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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

El legado del valle (32 page)

BOOK: El legado del valle
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Volvió a apoderarse de mí la ansiedad, que me obligó a levantarme.

—No deseo proseguir por ese camino. ¿Nos esperaría entonces ese futuro? ¿Deberíamos vivir en la clandestinidad?

Agitado, salí de nuevo al balcón. La noche abrazaba una ciudad cansada. Berta examinaba documentación en la mesa del estudio. Removía libros y grabados románicos que comentaba con el profesor, quien tomaba notas y más notas. Me vio y me dedicó desde la distancia una tenue sonrisa. Me desconcertaban sus cambiantes estados anímicos: de pronto, desbordaba entereza; otras veces, se desmoronaba; al poco rato mostraba ansias de renuncia y rendición, para luego apasionarse junto al profesor.

—Cuántas estrellas, ¿eh? —susurró.

—Eso no es nada. Deberías ver cómo son las noches en África.

—¿Y cómo son?

—¡Ah! Allí las estrellas iluminan todo el firmamento. No dejan ningún rincón vacío. Trazan auténticas sendas de polvo incandescente, azules, rojas y blancas. En las noches claras, quedan reflejadas sobre las aguas del lago, con un silencio total. ¿Sabes lo que es eso? Un silencio tal que hasta llegas a oír los latidos de tu propio corazón. —Tras unos instantes lamenté—: En qué situación te he metido.

—Berta, dime: ¿cómo es posible que en el curso de mi vida la violencia extrema no haya dejado de perseguirme como un espectro que pretende alcanzarme?

—¡Arnau! —llamó el profesor—. ¿Me permites que haga copias? —preguntó en referencia a la documentación que le había facilitado.

—¡Claro!

Con premura, Puigdevall tomó los apuntes y los escaneó con la copiadora.

—Dame también tu mail, por favor —solicitó al archivarlos en una sucia y vieja carpeta de gomas.

—Ahora vuelvo. Aprovecharé la espera de las pizzas para ir al locutorio a enviar esto por mail —indicó.

—Pero profesor, ¿por qué no lo hace desde su ordenador? —pregunté con extrañeza.

—Se lo mando a Fevzi. Ya te dije que vive en la clandestinidad, y sólo nos enviamos información desde lugares en los que sea difícil identificarnos.

Resultaba sorprendente comprobar que aquel viejales, a pesar de su rancio estudio y sus arcaicas maneras, parecía desenvolverse bien con la informática.

—Pero ¿ha visto qué hora es? Hágalo mañana. ¿Qué locutorio encontrará ahora abierto? Y además, en Turquía es una hora más tarde que aquí —insistí.

—¿No ves que en este barrio hay un montón de inmigrantes? Los locutorios cierran muy tarde y… te he dicho que Fevzi es turco, pero no dónde vive.

—¿Y dónde vive? —quiso saber Berta.

—Confinado en Londres; allí es una hora menos, como tú bien sabes, Arnau. Una cosa más: ¿puedo enviar el fragmento de pergamino para analizar?

—¿También lo hará ahora? —ironicé.

—Bueno, lo dejaré preparado para que tan pronto como puedan lo envíen por mensajería.

—¿Y dónde lo enviará, profesor? —indagó Berta, en lo que casi parecía un interrogatorio.

—A la Universidad de Sevilla. Allí tengo otro colaborador. Cuentan con el sistema de datación más avanzado, exacto y rápido, basado en la prueba de carbono 14.

—Usted disculpe. Por mi afición a las antigüedades, tengo entendido que esta prueba sólo funciona con materia orgánica, huesos, fósiles, ¿no es así?

—¡Es que el pergamino es orgánico, Arnau! —Puigdevall se acercó para mortificarme con una nueva clase, aunque ésta fue breve—. Durante una larga etapa, a causa de un bloqueo económico, no llegó papiro a Italia. Entonces, en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía, se inventó el pergamino, y de ahí su nombre. Se elaboraba con piel de animal y, por tanto, es materia orgánica.

