El Lector de Julio Verne (27 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—¿Pero qué es lo que tendría que haber visto? —porque sabía cómo hacer que cualquier pez mordiera en su anzuelo sólo con tirar la caña al aire.

—No, que eres muy pequeño —porque sabía tirar de la cuerda ni mucho ni poco, con la fuerza justa.

—¡Que no soy pequeño, joder! —porque sabía cómo mantener a sus presas enganchadas, boqueando fuera del agua todo el tiempo que hiciera falta—. Eso no se hace, Pepe. Cuando se empieza a contar una historia, hay que terminarla.

—Eso es verdad —porque sabía que, cuando daba el último tirón, ya no había remedio, ni salvación posible—. En eso llevas razón, sí señor, pero tienes que prometerme que no se lo vas a contar a nadie.

—Te lo prometo —y todo lo demás, mi padre, mi abuelo, el Pesetilla, empezó a alejarse, a hacerse más pálido, más pequeño, más borroso sin que yo llegara siquiera a darme cuenta.

—Pues nada, que en el mostrador había una tía rubia, ¿sabes? Pero no como mi novia, que la llaman así y es castaña oscura, sino rubia de verdad, bien teñida de amarillo, y… Bueno, parecía una lancha neumática, la cabrona —empezó a dibujarla con las manos y yo ya no tenía memoria, ni cabeza, ni atención para nada que no cupiera en el hueco de sus palmas abiertas—, porque tenía el culo así, pero así, te lo juro, como una pera gigantesca —y extendía los dedos hacia delante para acariciar la silueta de aquella fruta imposible—, y las tetas como dos sacos de arena, duras y blandas al mismo tiempo, elásticas, redondas —y curvaba los dedos hacia arriba como si soportaran un peso imaginario—, estupendas, de verdad, y las piernas… En fin, que me sacó a bailar, ¿qué te parece? Me sacó a bailar y, claro, yo, pues tuve que salir, y se me pegó… Pero como una lapa, en serio —y se contoneaba muy despacio, abrazando el aire—, se me apretó tanto que se lo notaba todo, y de repente, me metió una pierna entre los muslos, te lo juro, Nino, yo no le estaba haciendo nada y ella me metió la pierna, empezó a moverla, y… ¿Qué iba a hacer yo, aunque no tuviera la culpa de nada? Pues lo que tenía que hacer, eso hice, que no te lo voy a contar porque eres muy pequeño, pero al salir… ¿A que no sabes a quién me encontré apoyado en el mostrador al salir?

—¿Te acostaste con ella? —ni siquiera Paquito, por mucho que alardeara, sabía muy bien en qué consistía aquello, pero hasta yo sabía que, de todo lo que se podía hacer con una mujer, lo más importante era acostarse.

—Que no me preguntes eso, que te he preguntado yo primero, ¿estamos? ¿A quién crees que me encontré apoyado en el mostrador? —negué con la cabeza porque no tenía ni idea, aunque ya estaba seguro de haber elegido lo mejor al elegir parecerme a Pepe el Portugués—. ¡Al Putisanto! Nada más y nada menos que al Putisanto, ¿qué me dices?

Entonces empecé a reírme como si no pudiera parar nunca, y me reí mucho, durante mucho tiempo, hasta que el estómago me dolió de tanto reírme, de doblarme sobre mí mismo de carcajada en carcajada, mientras me imaginaba el encuentro entre Pepe el Portugués y Emeterio el Putisanto, el capillitas más ferviente que jamás ha paseado tantos escapularios, tantas estampas de Vírgenes y Cristos, tantas medallas y cordones de seda y fajines morados, por las camas de las casas de putas de toda la provincia de Jaén.

—Y ya ves tú —él seguía hablando, exagerando, haciendo muecas sin dejar de mover las manos—, el Putisanto, que se pasa la vida yendo de la cofradía a la casa de putas y viniendo de la casa de putas a la cofradía, que cuando paga a las chicas, les mete una estampita de la Virgen entre los billetes, que sólo sabe ir de procesión en procesión, de día y de noche, con los pantalones subidos o con los pantalones bajados, porque no hace otra cosa, el hijoputa… ¿Qué tendrá él que ver con Paula? ¿Dónde pueden haberse encontrado? En ninguna parte, ¿no? Porque a su mujer no se lo habrá contado, por la cuenta que le trae, digo yo, así que… ¡Bueno, pues Paula se ha enterado!

