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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (7 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—A ver —el tabernero carraspeaba antes de levantar las manos en el aire, para dirigir el coro desde detrás del mostrador—. A la de tres. Una, dos y tres, tengo una vaca lechera…

—Lechera —respondían los que se encargaban de la segunda voz.

—No es una vaca cualquiera…

—Cualquiera.

—Se pasea por el prado, mata moscas con el rabo, tolón, tolón —y ahí se juntaban todos—, tolón, tolón…

A veces, ni siquiera les daba tiempo a acabar la segunda estrofa, la que había convertido aquella letra tan tonta en un arma, un himno, una canción de amor para un hombre legendario.

—Un cencerro le he comprado…

—Comprado.

—A mi vaca le ha gustado…

—Gustado.

—Se pasea por el prado, mata moscas…

El tiempo que tardaba un chivato en ir corriendo desde la taberna de Cuelloduro hasta la casa cuartel, la distancia más frecuente entre las carreras populares de Fuensanta de Martos, no daba para más. Por eso, a aquellas alturas, el primero que se hubiera enterado, Michelín o Sanchís, Romero o mi padre, solía entrar en la taberna hecho una furia, con la mano sobre la culata de la pistola y los labios temblando de rabia.

—¡Silencio! —y miraba a su alrededor como si los cantantes representaran una temible amenaza.

—Con el rabo…

—¡He dicho que silencio! ¿No me habéis oído?

Una vez, antes de subirse al monte, Enrique Fingenegocios llegó hasta el tolón, tolón, y Sanchís desenfundó la pistola para incrustar una bala en el techo de la taberna. Desde entonces, y aunque Cuelloduro se había negado a reparar lo que él llamaba la herida de guerra de su local, el oído de todos sus parroquianos había mejorado mucho.

—¡Esta canción está prohibida y lo sabéis de sobra!

—¿Pero cómo va a estar prohibida —terciaba el director del coro, tras el parapeto del mostrador—, si la ponen en la radio a todas horas?

—A mí, la radio me toca mucho los cojones. Y como vuelva a oír esta puta letra una sola vez, el coro entero va derecho al calabozo. Estáis avisados.

Después, aunque se marchara andando de espaldas para no perderlos de vista, las sonrisas volvían a florecer discretamente en los labios que, unos minutos más tarde, empezarían a difundir por todo el pueblo aquella escena sombría y ridícula, toda la Benemérita en pie de guerra contra
La vaca lechera
, aquella bobada musical que muchos fuensanteños seguirían silbando, tarareando y canturreando, solos o en compañía, mientras se reían a carcajadas, aunque sólo fuera porque estaban hartos de llorar, y lo daban todo por bien empleado mientras Cencerro estuviera vivo y en el monte, escupiendo desde arriba.

A veces hacía algo más que escupir, eso también lo sabía, porque me tocaba ir al funeral, y los guardias muertos dejaban huérfanos como yo, viudas como mi madre. Pero no sólo morían guardias, y entonces ella nos encerraba en la casa y no nos dejaba salir ni siquiera al patio, porque había otro entierro, y yo jamás le preguntaba si padre había tenido algo que ver con él. Prefería no pensarlo porque los suyos eran más, porque caían como moscas con un tiro en la espalda, porque siempre estaban desarmados y siempre los mataban por la espalda, y siempre decían luego que habían intentado escapar, pero eso nunca lo había visto nadie, nunca lo había escuchado nadie, nunca podía probarlo nadie. Era mejor no pensar, porque en las novelas que Curro le compraba a la Piriñaca, yo había aprendido ya que los hombres valientes siempre matan de frente, que matar a personas desarmadas es de cobardes, y matarlos por la espalda todavía peor, pero en mi pueblo a todos los mataban así, a todos menos a Laureano, el hijo de Pesetilla, que no tenía más que diecisiete años y ningún arma aparte de su garganta, pero se dio la vuelta y se lio a dar gritos para que tuvieran que matarle mirándole a la cara, como si supiera que le iban a matar igual.

