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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (42 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—Hola, Canijo —Cuelloduro se limpió las manos con un trapo antes de apoyarlas en el mostrador—. ¿Quieres algo?

—Sí. Me gustaría ver la foto.

Se volvió sin decir nada, la sacó del marco del espejo donde estaba encajada, y me la dio.

Lo que más me impresionó fue su parecido con aquella vieja fotografía que mi madre guardaba en un cajón para sacarla de vez en cuando y cerrar los ojos en vez de mirarla. Sólo después me di cuenta de que en realidad no se parecían tanto, porque aquella había sido tomada al aire libre y esta no. En aquella, mi madre sostenía en brazos a un bebé recién nacido al que no se le veía la cara, como un bulto entre mantillas, y el niño que aparecía en esta estaba recostado en el regazo de su madre, con los ojos abiertos, aunque no podía tener más de tres meses. En el retrato familiar que dormía entre la ropa de la cómoda, mi padre estaba inclinado hacia delante, el brazo izquierdo apoyado en un velador, para posar con la cara pegada a la de su mujer, pero en el que tenía entre las manos, el hombre se había sentado en el brazo de un sillón, curvando el cuerpo como un arco protector sobre la mujer y el niño. Sin embargo, las sonrisas eran idénticas, idéntica la expresión de placidez, de felicidad, de aquellas dos parejas separadas por el tiempo y por la historia, mis padres en su casa de aquel pueblo de Granada que se llamaba Valderrubio, antes de la guerra, con mi hermana Dulce, Elías y Filo en su casa de Toulouse, hacía sólo unos días, con su hijo, que se llamaba Tomás aunque no lo hubiera bautizado ningún cura.

En el pueblo había dos copias de aquella foto, que habían llegado al cortijo de las Rubias en un sobre que no trajo ningún cartero, pero Carmela la Pesetilla se guardó la suya y no se la enseñó a nadie. Paula, en cambio, le llevó la otra a Cuelloduro al día siguiente, y él la encajó en el espejo que tenía detrás del mostrador, para que todo el mundo pudiera contemplar el pequeño éxito que había coronado aquel largo y terrible fracaso.

—Gracias —le devolví la foto y él volvió a ponerla en su sitio.

—De nada —me dijo después.

Al salir a la calle, me crucé con Rodillaspelás y la saludé, adiós, adiós, sin inmutarme ante el espanto de sus cejas, el asombro que agrandó sus ojos al verme salir de un lugar prohibido. Los lugares prohibidos ya eran sólo leyenda, igual que el monte, pero había algo más. Mi padre no iba a decirme nada. No podía castigarme, ni regañarme, nunca se atrevería a hacerme ningún reproche después de lo que habíamos vivido juntos, antes de que amaneciera el último miércoles de abril de 1949.

Aquella noche, la segunda que Joaquín Fingenegocios pasaba en su cama después de la paliza, me acababa de acostar cuando oí que alguien llamaba a la puerta. Madre, que se había quedado cosiendo en la cocina, como siempre que se disponía a esperar despierta el regreso de su marido, se quedó quieta, una mano sosteniendo la aguja, la otra en la tela, y no movió ni un músculo durante un instante más de lo que parecía razonable, antes de levantarse para ir a abrir. En los segundos de silencio absoluto que transcurrieron entre su repentina parálisis y el nervioso repiqueteo de sus pies sobre las baldosas, pude absorber su miedo, su angustia, el negro presagio que los inspiraba, y me levanté yo también, para esconderme detrás de la puerta.

—¡Nino! —mi hermana Dulce se incorporó en la cama para regañarme, pero no se atrevió a levantar la voz—. ¿Adónde crees que vas?

—¡Calla!