—¿En serio? —y estaba claro que a él no le parecía gracioso, pero yo no podía parar de reír.

—Como coja al que le ha ido con el cuento, le arranco los huevos, te lo juro —y me reía tanto, que me miró y se rió conmigo—. Total, que el lunes de la otra semana, subí al cortijo a verla, como si tal cosa, y en cuanto me vio aparecer por la cuesta… ¡Zas! Se metió para dentro. Y Filo, que estaba en el porche, me dijo al verme pasar, mira, el compadre del Putisanto, ten cuidado, Pepito, no vayas a equivocarte hoy de puerta… Que esa, también, hay que ver…

—Y te marchaste, claro.

—¿Quién? ¿Yo? —y se señaló a sí mismo con el dedo—. No, señor. Yo me arrimé, estuve muy torero y no me sirvió de nada, esa es la verdad, pero me arrimé, entré a buscarla. ¿Qué pasa, Paula?, le dije, poniendo cara de angelito, ¿por qué me ha dicho Filo no sé qué del Putisanto? Ella estaba doblando ropa, como si tal cosa, pero tiró el cesto al suelo y se vino para mí. ¡Te voy a matar, cabrón! Eso me dijo, y después, todo lo que se sabe, el catálogo completo, de cabo a rabo…

—¿Y tú qué hiciste? ¿Le pediste perdón?

—¿Yo? —volvió a apoyarse el dedo en el pecho, pero levantó las cejas mucho más que antes, como si mi última pregunta le hubiera llevado hasta el último límite del asombro—. Ni hablar. Yo lo negué todo, pero todo, de principio a fin, pues no faltaría más… Le dije que era mentira, que yo no me había encontrado con el Putisanto en ninguna parte, que sería otro que se me parecía, y ella que sí, que sí, que hasta le había dicho adiós y todo, y yo que claro, que ese otro le habría dicho adiós, que si el Putisanto le había saludado, ¿qué quería ella que le dijera? Pues adiós, claro está. Y que yo no estaba allí, que yo no sabía nada, que yo no había hecho nada con ninguna rubia, y que no, que no y que no —volvió a extender el dedo, lo dirigió hacia mí y lo movió un par de veces, como si quisiera subrayar la importancia de lo que estaba a punto de decirme—. A las mujeres siempre hay que decirles que no, Nino. Hay que negarlo todo, siempre, todo, acuérdate bien de lo que te digo, aunque te pillen con las manos en la masa, tú di que no, y si alguna te dice, ¡pero si te he visto!, tú contestas que no, que no me has visto, y si te dice, ¡pero si yo estaba allí!, tú que no, que no estabas allí… Me lo enseñó el hermano pequeño de mi padre cuando yo tenía tu edad, y nunca me ha fallado. Siempre hay que negarlo todo, decir que no, que no y que no, porque además, luego, ellas te lo agradecen… Claro que Paula es dura de pelar, primero, porque es como es, y luego, porque, a ver, se ha hecho mujer sin padre, sin ningún hombre en la casa, igual que sus hermanas. Ella sólo tenía catorce años cuando mataron al Rubio, y entre eso, y el carácter de su madre, y que nadie la ha metido nunca en cintura, pues… Es una fiera, sí, aunque, qué quieres que te diga, cuando se pone así es cuando más me gusta, es que me vuelve loco. Por eso, aquel día, antes de que terminara de insultarme, la cogí por los brazos, la trinqué bien, empecé a besarla, y le dije la verdad, que ninguna mujer me ha gustado en mi vida ni la cuarta parte de lo que me gusta ella, pero estaba tan cabreada que cuando vio que no podía soltarse, empezó a chillar, ¡Chica, tráeme las tijeras del pescado, que le voy a cortar la polla a este en tres trozos! No seas animal, Paula, le dije, adónde vas a ir tú si me cortas la polla, pero nada, que no hubo manera. Y yo pensé, vamos a esperar un par de días, a ver si con el tiempo se amansa un poco. Estuve tres sin subir, pero cuando volví a aparecer, Chica salió a la puerta, se me puso en jarras, y me dijo, yo que tú no entraría, Pepe, la que avisa no es traidora. Yo entré de todas formas, y… ¡Buah! Más de lo mismo, para qué te voy a contar. Hasta que pasó lo de su hermano, y creí que ya, con el disgusto, se habría olvidado del Putisanto. Total, que esta mañana subí arriba otra vez, a llevarle una cajetilla, porque a Paula le gusta mucho fumar, ¿sabes?, aunque su madre se lo tenga prohibido, le encanta, y yo siempre compro tabaco para ella cuando compro para mí, pero llevaba las tijeras del pescado en el bolsillo del delantal, y las sacó nada más verme. ¿Qué?, me preguntó, mientras las abría y las cerraba, haciéndose la modosa, encima, ¿querías algo? Intenté hablar con ella, hacerla razonar, le dije que los dos sabíamos que me iba a perdonar antes o después, que no tenía sentido que me hiciera esperar tanto, pero ella se lió a gritos conmigo, y Catalina salió enseguida a echarme de allí, diciendo, a gritos ella también, que en aquella casa estaban de luto. Llevaba razón, claro, así que… —se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó una cajetilla de tabaco sin abrir—. Aquí la tengo todavía, y lo peor es que, a este paso, me la acabaré fumando yo, más pronto que tarde.