Eso lo sé porque estábamos cenando y oímos los gritos, una voz ronca de hombre maduro, desfigurada por la rabia, Viva la República, Muera Franco, Abajo la Falan… Entonces sonó un tiro, luego otro, después nada. Padre se levantó para averiguar qué había pasado y madre empezó a murmurar para sí misma, como si rezara, ese no era de aquí, no era de aquí, no conozco esa voz, no puede ser de aquí… Pero cuando volvió, él tenía la cara blanca y un nombre en los labios, Laureano, y ella dijo que no, que no, que no podía ser, que Laureano no era más que un crío y que no podía acordarse de la República, apenas de la guerra, que era imposible… Padre la miró y se calló de pronto. Estaría pensando lo mismo que él, lo mismo que Dulce, lo mismo que yo, que no hacía ni un año que a Pesetilla lo habían matado por la espalda mientras intentaba escapar, y que aquella misma noche, su hijo Elías se había subido al monte con su primo Juan el Pirulete, con Arturo Salsipuedes y con Nicolás Saltacharquitos, que era el marido de su hermana Fernanda. Eso sí lo habría recordado Laureano, y lo recordaban Dulce y mi padre, y lo recordaba yo. Madre lo recordó también cuando miró a su marido para decir algo que me impresionó de verdad.

—Esto no se va a acabar nunca, Antonino, ¿me oyes?, nunca. Por cada uno que matáis, se van para arriba siete, y cuando matéis a esos siete, ya habrá en el monte catorce…

Él le pidió que se callara, pero ella negó con la cabeza porque no había terminado de hablar.

—Esto es una guerra peor que la guerra, Antonino, y moriremos todos, mira lo que te digo. Nos matarán a todos y esto no se habrá acabado todavía.

Luego nos marchamos a Almería y poco después, cuando llegó el deshielo, la partida de Cencerro mató en una emboscada al compañero de Sanchís, un cabo que se apellidaba Martínez y tenía mujer, dos hijos, y un carné de Falange del que todos los guardias, excepto el sargento, opinaban que le gustaba demasiado alardear. Y el día del funeral, al ir hacia la iglesia, vimos a la madre de Laureano apoyada en la puerta de su casa sin hombres, vestida de negro de arriba abajo, con los brazos cruzados debajo del pecho, mirándonos, y cuando volvimos, allí seguía, tan quieta que parecía que no respiraba, que ni siquiera había pestañeado en el tiempo que había durado la misa. Y no nos dijo nada, no hizo el menor gesto, no despegó los labios, sólo nos miraba, apoyada en la puerta de su casa, con los brazos cruzados debajo del pecho, sin llorar, sin sonreír, sin moverse nos miraba, y en sus ojos quietos, tan serenos como los de una estatua, cabía todo, un mundo entero de amor y de odio, de dolor y de rencor, de debilidad y de firmeza, de desesperación y de convencimiento, de fe, de venganza. Entonces, antes de que llegara Izquierdo a sustituir a Martínez, pensé que madre tenía razón, que aquello era una guerra y que no se iba a acabar nunca, porque sólo terminaría el día que Cencerro bajara del monte, y no iba a bajar para que lo mataran igual que a Laureano, y a todos los que habían muerto antes, y a los que morirían después que él.

Esto es una guerra y no se va a acabar nunca. El 16 de julio de 1947, festividad de la Virgen del Carmen, mientras yo remoloneaba tirado en la cama sin saber qué hacer, cómo matar el tiempo, las horas que faltaban para que Cencerro se escapase de una vez y yo pudiera ir por fin al molino viejo, a devolverle la cesta de Filo a Pepe el Portugués, dos hombres atrincherados dentro de una casa de Valdepeñas de Jaén, a solas con sus armas y las ciento cincuenta mil pesetas que habían reunido para poder marcharse a Francia con sus camaradas, libraban una batalla feroz contra una compañía entera de la Guardia Civil. Se llamaban Tomás Villén Roldán y José Crispín Pérez, pero hacía muchos años, más de ocho, que nadie les llamaba por sus nombres de pila.

—¡A cenar! —cuando abrí los ojos, me encontré con los de madre, que me zarandeaba suavemente—. ¿Pero cómo has podido quedarte dormido, si no son ni las nueve y media?