—Impresionante —afirmé sumiso ante tanta sabiduría.

El profesor se puso la chaqueta y abandonó con cierto atropello el piso, como alma poseída.

—¡Ahora un turco! Espero que el abogado no tarde mucho más. Estoy ansioso por resolver cuanto antes todo este marrón —le comenté a Berta al dirigirme al cuarto de baño.

Sonó el timbre.

—¡Berta, las pizzas! ¿Abres?

Al no oír ninguna respuesta, miré a través del espejo y observé cómo Berta se disponía a abrir. Tras un leve gesto de ella, la puerta se abrió con ímpetu, y resonó un grito:

¡Alto, policía!

Con un salto preciso, pude volar sobre el patio de luces hasta la reja de una ventana adyacente; tras su cristal vi por un momento la expresión de pavor de la boquiabierta vecina fisgona, que, aterrorizada, no pudo siquiera articular grito alguno. Desde allí, encaramarme hasta el tejado fue sencillo; me bastó sólo apoyarme en cañerías y desagües.

En mi carrera percibía cómo los gritos de «¡Alto, policía!» se desvanecían a medida que saltaba, uno tras otro, los tejados colindantes. Encontré por fin, entre sábanas tendidas, una puerta abierta que daba a una escalera.

Ya en la calle, mezclado con el gentío de las Ramblas, comprobé que había recorrido las azoteas de media manzana.

Entre las sirenas y los motores acelerados de la policía, macarras, carteristas y traficantes se resguardaban inquietos, en un caos, de lo que suponían era una redada policial.

Ignoraban que era a mí a quien buscaban, pensaba mientras en mi interior murmuraba «Menudo hijoputa, el jodido profesor».

Quise eludir la persecución entre un grupo de turistas nórdicos, con los que me mezclé. Entre carcajadas y prominentes barrigas cerveceras, cuyo peso compensaban con una leve inclinación de la espalda hacia atrás, se adentraron con paso decidido en un local.

Ya en su interior, caí en la cuenta de que eran todo hombres; eché un vistazo a mi alrededor y, al advertir la insinuante decoración iluminada en tono carmesí, entendí que me había metido en lo que llaman un
peep show
, lugar donde, a diferencia de un prostíbulo, los clientes «sólo miran», en grupo o a solas, desde cabinas que funcionan con monedas, y que otorgan un tiempo de gozo limitado. Sí, me hallaba en los albores del
pay per view
.


Hello Darling
—saludó la recepcionista—.
¿And you…?
Tú… —añadió—. ¿Y tú? No tienes aspecto de guiri. ¿También quieres cambio, guapo?

—Sí, sí —dije con voz trémula mientras buscaba un billete en mi cartera.

—Dime, cariño —ironizó al ver cómo se reflejaba el parpadeo de las luces policiales en la cristalera—, ¿de qué huyes?

Anaïs, ése era su nombre, entendió en mi angustiada mirada cómo le imploraba refugio. Y algo más: le transmití confianza, puesto que no lo dudó:

—Rápido, entra aquí —indicó al abrir la puertecilla del guardarropía, que se encontraba junto a ella.

Me dejé llevar. Una vez dentro intenté relajarme entre abrigos y cazadoras, mientras una tras otra mis gotas de sudor caían sobre el parquet de aquel pequeño espacio, casi asfixiante.

—¡Mi agente preferido! —oí cómo saludaba Anaïs.

—Déjate de leches, Anaïs. ¿Has visto algo raro esta noche? —preguntó una voz masculina.

—Sólo a mi agente preferido muy enfadado…

—Voy a echar un vistazo por ahí dentro.

—Vale.

Pasaron unos minutos hasta que la puertecilla se abrió de nuevo.

—¿Hola? ¿Queda algo de ti? Ya puedes salir.

—Gracias, muchas gracias —dije ya en el exterior.