Hacía ya un rato que habíamos llegado al cruce, y yo habría seguido allí, de pie, escuchando al Portugués, todo el tiempo que él hubiera querido seguir hablando, pero el paquete que tenía en la mano había puesto punto final a la última historia de aquella tarde.

—Trae, anda —le pedí, extendiendo la mano—. Dámelo a mí, y yo se lo daré a doña Elena mañana para que se lo dé a Paula de tu parte.

—Eso —y sus ojos se iluminaron para brillar de malicia en un instante—. Y dile también que le diga que estoy fatal, ¿eh? Cuéntale que tú me ves muy mal, muy pálido, que no hablo, que no como, que ando arrastrando los pies… Dile que tienes la impresión de que estoy a punto de caer enfermo, ¿te acordarás?

—Sí —me metí el paquete en el bolsillo, me eché a reír y empecé a andar de vuelta a casa.

—Mañana vengo a buscarte al cruce y me lo cuentas, ¿estamos? —el Portugués seguía de pie, en medio del camino, sonriendo con sus dientes blanquísimos—. Lo importante es que exageres mucho…

—Ya —y me di la vuelta para andar hacia atrás, sin dejar de mirarle—. Le digo que te estás muriendo, si te parece.

—¡Pero si es verdad que estoy fatal! Te lo juro, Nino, en serio… La rubia aquella estaba buenísima, pero yo me estoy poniendo malo…

Al doblar la curva, dejé de verle, pero aún pude escucharle.

—De verdad que estoy muy mal, cada vez peor…

Y cuando me encontré con mi padre y con Romero, a la altura de las primeras casas del pueblo, todavía me estaba riendo.

—¡Hombre, hijo, me alegro mucho de verte tan repuesto! —me dijo con su sonrisa de hombre bueno, antes de besarme en la mejilla—. ¿Ya estás bien?

—Sí —yo también le besé, como le había besado siempre, y fue fácil—. Ya no me duele la barriga.

—A saber qué habrás comido, todo el día vagabundeando por ahí, en el río. Te habrás dado un atracón de moras verdes, por lo menos…

Cuando llegamos a casa, cada cosa estaba en su sitio, igual que siempre, Dulce cuchicheando con Encarnita en el patio, madre con el delantal puesto, removiendo el puré de verduras que alternaba invariablemente para la cena con pisto o sopas de ajo, a despecho del clima y de las estaciones, y Pepa esperándome para que la ayudara a pegar estampas en su álbum. Nos pusimos las manos perdidas de engrudo, nos las restregamos por la cara y nos reímos mucho, y madre se enfadó, y nos volvimos a reír. Cuando terminamos de limpiarnos en la pila de la cocina, ya era la hora de cenar, y cenamos, y luego nos fuimos a la cama, y estuve leyendo un rato muy largo, pero no conseguí desembarcar en la India con Phileas Fogg, porque un par de páginas antes de llegar, Dulce me obligó a apagar la luz, diciendo que conmigo no había quien durmiera en aquella casa.

