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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (41 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Michelín estuvo de acuerdo en que era una tontería, pero por si acaso llamó a Los Villares, y le extrañó que no quisieran decirle nada sobre la marcha. Cuando tuvo delante el expediente de Burropadre, un abrumador historial de detenciones por actividades subversivas en el que había debutado a los doce años para concluir hacía sólo dos, al salir de la cárcel por última vez, entendió la discreción de sus subordinados. Sin embargo, se negó a aceptar que en aquella carpeta, junto con la identidad del enlace del sargento traidor que el Portugués le había servido en bandeja, estuviera enterrado para siempre su futuro, su ascenso a capitán, su reingreso en el ejército, su recompensa en un cuartel tranquilo, un buen empleo con mando de tropa en cualquier agradable capital de provincia. Y aquel hombre apocado, casi pusilánime, que nunca había sido valiente, ni capaz de la serenidad con la que Sanchís había elegido la muerte, sabiendo, entre otras cosas, que iba a llevarse su carrera por delante, reaccionó con una rabia feroz y universal, como una bestia herida, prisionera en la jaula de su propio futuro miserable. Se juró a sí mismo que, ya que no podía entregar vivo al compinche de Sanchís, ofrecería algo, lo que fuera, al precio que fuera, en su lugar, y en lugar de comunicar a Jaén el frustrante hallazgo que acababa de realizar, guardó el expediente de Burropadre en un cajón. No lo soltaría, volvió a jurarse, hasta que pudiera envolverlo en la información que el Pirulete había querido venderle, los planes de huida de los bandoleros que alguien, por fuerza, tenía que conocer en Fuensanta de Martos. No tenía mucho tiempo, porque la incorporación de Mariñas consolidaría una situación que después sería mucho más difícil cambiar, y desde luego, no perdió un segundo.

Pepe el Portugués, aquel alarde de sangre fría que congeló la mía en mis venas mientras le escuchaba mentir, fingir con una maestría que dejaba corto el concepto que tenía Paquito de su cobardía, sólo pretendía cerrar aquella crisis, escribir un epitafio sin violencia y sin víctimas para la doble muerte de Miguel Sanchís. Pero su treta no sólo no sirvió para que el teniente olvidara al traidor, sino que avivó furiosamente su recuerdo, y lejos de mejorar las cosas, las empeoró.

La redada duró casi una semana, porque como los sospechosos eran tantos que no cabían en los calabozos, hubo que detenerlos por turnos, y en el monótono infierno de cinco noches iguales, mi hermana Pepa, que ya había cumplido seis años, sólo vino a mi cama una vez, como si quisiera prepararse para el papel que dentro de otros seis le tocaría desempeñar con el hermano que nos iba a nacer al final del verano. Cuando se agotaron los golpes, los gritos, los insultos y las amenazas, Salvador Michelín no parecía él. Había adelgazado varios kilos y tenía los ojos dilatados, la mirada perdida, le temblaban las manos y sudaba como si tuviera fiebre. Había cosechado, además, un odio infinito, y mucha más información de la que le convenía, una maraña de datos contradictorios donde las mentiras se mezclaban con las verdades en una proporción tan inescrutable como el número y la brutalidad de los golpes que le habían permitido obtenerlas. Y aunque sabía de sobra que la información que facilita la tortura nunca es fiable, lo apuntó todo en una libreta que llevaba siempre encima y consultaba a cada paso, mientras paseaba por el pueblo sin cesar, pendiente de cualquier dato, por nimio que fuera, que pudiera confirmar alguna declaración.