—Y yo que sé, cómo no me dejas salir, ni hacer nada… ¿Y padre?

—No ha vuelto todavía.

El tiroteo había empezado a la hora de la siesta. Los guerrilleros habían bajado del monte al amanecer, a la misma hora y por la misma trocha que el traidor que los vendió había indicado a la Guardia Civil, y se habían colado en la casa por un ventanuco abierto en la fachada trasera, que daba al río. Al cruzarlo, habían visto a lo lejos a dos molineros, vestidos con mono azul, desatrancando la rueda de ramas y hojarasca, pero su presencia no les alarmó, porque estaban acostumbrados a verlos, a dejarse ver por ellos, y nunca había pasado nada. Los hombres que vieron aquel día no eran molineros, sino guardias civiles disfrazados con la ropa de los auténticos, que ya estaban detenidos. Sin embargo, fueron pasando las horas y no pasó nada hasta que, a eso de las cuatro de la tarde, un guardia llamó a la puerta y nadie le abrió. Entonces empezó el jaleo. Los guardias tomaron posiciones, rodearon la casa, intentaron acercarse, pero no pudieron. Dentro sólo había dos hombres, fuera, cada vez más, porque empezaron a llegar refuerzos, policías locales, somatenes, falangistas armados, y por fin un destacamento militar, pero la tarde fue cayendo y nada cambió. Los guerrilleros disparaban a su antojo sobre cualquiera que se atreviera a cruzar la calle, y el teniente coronel Marzal, que había venido desde Jaén, muy ufano, para ponerse al mando de las operaciones, advirtió a sus subordinados que se estaba poniendo de un humor de perros.

—¿No quieres postre?

—No, no tengo hambre.

—¡Pues, ea, a la cama!

—Pero, madre, ¿cómo voy a irme a la cama, si me acabo de levantar? Deja que me quede un rato…

Cuando empezó a anochecer, los sitiadores ya lo habían intentado casi todo, hasta enviar una embajada con bandera blanca, formada por cuatro enlaces de la guerrilla que habían sido delatados por el mismo traidor que entregó a Cencerro, y que entraron sólo para escuchar que sus ocupantes preferían morir a rendirse. Ellos mismos lo anunciaron a gritos, desde dentro, mientras los parlamentarios comprendían que había llegado su hora, que al menos se iban a ahorrar el paseo nocturno por los alrededores de su pueblo, porque los de fuera les disparaban cada vez que intentaban abrir la puerta, por más que asomaran el trapo blanco antes que el cuerpo. Poco después, la casa explotó. Los asaltantes habían hecho rodar hasta la fachada bidones de gasolina armados con dinamita, pero cuando empezaron a avanzar entre escombros y cadáveres, los recibieron a tiros. No entendían nada. Tardaron demasiado tiempo en comprender que Cencerro y Crispín habían hecho un agujero en la pared para refugiarse en la casa de al lado, y entretanto, se hizo de noche.

—Acuéstate, Nino, ya está bien… Es casi la una de la mañana.

—¿Y padre?

—¡Y yo qué sé! Deja de preguntarme de una vez.

Estaba muy nerviosa y mis preguntas no la ayudaban a tranquilizarse, pero yo también estaba nervioso, y por primera vez, asustado. Tenía tanto miedo de lo que pudiera pasar, que me arriesgué a preguntar una vez más.

—Bueno, pero dime sólo una cosa. ¿Está en Valdepeñas?

—No, gracias a Dios… El teniente ha tenido que ir, claro, con Sanchís y con Izquierdo, que para eso son jefes, pero creo que tu padre se ha librado. Parece que está por aquí, patrullando en la carretera vieja.

