—Toma, Canijo. El trabajo hay que pagarlo, qué coño, que ni eso se respeta ya en este país… —y se sacó unas monedas del bolsillo para ponérmelas en la mano—. Dos reales son, no tengo más. Mañana, cuando esa tontapollas se dé el gusto de verle la cara a tu amigo el Portugués, que es lo único que quiere, vienes y me las devuelves, ¿estamos?
—Gracias, gracias, mañana sin falta…
—Deja de darme las gracias y ve a lavarte, anda, que buena falta te hace, no vaya a ser que a la chica le dé vergüenza que la vean contigo por la calle —se rió, y sus compañeros se rieron con él—. Y dile a Pepe que tenga cuidado con esa, que las meapilas son las peores…
Cuando salí, sentí que el frío helaba mi cara, mis manos empapadas todavía de agua limpia. Elenita estaba en el centro de la plaza, dando saltitos con los pies juntos para calentarse, y no parecía contenta, pero tampoco se había marchado.
—Anda que no has tardado, guapo. Estaba ya a punto de irme.
Eso mismo le había dicho Filo a Regalito un instante antes de dejarse caer en sus brazos, y al recordarlo sonreí, igual que le había visto hacer a él.
—Es que he ido al baño a lavarme —me quité el jersey de Pepe para enseñar una camisa de cuadros que estaba casi limpia, y el frío desapareció—. Como antes me has dicho que estaba hecho un asco… No quería que te diera vergüenza que te vieran conmigo por la calle.
—Qué tonto eres —pero me sonrió, como si le hubiera gustado escucharlo.
Fuimos juntos hasta la churrería, que por desgracia no estaba muy lejos. Tampoco había mucha gente esperando en la puerta, pero enseguida descubrí que Elenita tenía mucha menos prisa de la que me había anunciado.
—Dame media docena, María —entonces me volví hacia ella—. De momento, ¿no? Luego, si seguimos teniendo hambre, compramos más.
Me sonrió, pero no dijo nada, y al salir, se sentó conmigo en un banco de piedra para lanzarse sobre los churros con tanta ansiedad que no me atreví a preguntarle nada hasta que se comió el primero.
—¿Cuándo habéis vuelto? —me arriesgué mientras le daba un mordisco al segundo.
—Ayer.
—Me alegro mucho. Ya creía que no ibais a volver nunca.
—Por mí —hizo una mueca displicente con los labios—, nos habríamos quedado allí a vivir, la verdad… Oye, ¿tú no comes?
—Bueno, sí —ella iba ya por su tercer churro cuando yo me atreví a coger el primero—. Me tomaré uno…
Mientras me lo comía y después, me fue explicando cuánto le había gustado Oviedo, una ciudad preciosa, grandísima, con un parque lleno de árboles y un césped tan verde, tan suave como si fuera una alfombra, y calles repletas de tiendas elegantes, de confiterías exquisitas, de cafés con arañas en el techo y paredes de espejo que las reflejaban hasta el infinito, y gente tan bien vestida que se cambiaba de ropa hasta tres veces en un solo día, y un teatro que parecía un palacio, y una catedral que parecía un palacio, y hoteles que parecían palacios, y palacios verdaderos aquí y allá, enjoyando las calles del centro con sus viejas fachadas de piedra labrada.
—Pero en Alcalá la Real también hay palacios —intenté consolarla—, y me han contado que en Baeza…
—¿Pero qué dices, Nino? Oviedo no tiene ni punto de comparación, pero es que… —negó con la cabeza y un gesto de piedad, como si condescendiera a perdonarme por mi ignorancia—. Ya lo dicen mis tíos, que Jaén es un asco, una provincia de tercera, tan atrasada que no hay nada, ni teatro, ni comercio, ni… Nada. Catetos y más catetos, olivos y más olivos, ya ves, qué interesante. Pero como mi abuela está empeñada en que vivamos aquí, pues yo, ¡ea!, a fastidiarme.