Así empezó la última semana de abril de 1949, que sería la última semana de tantas cosas, de la vida, del mundo, de la realidad que habíamos conocido hasta entonces. El domingo por la tarde soltaron a los últimos detenidos, con una sola excepción. Vida, la hija de Cuelloduro, a la que en el pueblo todo el mundo seguía llamando así, por más que don Bartolomé la hubiera bautizado diez años antes con el nombre de Patrocinio de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María y toda su mala hostia, fue a preguntar por su marido, que era el único que no había vuelto a casa, y le dijeron que estaba bien, que no se preocupara, que lo pondrían en libertad en cualquier momento. Ella no se lo creyó, y acertó, porque mi padre, que fue quien salió a decírselo, no estaba muy seguro de que Joaquín Fingenegocios llegara vivo al día siguiente.

Aquella noche, Michelín consintió por fin en que llamaran a un médico, y el primero que encontraron fue uno muy jovencito, que acababa de llegar al pueblo con la carrera recién terminada y ni la menor idea de lo que le esperaba, aunque cuando logró tranquilizarse lo suficiente como para reconocer al enfermo, fue un poco más optimista. Joaquín no tenía más que veinticuatro años, dijo, y era muy fuerte. Si había aguantado hasta entonces, se podía esperar que sobreviviera. Después, pidió yodo, alcohol y trapos para hacer vendas, porque con las que había llevado no le iba a alcanzar, y cuando se quedó a solas con Fingenegocios, le dijo que tenía roto el brazo derecho, que no le iban a dejar escayolárselo pero que iba a colocárselo bien, que le iba a doler, que no lo moviera, que mandara a alguien a buscarle en cuanto volviera a casa, y que le pondría una escayola en condiciones para que pudiera seguir trabajando normalmente. Lo de las costillas no tenía más arreglo que la cama y el tiempo, y eso valía también para la herida de la cabeza, y para la de la rodilla, aunque esas sí se las iba a coser en un momento, porque cuando se las vendara, el teniente no iba a darse ni cuenta. Del ojo izquierdo no quiso decirle nada aunque se dio cuenta enseguida de que nunca volvería a ver por él, porque el derecho estaba tumefacto pero entero. A la mañana siguiente, volvió al cuartel para cambiarle los vendajes, le dio más calmantes, le preguntó si creía que aquella tarde ya estaría en condiciones de volver a su casa, pronosticó que cuanto antes mejor, y su paciente le contestó que sí.

Y aquella tarde, cuando volvíamos de la escuela, Alfredo, Paquita y yo vimos correr a Vida por la calle y corrimos tras ella para quedarnos todos parados al mismo tiempo, nosotros en la acera, ella en el centro de la calzada. Joaquín Fingenegocios acababa de salir del cuartel y avanzaba de frente, muy despacio. Tenía una venda en la cabeza, un ojo cerrado, un brazo en cabestrillo, una pernera del pantalón cortada a la altura de la rodilla, vendada también, y heridas en la cara, en el cuello, en una oreja, en las dos manos, en el pecho, en las piernas. Su cuerpo entero era una herida, una herida inmensa fragmentada en muchas pequeñas heridas conectadas entre sí por la hinchazón de la piel, por la sangre coagulada de los hematomas, por las gotas de un rojo más vivo que salpicaban su ropa. Yo nunca había visto a nadie así, Paquita jamás se había enfrentado con nada parecido, Alfredo tampoco había llegado a contemplar un destrozo semejante, pero ellos salieron corriendo y yo no, porque cuando Vida intentó imitarles, su marido la detuvo con una voz pastosa y extraña, la huella cavernosa, gutural, de las muelas que también había perdido, las mejillas, las encías inflamadas por los golpes.

—No corras, Vida.

Eso le dijo, y ella, que parecía una niña porque era todavía más joven que él, baja, menuda, con la cara muy redonda y el pelo aún recogido en una trenza, le miró como si no le entendiera, pero le hizo caso, y se paró para seguir escuchando aquella voz que le hacía daño en los oídos.

—Y no llores, por favor, Vida, no llores. No les des a esos hijos de puta el gusto de verte llorar.

Yo seguía en la misma baldosa de la acera donde me había quedado cuando vi a Joaquín, y distinguí a lo lejos la silueta de Michelín, que había salido a la puerta con Izquierdo para despedir a su último prisionero, tan claramente como ellos me estaban viendo a mí.