Era como una muñeca de porcelana, con dorados cabellos lacios que descansaban sobre una palidez casi inmaculada, y enmarcaban unos espectaculares ojos verdes que acompañaban la permanente sonrisa de sus labios, pintados de color níspero. Su cuerpo era compañero fiel de la perfección de los trazos de su cara.

—¿Qué hace un pijo como tú huyendo de esta manera? —preguntó al sorprenderme mientras repasaba sus formas.

Sonreí y repetí:

—Gracias, Anaïs. Me llamo Juan —mentí.

—Juan, guapo y fuerte —me adulaba y escrutaba con minuciosidad.

En la mesita de su recepción había un teléfono.

—Anaïs, ¿me dejarías hacer una llamada?

Respondió con gesto afirmativo e inmediatamente saqué de mi cartera el número.

Fue una breve conversación.

—Gracias de nuevo, Anaïs —dije para finalizar. Busqué con frenesí, a través de la cristalera, la ubicación del hotel que me habían indicado, sin hallarlo—. Oye, ¿dónde está el Hotel Cuatro Naciones?

—Ahí mismo, sólo tienes que cruzar las Ramblas. ¿Ya te vas? ¿Tanta prisa tienes?

Sonreí.

—Pues la verdad es que no tengo prisa, no… Me han citado ahí a las once y media. —Consulté mi reloj—. Dispongo de algo más de tres cuartos de hora, insoportable espera si me castigas con esa mirada…

—¿Y no te dejas nada? —preguntó balanceando mi cartera, que había olvidado sobre el mostrador.

—¡Joder! Gracias de nuevo…

Hizo ademán de retenerla.

—Si quieres, puedo hacer que ese rato se te pase en un suspiro.

Sonreí de nuevo.

—Imposible —negué.

—Hasta la una no empiezo mi espectáculo, pero para ti haría un ensayo privado. ¡Anímate, anda!

—No, no… No me queda aliento.

—Anda, ven conmigo y olvida lo que te ha traído hasta aquí —reclamó con una mueca de falsa tristeza, al tirar de mi mano hacia el interior del local, aún con mi cartera en su mano.

—No, de verdad. No me queda energía. Sólo déjame quedar aquí un rato. ¿Ok?

Cometí el error de ofrecerle un billete de cincuenta euros para quitármela de encima, como agradecimiento al favor que acababa de hacerme. Únicamente necesitaba que me permitiera permanecer allí hasta la hora de la cita en el hotel.

Le cambió la expresión. Ahora sí parecía ofendida. Volví a equivocarme, o quizá no me entendió.

—No, cariño; ¿tú me has visto bien? —dijo altanera, siguiendo sus curvas con ambas manos—. Son dos como ése —concluyó en referencia al billete.

Se consumó algo que no deseaba. Acabamos solos, Anaïs y yo, en una diminuta estancia enmoquetada en grana. Poca luz. En el centro, una única butaca donde me sentó de un coqueto empujón.

Al frente, una tarima a la que se encaramó para comenzar sus provocativos movimientos alrededor de una barra vertical de acero, al compás de Al Jarreau.


Goodhands Tonight
—mencioné.

—¿Y eso? —preguntó sin detener el ritmo, con seductores movimientos de cadera, de arriba abajo; de abajo arriba.

—Es el título de la canción que suena.

—¿Qué significa? —preguntó, mientras su cadera se movía al compás del lanzamiento de cada una de sus prendas, que esparcía a mi alrededor.

—Algo así como: «En buenas manos esta noche…». Quizá toda una premonición —añadí cuando cayó en mis manos su sujetador.

—¡Qué maravilla! —solté.

—Esto sólo es el comienzo.