Mientras sonreía a aquel ¡ea! que había sonado igual que los de mi madre, el aire estuvo a punto de arrancarme de las manos un papel vacío.
—¿Quieres que compre media docena más? —me miró como si no me entendiera—. De churros, digo… Seguro que en Oviedo no los hacen tan ricos.
—No, eso es verdad —Elenita también sonrió, y se le pusieron las mejillas coloradas, y me di cuenta de que me gustaba mucho verla así—. Son mejores los de aquí.
Con ese comentario tuve bastante. No sabía lo que me estaba pasando, pero tampoco me preocupaba no saberlo. Me levanté de tan buen humor, que pedí otra media docena y tampoco la pagué.
—Estoy sentado ahí fuera —le dije a la churrera, que me sonrió como si supiera lo que yo ignoraba—. Cuando nos vayamos, ya te lo pago todo junto.
Al ver los churros, los ojos de Elenita brillaron de nuevo, pero antes dijo algo con una voz que me conmovió por su delicadeza.
—Lo siento, Nino, no te enfades. No quería meterme contigo, es sólo que… Bueno, que Oviedo me gusta más que esto.
—No estoy enfadado.
—Aunque los churros… —cogió el primero, suspiró, y siguió hablando con la boca llena—. En eso sí que llevas razón, fíjate.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero acabamos con los churros y seguimos hablando, de Oviedo y de Jaén, de su abuela y de sus tíos, de lo guapa que estaba con su ropa nueva y de los escaparates de las tiendas donde se la había comprado, y a mí nunca me habían interesado un pimiento las tiendas, la ropa, los escaparates, pero la escuché como si nunca en mi vida hubiera escuchado nada tan interesante, y allí habría seguido hasta el día siguiente, hablando de volantes y de maniquíes, si no hubiera reconocido los pasos que se acercaban, un ruido agudo y otro sordo, tin toe, tin toe, tin toe, el tacón de Pastora y la cuña de su zapato ortopédico marcando un ritmo propio, irregular, inconfundible.
—Deberíamos irnos, ¿no? —y por primera vez en lo que me pareció mucho, mucho tiempo, desprendí mis ojos de los de Elenita para acechar el final de la calle, pero ya era tarde—. Si tienes prisa…
—¡Uy, sí! —y Pastora ya subía la cuesta del brazo de Sanchís—. Se me ha pasado el tiempo volando…
Aquel comentario, que estaba tan destinado a mí como a la masa que hacía Tomás, el marido de María, y al aceite en el que ella freía los churros, debería haberme gustado más que ninguna otra cosa que hubiera escuchado aquella tarde, pero la aparición de Sanchís, que cada vez me trataba peor, ejerciendo sobre mí una autoridad a la que no tenía derecho con una saña cargada de desprecio, lo había echado todo a perder. Lo último que quería era que ella le viera, que le escuchara llamarme Canijo y burlarse de mí, o mandarme al cuartel a voces, señalándome el camino con el dedo como si fuera un crío pequeño, mientras chasqueaba la lengua entre los dientes igual que si arreara a una caballería. Por eso me apresuré a entrar en la churrería, pero todo me salió mal, y a la vez, mucho mejor de lo que me habría atrevido a esperar.
—¿Qué te debemos, María? —le pregunté a la churrera con la mano en el bolsillo.
—Nada —ella sonrió con una expresión cariñosa, benevolente, que en aquel momento me estorbó más que cualquier cifra—. Ya se lo cobro yo a tus padres cuando los vea.
—Que no, que te lo pago yo —abrí la mano para enseñarle mi capital, mientras escuchaba los pasos de Pastora, tin toe, tin toe, tin toe, entrando en la churrería—. Tengo dinero, ¿ves?
—Pero que no hace falta, Nino, que ya…
—No —en aquel momento decidí arriesgarme, pagar al menos mis cuentas como un hombre en vez de salir corriendo como un niño asustado—. Cóbramelo a mí —y puse mi moneda en el mostrador, dando la escena con el sargento por descontada.
—Bueno, chico… —María me miró, miró a Elenita y se echó a reír—. Pues nada, aquí tienes.