—Muy bien —cuando volví a mirar a Fingenegocios, su mujer ya se había limpiado las lágrimas con las manos—. Ahora levanta la cabeza, mírame, ven hacia mí, andando, despacio, muy bien… Ponte a mi izquierda, así, te voy a coger por el hombro, cógeme tú por la cintura, pero ten cuidado porque tengo las costillas rotas, no, no me pongas la mano ahí, pónmela más abajo, muy bien. Ahora mírame, y sonríe —ella le sonrió con los ojos llenos de lágrimas—, como yo te sonrío a ti, ¿ves? Bésame, Vida, bésame con cuidado, en la cara —y Vida le besó, y él la besó a ella—. Lo estás haciendo muy bien, y ahora vamos a echar a andar, vamos a andar despacio, los dos juntos, pero tú no dejes de sonreír, tú sonríe, Vida, y cuéntame algo, lo que sea, lo que hiciste ayer, lo que has hecho esta mañana, sonríe, y háblame, porque esto es lo único que me ha hecho aguantar, esto ha sido lo único —y mientras Vida le miraba, y le sonreía, y le besaba de vez en cuando, fue él quien empezó a llorar—, yo pensaba que iba a llegar hasta aquí, y que íbamos a hacer exactamente esto, lo que estamos haciendo ahora mismo, y me acordaba de mi padre, de mi tío Lorenzo, de mis primos, que se van a ir, que se tienen que ir, que tienen que llegar a Francia, me cago en la hostia puta una y mil veces… Pero sobre todo pensaba en ti, Vida, y sabía que iba a aguantar, que no iban a poder conmigo, y no han podido, Vida, no han podido…

Joaquín Fingenegocios ya era huérfano de madre cuando su padre murió en el frente de Córdoba, en los primeros meses de la guerra. A partir de aquel momento, y hasta que le aplicaron la ley de fugas, su tío lo había tratado como si fuera un hijo más, y desde que tenía once años, Lorenzo y Enrique habían sido sus hermanos mayores sin haber dejado nunca de ser sus primos, pero el Pirulete también se había criado en casa de Pesetilla, y su infancia no le había estorbado para intentar vender a Elías. Eso fue lo que pensé cuando ya estaban muy cerca, y por eso no me moví, y seguí mirándole como si nunca hubiera llegado a pagar la deuda que tenía con él, como si no le hubiera devuelto nunca aquellos cincuenta céntimos con los que invité a Elena a merendar aquellos churros que le gustaron tanto.

—Adiós, Joaquín —le dije cuando pasó por mi lado, y él se detuvo, se volvió a mirarme, y me sonrió.

—Adiós, Canijo.

Después seguí mirándoles, vi cómo él se negaba a torcer a la izquierda para ir a su casa, cómo se empeñaba en seguir adelante, vamos a ir a la taberna de tu padre, Vida, eso es lo que vamos a hacer, hazme caso, quiero que me vean, que vean que se puede aguantar, y además me apetece mucho tomarme una caña… Ella se resistió, intentó tirar de él, le preguntó si se había vuelto loco, pero les perdí de vista cuando doblaron la segunda bocacalle a la derecha, y sin embargo, no tardé mucho en enterarme de lo que había pasado porque al día siguiente en mi pueblo no se hablaba de otra cosa.

Al llegar a la taberna, Joaquín se apoyó en el mostrador, le pidió a su suegro una cerveza, y Vida le dijo que no, que no se la pusiera, pero su yerno le miró a los ojos, asintió con la cabeza y él comprendió, y cogió un vaso, lo llenó, y se lo puso delante.