A medida que desnudó su piel, aparecían tatuajes por todos los rincones: en la espalda, un enorme ángel de las tinieblas rodeado de haces luminosos que se abrían camino entre nubes, y conectaban con uno de sus brazos, donde un montón de mariposas parecía jugar con la altura, entre orquídeas que superaban el hombro, cuyos tallos asomaban por encima de uno de sus pechos, tan perfecto como su gemelo. Dos nombres parecían tutelar la obra.

Al cabo de unos minutos, detuvo sus movimientos.

Me miró; parecía retarme con expresión de enfado. Descendió con sensual lentitud de la tarima, y mostró ante mí todo su esplendor.

—Esto no suele funcionar así —dijo—, pero si tú quieres, vamos a volar más lejos.

—¿Volar? —sonreí con placidez.

Entendió mi consentimiento a su sugerencia y no respondió.

Tampoco a mí me quedaron más palabras, ni neuronas, ni intelecto. Algo que ella aprovechó para desabrocharme los pantalones, no sin mi ayuda.

Me dio la espalda y sentó sus curvas sobre mí.

De su orgasmo emanó un cálido fluido que mojó todo el butacón. Regó mis genitales de tibia temperatura que me anunciaba su gozo de manera indiscutible.

—Mira cómo lo he puesto todo… Lo siento, debería pagarte yo… —lamentó.

—No digas tonterías. Ha sido maravilloso, pero debo marcharme. —Sin dejar de sonreír, añadí—: He sido muy afortunado: me he encontrado con un ángel que el cielo lloraba al darlo por perdido.

—Bonito. Vuelve por aquí; ha sido distinto… y agradable. Con los sucios clientes que a menudo me toca soportar, tú sí que has sido como la aparición de un ángel. Mi verdadero nombre es María Isabel, aunque me llaman Marisé.

Al cruzar las Ramblas hacia el hotel entendí algo más de mí. Con cada uno de los billetes había aprendido algo nuevo: con el primero, que al navegar, los hombres vamos en canoa y las mujeres en transatlántico; con el segundo, que jamás podría serle fiel a una mujer.

Debo reconocerlo: pienso con la polla.

II
LA SOMBRA DEL PANTOCRÁTOR
1

S
onó el móvil mientras cenaba con dos amigos de la adolescencia, que entonces lucían melena de los setenta, y ahora exhibían, sin disimulo alguno, incluso con cierto orgullo, una acusada alopecia.

Se encontraba de guardia de despacho, por lo que su socio de bufete le comunicaba la necesidad de cubrir un nuevo caso.

—Ya nos han amargado la cena, me cago en…

Anotó un nombre en un papel: Arnau Miró.

—No me jodas, José Luis —exclamó el que contaba con menor densidad capilar.

—¿Quién coño era? —preguntó el tercero.

—Mi socio. Le ha llamado nuestro corresponsal en Londres para atender a un pavo con problemas. Ahora se pondrá en contacto conmigo, pero tendrá que esperar a que acabe de cenar, por mis cojones, ¡hostia!

Justo en el momento en que le servían unos tagliolini con gambas, vibró el condenado aparato, ante el enojo de José Luis.

—La puta que lo parió.

—¿Dígame? Sí, yo mismo. ¿Quién es? Sí, ya me han informado. ¡No! No me cuente nada por teléfono. ¿Dónde está usted ahora mismo? Bien, quédese aquí. Mire, ahora atiendo a un cliente —mintió, como tantas veces—; en hora y media me personaré donde se encuentra. Entonces me pone al corriente. ¿De acuerdo?

—¡Mierda! —masculló ante la sorpresa del resto de comensales del restaurante—. Por lo menos, ese gilipollas está cerca de aquí.

El resto de la cena ya no discurrió con el divertido talante habitual que los acompañaba en sus semanales alegrías gastronómicas.

A pesar del espectacular entorno que ofrece el restaurante Agua, frente a la playa de la Barceloneta, José Luis rebajó lentamente su carácter dicharachero. Miraba a menudo su móvil, que reposaba sobre la mesa, puesto que intuía que en cualquier momento podía recibir otra llamada.

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