Yo tampoco me atreví a hablar en voz alta, pero me volví hacia ella con un dedo sobre los labios, y al girar la cabeza de nuevo, vi a Michelín vestido de uniforme, con su libreta en la mano y esos ojos de loco que tenía desde que se enteró de que no iba a ser capitán. En ese instante, al verle así, pensé lo mismo que estaba pensando mi madre, que los Fingenegocios se habían vengado, que el guardia Pérez ya no era más que un cadáver al borde de un camino, su mujer otra viuda y yo el único hombre de mi casa, pero el teniente se apresuró a desmentir nuestros temores.

—A Antonino no le ha pasado nada, Mercedes, te lo juro —ella se llevó las dos manos a la boca igual, pero tuvo que darse cuenta de que el teniente estaba diciendo la verdad, porque me di cuenta yo, que estaba mucho más lejos—. No he venido por eso, puedes estar tranquila.

Ella necesitó de nuevo algún tiempo para reaccionar, para recobrar la calma que había perdido tan deprisa, para apartar sus manos de la boca, y llevárselas a la tripa, y acariciársela despacio con movimientos lentos, circulares, como si la criatura que llevaba dentro lo necesitara más que ella, pero por fin sonrió, miró al teniente, le ofreció asiento con la mano, y no quiso registrar la expresión sombría de un hombre que no se atrevió a mirarla a los ojos, ni a declarar sin rodeos el verdadero propósito de su visita.

—He venido a verte porque… Necesito que Nino me haga un favor.

—¡Ah, pues muy bien! —mi pobre madre respiró, aliviada—. Voy a llamarle, todavía debe estar despierto —y cuando ya venía hacia mí, se dio la vuelta—. Perdóneme, Salvador, no le he ofrecido nada, me he asustado tanto al verle, la verdad. ¿Quiere tomar algo? Un café, una copa… Tengo un aguardiente casero muy bueno, de uvas con anís.

—No, nada, muchas gracias, Mercedes, estoy de servicio.

La aplazada cortesía de mi madre me dio tiempo de sobra para volver a acostarme, pero no apagué la luz ni me hice el dormido, y cuando la vi aparecer al otro lado de la cortina verde, ya estaba sentado en el borde de la cama, con los pies en el suelo.

—Nino, ahí fuera está el teniente, que quiere hablar contigo, pero cálzate, por Dios, hijo, que cualquier día de estos te vas a coger una pulmonía.

Al ponerme las zapatillas estaba tan tranquilo como ella, y sin embargo, para comprender mi error, y sobre todo el suyo, me bastó con mirar a Michelín a la cara.

—Bueno, pues… —él me miró a mí, luego a madre y a mí otra vez, como si hubiera perdido la habilidad de fijar los ojos en un solo objeto—. Acabo de recibir una denuncia esta noche, es decir… —miró el reloj, después a madre, a mí, a ella—. Mejor dicho, esta tarde, porque todavía no eran las diez, y… El caso es que en el cuartel estoy yo solo. No tengo efectivos, porque sospechábamos que los bandoleros estaban a punto de ponerse en marcha, o sea, de huir, ¿no? Eso ya lo sabréis, supongo, porque como nos han traído un jeep de la Comandancia de Jaén, y todo… Pero lo que no podíamos imaginar era que fuera a pasar tan pronto, que fueran a salir esta misma noche, y todos mis hombres están patrullando… —volvió a mirarnos por turnos, en plazos cada vez más breves, sus ojos oscilando frenéticamente entre mi madre y yo—. Acabo de enterarme de que ya han empezado a marcharse, de que se están yendo en grupos de tres, de cuatro, con intervalos de una media hora, y por la información que acabo de recibir, me he dado cuenta de que estábamos equivocados, de que no hemos sabido relacionar…

Hizo una pausa para buscar refugio en su libreta, y se concentró en sus anotaciones, moviendo sin cesar las mismas hojas de delante hacia atrás y de atrás hacia delante, como si allí fuera a encontrar algo que no supiera o la inspiración que no lograba reunir por mucho que la necesitara. Luego resopló, inspiró aire ruidosamente un par de veces, y siguió hablando.