A Antonio Cuelloduro no le había gustado nada aquella boda, y si no la había prohibido era solamente porque para él no había nada más sagrado que sus principios, y no estuvo dispuesto a violarlos ni siquiera cuando su única hija decidió casarse por amor, a los diecinueve años, con el hijo de un comunista. A él le gustaba presumir de que nunca había tenido que prohibirles nada a sus hijos, pero habría dado cualquier cosa a cambio de que Vida siguiera en casa, pelando la pava con otro cualquiera, un buen muchacho de familia anarquista a ser posible, como las novias de sus dos hermanos. Que lo prohíban ellos, dijo, ellos, a los que les gusta tanto reglamentar, y mandar, y prohibirlo todo, que para eso son como los fascistas, exactamente iguales… Pero en casa de los Fingenegocios ya no quedaba ningún hombre comunista aparte de Joaquín, y él no iba a prohibirse a sí mismo su propia boda.

Por eso, a Cuelloduro no le quedó otro remedio que aceptarla, y sin embargo, aquella tarde, cuando su yerno se llevó el vaso a la boca y le dio un sorbo, se sintió orgulloso de él, orgulloso de Vida. Y cuando le vio tambalearse, intentar apoyar el codo izquierdo en el mostrador, advertir en voz alta, un segundo antes de desmayarse, que no sabía lo que le pasaba pero que las piernas no le sostenían, fue él quien lo cogió en brazos, él quien lo llevó a casa, él quien lo acostó en su cama, él quien fue corriendo a buscar al médico. Los que le vieron aquel día contaron que iba llorando por la calle a lágrima viva, y en Fuensanta de Martos, nadie, nunca, había visto llorar a Antonio Cuelloduro. Quizás por eso, él siempre lo negó, aunque a Joaquín, a quien trató desde aquel día como a cualquiera de sus hijos, le gustaba mucho recordárselo para tomarle el pelo.

Pero aquella tarde, cuando yo entré por fin en la casa cuartel, aquel final feliz estaba muy lejos y mi madre fuera de sí, furiosa y aterrada al mismo tiempo.

—¿Qué te crees, que no nos lo van a hacer pagar? Un día de estos me matan a tu padre, como si lo viera, a tu padre o al que sea, a cualquiera menos a ese cabrón, sádico de mierda…

Yo nunca la había oído hablar así del teniente, y sin embargo, no me sorprendió. Tenía razones para tener miedo, aunque aquella vez la represalia de los guerrilleros sería muy diferente.

Los Fingenegocios no abandonaron a Joaquín. Durante mucho tiempo, todo el que hizo falta, le fueron mandando poco a poco una pequeña fortuna, el dinero necesario para que le reconstruyeran la dentadura, para que volvieran a ponerle el tabique nasal en su sitio, para que lo operaran de la rodilla y para que fuera varias veces a Valencia, donde un oftalmólogo especializado en ojos de cristal, y tan rojo como ellos, le fabricó a la medida uno perfecto y perfectamente coordinado con el derecho, hasta el punto de que nadie que no conociera su origen llegó a apreciar jamás la diferencia.

Así, lograron desmentir lo que había sucedido, eliminar sus huellas, imponer su voluntad sobre la del enemigo con tanta energía como la que la Guardia Civil había derrochado en el entierro de Miguel Sanchís.

Pero no mataron a nadie, porque ya no tenían tiempo ni siquiera para eso.

* * *

Eran las cinco y media de la tarde, y hacía mucho calor. Las calles estaban desiertas, las puertas cerradas, las persianas bajadas como una protesta silenciosa e inútil contra el calor de agosto, que no había cedido ni un ápice de su ferocidad aunque los calendarios hubieran entrado ya en la tercera semana de septiembre. Por eso nadie me vio entrar. Dentro, cuatro abuelos jugaban al dominó y ninguno desatendió la partida para mirarme. Las cosas habían cambiado mucho, y ya no hacía falta mirar, escuchar, espiar, vigilar, calcular, advertir, proteger y protegerse, controlar a todos para llegar a controlarlo todo. Eso ya había dejado de ser importante.

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