, además, en voz alta, como para intentar convencerse a sí mismo.

Assai lo observó un tanto sorprendido.

—No lo niegues, que tú empiezas a creerlo —le recriminó—. Lo leo en tus ojos… No me engañas, que nos conocemos… Además, si es así, el descubrimiento sería de un valor inconmensurable.

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