—En fin, Izquierdo y Carmona están en el monte, en el cerro de los Pajaritos, vestidos de bandoleros, Curro y Arranz igual, pero en la otra punta, porque yo creía que iban a salir por el alto del Moreno, estaba seguro, y por eso he mandado a Antonino, con Romero y con el jeep, al cruce, que es el punto intermedio más cercano al cuartel, porque pensaba… —negó con la cabeza varias veces, como si no quisiera acordarse de lo que había pensado—. Cada pareja lleva una radio, para poder comunicarse entre sí. Si Izquierdo y Carmona veían algo, cualquier movimiento por pequeño que pareciera, tenían orden de comunicarlo inmediatamente. Entonces, Curro y Arranz tomarían posiciones mientras el jeep regresaba al cuartel con su radio, para que yo pudiera pedir refuerzos y avisar a la Comandancia de las posibles rutas de escape. Era un buen plan, un buen plan, en Valdepeñas estaban avisados, en Los Villares también, en Jaén tienen las tropas acuarteladas, el único riesgo, el único, porque todo lo demás estaba previsto, todo, yo lo había estudiado, lo había analizado todo y era un buen plan, un buen plan, aunque tenía un riesgo, uno solo, porque si pasaba algo, que no podía pasar, porque quién iba a imaginar…

Por fin se atrevió a cerrar su libreta, y la puso encima de la mesa para mirar a madre, pero enseguida se volvió hacia mí, para empezar a estudiarme con tanta ansiedad, tanta dedicación como la que invertía en sus notas.

—El caso es que no tengo radio. No puedo comunicarme con mis hombres. Sólo tenemos tres aparatos, y se los han llevado ellos, y todos están en un sitio equivocado, en una posición donde no van a ver nada, donde no van a enterarse de nada, porque, por lo visto, el hijo de puta de Cencerro va a salir dando un rodeo, ha ordenado retroceder en lugar de avanzar, se va a desviar hasta el cortijo de la Bizca, va a cortar hasta la laguna, y va a bajar por la cuesta de la Mona para torcer luego a la derecha e intentar cruzar la comarcal por el camino viejo de Torredonjimeno. Eso es lo que quiere hacer, y si le sale bien, puede llegar a Jaén antes de que amanezca, y si logra llegar a Jaén, y puede esconderse unos días para que sus hombres vayan saliendo de uno en uno, o por parejas, hacia lugares distintos, entonces, ya… Lo más fácil es que no los encontremos en la vida. Nosotros, por lo menos, no.

Nos miró al dar por concluido su discurso, y madre levantó las cejas, encogió los hombros, frunció los labios como si no comprendiera dónde estaba el problema, la emergencia que había llevado al teniente a nuestra casa a aquellas horas, en aquellas condiciones.

—Pues llame a Jaén —su voz, clara, tranquila, desprovista aún de cualquier intuición de peligro, sonó como un latigazo de cordura sobre un tiro de caballos desbocados.

—¿Qué? —pero Michelín se volvió hacia ella con la mirada perdida, como si no la hubiera entendido.

—Que llame por teléfono a Jaén, a la Comandancia, ¿no? —repitió, antes de mirarme con una interrogación en los ojos a la que yo asentí enseguida con la cabeza, porque su sugerencia, simple, precisa, era además transparente para cualquiera—. Que manden tropas a la comarcal, a la altura del camino viejo de Torredonjimeno, y que los esperen allí.

El teniente esquivó su mirada, cerró los ojos, negó con la cabeza.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué?

—Porque no, Mercedes. Porque no tengo suficiente información, porque no sé hasta qué punto puedo confiar en la denuncia, porque la persona que ha venido a hablar conmigo se lo ha oído decir a Jesús el del Machillo, el hermano de Asun, ya sabes, la mujer de Cabezalarga, y no me fío. No puedo montar un operativo de esas características, involucrar a tantas fuerzas, sin estar seguro de lo que está pasando ahí arriba. Si esto es una trampa… —había empezado a sudar, y se frotó la cara, el cuello, la nuca, con las dos manos, hasta lograr que su cabeza entera reluciera de humedad—. Si es una trampa, después de lo de Sanchís… No puedo hacer eso.