Recogí las vueltas, apenas unos céntimos, suficientes sin embargo para comprarle dos barras de regaliz a la Piriñaca, y cerré los ojos un instante antes de volverme hacia la puerta. Cuando los abrí, Sanchís me estaba mirando, Pastora también.
—Adiós, Nino —me dijo ella, muy sonriente—, y la compañía…
—Adiós —respondí, su marido se limitó a inclinar la cabeza para saludarme, y no pasó nada más.
Cuando salimos a la calle, aún no podía creer que hubiera tenido tanta suerte, pero conté para mis adentros, uno, dos, tres, y no volví a escuchar los pasos de Pastora, ni la voz de Sanchís a mis espaldas.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Elenita entonces—. Te has quedado con una cara, que… Ni que hubieras visto a un fantasma, hijo.
—Nada, nada —y ya estábamos tan lejos de la churrería que me atreví a sonreír otra vez—. Si quieres, te acompaño hasta el cruce. Como ya es de noche…
Pero el camino se me hizo tan corto que subí con ella casi toda la cuesta, y sólo me paré cuando ya se veían a lo lejos las luces del cortijo.
—Dile a tu abuela que mañana, cuando salga de la escuela, iré a verla.
—Se lo diré —ella empezó a andar, pero enseguida se dio la vuelta—. Gracias por todo, Nino. Hasta mañana.
—Hasta mañana, Elenita —y se volvió otra vez.
—Elena, si no te importa.
—Elena —repetí—. No me importa.
Luego volví a casa corriendo, como de costumbre, y como de costumbre llegué sin resuello, pero en algún momento de aquella tarde había perdido la facultad de medir el tiempo, porque en la torre de la iglesia acababan de dar las siete y media. Mi madre estaba de buen humor y no comentó nada cuando le anuncié que el día siguiente, al salir de la escuela, le haría una visita a doña Elena, para saludarla y enterarme de cuándo podríamos empezar con las clases de francés. A la mañana siguiente, sin embargo, me preguntó por qué se me había ocurrido vestirme de domingo, si era lunes.
—Es que hoy nos dan las notas —le expliqué.
—¿Y qué?
—Pues no sé… Que el maestro siempre dice que debemos ir a clase presentables, ¿no?, y he pensado que conviene arreglarse un poco.
—Si tú lo dices —y me besó en la frente igual que todas las mañanas.
Cuando don Eusebio repartió las cartillas que tendríamos que llevarle firmadas antes del jueves, me felicité por mi astuta reconquista de los sobresalientes que convertirían mis vacaciones de Navidad en un pequeño verano en medio del invierno. Después, no me costó trabajo despistar a Paquito, que salió arrastrando los pies, como si tuviera los tobillos encadenados a las matemáticas que había vuelto a suspender, y antes de salir, fui al baño, me mojé el pelo con agua y me lo peiné muy bien delante del espejo, pero no me sirvió de mucho, porque el único espectador de tanto esmero fue Pepe el Portugués, que me estaba esperando con los brazos cruzados delante de la puerta.
—Mira —dijo, aunque estaba solo—, el vivo retrato de don Juan Tenorio, y qué bien peinado.
—Pero… —me acerqué a él y bajé la voz—. Yo… Si no…
—No te molestes, porque lo sé todo —y se echó a reír—. Me he encontrado con Fingenegocios esta mañana, y me ha dicho que le debes cincuenta céntimos, ¿no? Así que vamos al ayuntamiento a cobrar, porque tendrás que devolvérselos y ahora, además, te hará falta el dinero. No veas lo caro que sale tener contentas a las mujeres.
—Si no es una mujer, es Elenita.