El 17 de julio, madrugó la batalla. Al amanecer, los asaltantes volvieron a amontonar bidones de gasolina y cargas de dinamita contra la fachada de la segunda casa, y todo volvió a empezar, las explosiones, las llamas, los escombros. También los tiros, y con ellos el estupor, la incredulidad, la lentitud de reflejos que había consentido a Cencerro escaparse tantas veces. Al fondo de aquella casa había un corral, y en él, una cueva sin salida hasta la que llegaba un río de papelitos verdes. Eso tampoco lo entendieron al principio, y cuando lo lograron, les costó trabajo creerlo. Estaban pisando ciento cincuenta mil pesetas, ciento cincuenta billetes de banco partidos en dieciséis trozos cada uno, el pasaporte que no iba a llevar nunca a Francia a Cencerro y a Crispín, pero que tampoco serviría para pagar al hijo de puta que los había vendido, ni para celebrar su muerte con champán.

—Que dice madre que te levantes, que son más de las once.

—Ahora voy —intenté darme la vuelta en la cama, pero Dulce siguió sacudiéndome—. Bueno, que sí, que ya me levanto… ¿Se sabe algo?

—No, todavía no. Padre vino muy tarde, casi a las cuatro, se acostó, durmió hasta las ocho y se volvió a ir, pero de Cencerro no se sabe nada.

El tiroteo aún duró un par de horas, pero cesó de pronto, cuando ya estaban otra vez a vueltas con la gasolina, con la dinamita. El camino parecía por fin despejado, pero nadie se atrevió a avanzar. Estaban seguros de que los hombres de la cueva seguían vivos y creyeron que era una trampa. En eso también se equivocaron. ¡Viva la República!, chillaron al unísono dos voces desde allí, antes de empezar a cantar, arriba, parias de la Tierra, en pie, famélica legión… Cuando Cencerro y Crispín entonaron a gritos
La Internacional
, el teniente coronel Marzal se cagó en Dios. En ese momento, se dio cuenta de que antes de ganar aquella batalla, ya la había perdido, porque hay muertes que valen más que muchas vidas juntas. Y comprendió que Cencerro y Crispín iban a morir, que se estaban despidiendo, pero que no había logrado acabar con ellos, con todos esos niños que seguirían llamándose Tomás, y que tendrían hermanos que se llamarían José Crispín, y que antes o después sabrían por qué se llamaban así. No debería haber permitido que sus enemigos eligieran su muerte, pero tampoco había podido impedirlo, y por eso hizo lo único que podía hacer, ordenar fuego a discreción, aunque midió mal el tiempo. Él nunca había cantado aquel himno y se precipitó al ordenar un alto el fuego prematuro, que le consintió escuchar todavía el último verso del estribillo, y después, aún dos tiros más, que resonaron dentro de la cueva y no fuera, porque ya no estaban destinados a sus hombres.

—Pues yo tengo hambre, madre.

—Pues te aguantas, y si no, haberte levantado antes.

—Dame un poco de pan. Aunque sea sin manteca ni nada…

—¡Que no! Ya está hirviendo el puchero, ¿es que no lo ves? Si te hartas ahora, no comerás luego, y tienes que comer porque estás en edad de crecer. Así que tómate la leche y andando.

—¿Sí? Pues no sé adónde voy a ir andando, si no me dejas salir ni al patio…

Los cadáveres de Tomás Villén Roldán y José Crispín Pérez estaban juntos, apoyados en la pared del fondo de la cueva. Los dos se habían abrazado antes de suicidarse disparándose un tiro en la sien con las últimas balas que les quedaban. La Guardia Civil no pudo rescatar nada más que sus cuerpos, rodeados de billetes rotos y cargadores vacíos, pero, a falta de algo mejor, se dispusieron a sacar partido de sus despojos. Primero llevaron los cadáveres a la plaza de Valdepeñas, y allí, a la vista de los vecinos, lavaron las cabezas con una manguera, para que nadie se atreviera a desmentir su identidad. En ese momento, y ante la mirada complaciente de los guardias, uno de los falangistas del pueblo registró los bolsillos de Cencerro para ver si era verdad lo que decían, que siempre llevaba encima un reloj de los buenos. Era verdad, porque lo encontró, y se lo quedó. Después, cuando los cadáveres ya no dieron más de sí, echaron a cada uno en un camión, y el primero fue a Castillo de Locubín, el pueblo de Cencerro, y el segundo a Martos, el pueblo de Crispín. Por el camino, los militares y los civiles que los acompañaban fueron cantando
La vaca lechera
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