En ese momento, volví a mirar a madre para descubrir que ella ya me estaba mirando a mí y que los dos estábamos pensando lo mismo, que Michelín no estaba persiguiendo a Cencerro, que no estaba persiguiendo a sus hombres, que no perseguía a la guerrilla, ni el comunismo, ni la subversión, tanto como su ascenso. Eso era lo que más le importaba, mantener la ilusión de que en el hilo fragilísimo que conducía a un chalet con jardín, en las afueras de una plácida capital de provincias, aún quedaba una hebra intacta, alimentar la fantasía de que todavía existía un futuro para él, más allá de los muros de la casa cuartel de Fuensanta de Martos, en eso estaba pensando, sólo en eso.

Eso le había llevado a llenar los calabozos de gente, a dejar a Joaquín medio muerto, y a tragarse la información que Cencerro acababa de colocarle a través de una denuncia tan oportuna que, naturalmente, no podía ser otra cosa que una trampa. Él mismo, que no conocía el monte ni la mitad de bien que yo, y yo lo conocía incomparablemente peor que los hombres que llevaban diez años viviendo allí, se había dado cuenta, aunque no quisiera admitirlo. Que Cencerro hubiera ordenado retroceder en lugar de avanzar, era verosímil. Que pretendiera salir dando un rodeo por donde menos se lo esperaban, también. Pero que hubiera organizado a un centenar de hombres, quizás incluso más, en grupos pequeños, de dos o tres, para cruzar una carretera por uno de sus puntos más transitados, eso era tan increíble como que todos fueran a llegar hasta allí por la misma ruta, el cortijo de la Bizca, la laguna, la cuesta de la Mona. Michelín nunca había estado en ninguno de esos lugares, no conocía sus características, los senderos, las distancias que los separaban, ni siquiera entendía lo que estaba diciendo. No sabía nada, excepto que después de la denuncia, sabía todavía menos que antes, y que esa hebra solitaria, enfermiza, que le conectaba con el dorado sueño de su futuro, estaba empezando a resquebrajarse.

—Entonces… —madre intentó sacarle del ensimismamiento en el que le había sumido su última reflexión—. ¿Qué va a hacer?

—Necesito una radio. Necesito comunicarme con mis hombres, informarles de la situación. Tienen que abandonar sus posiciones y desplazarse a lugares más favorables, puntos desde donde puedan confirmar o desechar la información que acabo de recibir. Necesito una radio y necesito el jeep —hizo una pausa para mirarme—. Necesito que vayas al cruce a avisar a tu padre, Nino.

—¡No! —madre se levantó, se inclinó sobre la mesa, acercó su cabeza a la del teniente y volvió a chillar—. ¡No, no y no! ¿Me oye? No lo voy a consentir, mi hijo no va a salir esta noche de casa para ir a ninguna parte.

—Tiene que hacerlo, Mercedes —él no levantó la voz—. Es la única…

—¡No! —ella estrelló los puños sobre la mesa, furiosa como nunca, una sombra oscura, tenebrosa, acechando en sus ojos por detrás de la cólera—. Vaya usted. Vaya usted a por su jeep, y a por su radio, con mil pares…

—Eso no puede ser. Las ordenanzas…

—¡Y una mierda las ordenanzas! —y esa sombra creció, se hizo más negra, más compacta—. Las ordenanzas no pueden mandar que se juegue la vida un niño de once años.

—¡Yo también sé chillar! ¿Sabes, Mercedes? —Michelín se levantó con tanta brusquedad que la mesa se tambaleó, y cayeron al suelo su libreta y un dedal que rodó por todo el cuarto, tintineando con la inerte alegría de una campanilla hasta que se topó con una pared—. Yo también sé chillar y yo soy el que manda aquí.

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