—¿Cómo que Elenita? —y volvió a reírse—. Será Elena- si-no-te-importa-gracias, porque no dice otra cosa…
Siguió riéndose de mí todo el camino, pero no me ofendí. Me sentía bien, cómodo, casi arropado por aquellas bromas tan parecidas a las que el Portugués había hecho a su propia costa aquel verano, mientras Paula llevaba siempre las tijeras del pescado en el bolsillo del delantal. Y cuando la señorita Ascensión nos pagó por fin, hay que ver, Pepe, qué caro te vendes, no sé cómo puede gustarte vivir tan solo, en el molino, sin alternar en el pueblo, no sé, sin venir al baile ni cultivar amistades, con la cantidad de solteras guapas y agradables que hay por aquí…, seguí riéndome con él. Luego se empeñó en que nos repartiéramos el dinero aunque yo no aspiraba a tanto, y me cambió una peseta para que pudiera devolverle a Fingenegocios sus dos reales.
—¿Qué tal? Bien, ¿no? Métemelos en el bolsillo de la camisa, anda —estaba techando el portal de Belén y con la mano izquierda sostenía las tablas que iba clavando con la derecha—. Muchas gracias —entonces se volvió hacia Pepe—. ¿Y tú qué? ¿Sano y salvo?
—¿Yo? —Pepe se acercó a él, se aseguró de que nadie podía verle, e hizo un gesto que yo nunca había visto, moviendo a la vez los labios y la mano derecha—. A mí, esa… —entonces lo repitió, moviendo los labios y la mano más deprisa—. Ya te digo.
A Fingenegocios le dio tal ataque de risa que se le hundió el tejado del portal en un momento, y las tablas del techo arrastraron en su caída a las paredes, levantando una nube de serrín que lo puso todo perdido.
—¿Y ahora qué, eh? —después empezó a imitar admirablemente la voz de pito de don Bartolomé mientras se levantaba, como si quisiera evaluar el desastre desde arriba—. ¿Dónde va a nacer ahora el Niño Jesús? Desalmado, que eres un desalmado.
Entonces fue el Portugués quien más rió, y al mirarle, entendí por qué me sentía tan bien. Acababa de ingresar en la cofradía de la fraternidad masculina, en la complicidad de los gestos obscenos y las palabras a medias, en el código de las blasfemias expresas y de las tácitas, en la solidaridad del hoy por ti, mañana por mí, más tiran dos tetas que dos carretas, y los curas, para las mujeres, aunque todavía no tenía más que una idea aproximada de lo que significaba aquel bautismo. Fingenegocios no quiso que nos quedáramos a ayudarle. Esto lo arreglo yo en dos patadas, nos dijo, y después, al Portugués, que más le valía marcharse corriendo. Repitió el mismo gesto que él había hecho antes, como si se llevara la mano a la boca, y añadió que no fuera a ser que la secretaria del alcalde se lo pensara dos veces, le dijera que sí y acabáramos teniendo un disgusto. Yo seguí riéndome para no parecer tonto, pero la verdad era que no lo entendí, y no fue lo único.
—Y la señorita Ascensión… —ya estábamos saliendo del pueblo cuando me atreví a preguntar—. ¿Cómo es que no sabe que eres el novio de Paula?
—Pues porque no. No lo sabe casi nadie —me cogió del brazo para obligarme a mirarle—, así que no vayas tú ahora contándolo por ahí, ¿eh?
—No, si yo no lo cuento, pero no lo entiendo.
—Pues es muy sencillo. A Paula no le gusta bajar al pueblo, yo voy sólo cuando tengo algo que hacer, y total, para bailar… —me miró de reojo y sonrió—. Mejor bailamos los dos solos, ¿no? Ya tuve bastante con el Putisanto, así que… Cuanto menos sepan, menos chismorrearán.
En aquel momento no le di importancia a esas palabras. Estaba demasiado excitado por la perspectiva de volver a ver a Elenita, aunque fue su abuela quien más se alegró de verme. Ella sí estaba contenta de haber vuelto, de haber roto la jaula de prestigio y bienestar en la que su hija mayor había pretendido encerrarla para siempre, un alarde de generosidad del que receló desde el primer momento y tras el que vislumbró a tiempo un pacto tácito que, quizás, a otra mujer en sus circunstancias le habría parecido ventajoso. A ella no.