Entonces intenté atraerme a la oscuridad, ponerla de mi parte, obligarme a pensar en el cuerpo de aquella rubia que parecía una lancha neumática, verla con los ojos cerrados, bailando con Pepe, pegándose a él, metiéndole la rodilla entre las piernas, pero fue inútil, e inútil fue pensar en Paula, imaginar su furia, sus insultos, sus vanos intentos por escapar de los brazos del Portugués. Las dos imágenes me gustaban, me parecían excitantes, divertidas, pero no logré atraparlas, no pude retenerlas ni instalarlas en el lugar de mi mente donde, al ritmo de un pasodoble, un hombre flaco, calvo, tembloroso, avanzaba de espaldas hasta que se escuchaba el eco del disparo que le derribaba, que le hacía caer una vez, y otra, y otra más, con los brazos separados del cuerpo, con las manos abiertas, con una camisa a cuadros que nunca había visto y unos pantalones pardos, anchos y remendados, que tampoco había visto jamás.

El Pesetilla murió muchas veces aquella noche, y moriría muchas otras veces, muchas otras noches, por implacable decreto de la oscuridad enemiga, la oscuridad hostil que siempre le vestiría de la misma manera, reservando para mi abuelo, a quien no había visto nunca, ni siquiera en foto, una camisa blanca, inmaculada, donde una bala hacía florecer una mancha de sangre, una mancha redonda, irregular, que al principio era bonita, como un clavel cuando se abre, pero luego crecía, se deformaba, se expandía tan deprisa que ya lo había teñido todo de rojo, la tela, el fuelle del acordeón, las teclas que aún apretaban sus dedos ensangrentados, cuando el cuerpo se desplomaba bruscamente sobre la espalda, el estrépito seco del golpe incapaz de imponerse al chirrido de un acorde interrumpido, inacabado, sólo aire y ya no música. Pero yo seguía oyendo el mismo pasodoble que mi abuelo y el Silbido estaban tocando antes de morir, una canción alegre y machacona cuyo título no conocía, pero que escuchaba todos los años, cuando don Justino contrataba a un torero muerto de hambre y compraba dos novillos para las fiestas, escuchaba esa música y veía a parejas endomingadas bailando sobre los adoquines, alrededor de un cadáver tirado en una plaza, y era Cencerro, pero era mi abuelo, y era Crispín, pero era el Silbido, y la música sonaba y sonaba, las teclas del acordeón goteaban sangre, hasta que volvían a matar a Manuel el Carajita, hasta que volvían a matar a su amigo el flautista, y sus manos soltaban sus instrumentos por fin, pero aquel pasodoble nunca dejaba de sonar.

A los fusilados los matan de frente, y por eso, y aunque no quisiera, yo veía a mi abuelo con la cara de su hijo, y era mi padre quien moría con un acordeón entre las manos, al lado de un hombre que sostenía una flauta y a quien no le veía la cara. Mis tíos, el hermano de mi padre y sus dos primos, tampoco tenían rostro, sólo él, que era mi abuelo y a la vez su hijo, mi padre, el guardia Antonino Pérez, cuando disparaba un instante después sobre otro hombre flaco, calvo, desarmado, que siempre se ponía la misma camisa de cuadros para morir. La oscuridad, que no quería ser mi cómplice, trabajaba con ellos, para ellos, los traía hasta mi cama cada noche y me los tiraba encima, vivos aún, como si acaso pudiera yo salvarlos, como si pudiera evitarles cada una de las muertes que iban a morir en mí, que les matarían muchas veces sólo por mí y para mí, en esa y en otras muchas noches pintadas de rojo.

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