El león, la bruja y el ropero (13 page)

BOOK: El león, la bruja y el ropero
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Durante la primera parte del viaje, Aslan explicó a Pedro su plan de campaña.

—En cuanto termine lo que tiene que hacer en estos lugares —dijo—, es casi seguro que la Bruja, con su banda, regresará a su casa y se preparará para el asedio. Ustedes pueden ser o no ser capaces de atajarla y de impedir que ella alcance sus propósitos.

Luego el León trazó dos planes de batalla: uno para luchar con la Bruja y sus partidarios en el bosque y otro para asaltar su castillo. Pero, a la vez, continuamente aconsejaba a Pedro acerca de la forma de conducir las operaciones con frases como éstas: «Tienes que situar a lo centauros en tal y tal lugar» o «Debes disponer vigías para observar que ella no haga tal cosa», hasta que por fin Pedro dijo:

—Usted estará ahí con nosotros, Aslan, ¿verdad?

—No puedo prometer nada al respecto —contestó el León, y continuó con sus instrucciones.

En la última parte del viaje, Lucía y Susana fueron las que estuvieron más cerca de él. Aslan no habló mucho y a ellas les pareció que estaba triste.

La tarde no había concluido aún cuando llegaron a un lugar donde el valle se ensanchaba y el río era poco profundo. Eran los Vados de Beruna. Aslan ordenó detenerse antes de cruzar el agua, pero Pedro dijo:

—¿No sería mejor acampar en el lado más alejado?..., ella puede intentar un ataque nocturno o cualquier otra cosa.

Aslan, que parecía pensar en algo muy diferente, se levantó y, sacudiendo su magnífica melena, preguntó:

—¿Eh?¿Qué dijiste?

Pedro repitió todo de nuevo.

—No —dijo Aslan con voz apagada, como si se tratara de algo sin importancia—. No. Ella no atacará esta noche. —Entonces suspiró profundamente y agregó—: De todos modos, pensaste bien. Esa es la manera como un soldado debe pensar. Pero eso no importa ahora, realmente.

Entonces procedieron a instalar el campamento.

La melancolía de Aslan los afectó a todos aquella tarde. Pedro se sentía inquieto también ante la idea de librar la batalla bajo su responsabilidad. La noticia de la posible ausencia de Aslan lo alteró profundamente.

La cena de esa noche fue silenciosa. Todos advirtieron cuán diferente había sido la de la noche anterior o incluso el almuerzo de esa mañana. Era como si los buenos tiempos, que recién habían comenzado, estuvieran llegando a su fin.

Estos sentimientos afectaron a Susana en tal forma que no pudo conciliar el sueño cuando se fue a acostar. Después de estar tendida contando ovejas y dándose vueltas una y otra vez, oyó que Lucía suspiraba largamente y se acercaba a ella en la oscuridad.

—¿Tampoco tú puedes dormir? —le preguntó.

—No —dijo Lucía—. Pensaba que tú estabas dormida. ¿Sabes...?

—¿Qué?

—Tengo un presentimiento horroroso..., como si algo estuviera suspendido sobre nosotros...

—A mí me pasa lo mismo...

—Es sobre Aslan —continuó Lucía—. Algo horrible le va a suceder, o él va a tener que hacer una cosa terrible.

—A él le sucede algo malo. Toda la tarde ha estado raro —dijo Susana—. Lucía, ¿qué fue lo que dijo sobre no estar con nosotros en la batalla? ¿Tú crees que se puede escabullir y dejarnos esta noche?

—¿Dónde está ahora? —preguntó Lucía—. ¿Está en el pabellón?

—No creo.

—Susana, vamos afuera y miremos alrededor. Puede que lo veamos.

—Está bien. Es lo mejor que podemos hacer en lugar de seguir aquí tendidas y despiertas.

En silencio y a tientas las dos niñas caminaron entre los demás que estaban dormidos y se deslizaron fuera del pabellón. La luz de la luna era brillante y todo estaba en absoluto silencio, excepto el río que murmuraba sobre las piedras. De repente Susana tomó el brazo de Lucía y le dijo:

—¡Mira!

Al otro lado del campamento, donde comenzaban los árboles, vieron al León: caminaba muy despacio y se alejaba de ellos internándose en el bosque. Sin decir una palabra, ambas lo siguieron.

Tras él, las niñas subieron una húmeda pendiente, fuera del valle del río, y luego torcieron algo hacia la izquierda de..., aparentemente por la misma ruta que habían utilizado esa tarde en la marcha desde la colina de la Mesa de Piedra. Una y otra vez él las hizo internarse entre oscuras sombras para volver luego a la pálida luz de la luna, mientras un espeso rocío mojaba sus pies. De alguna manera él se veía diferente del Aslan que ellas conocían. Su cabeza y su cola estaban inclinadas y su paso era lento, como si estuviera muy, muy cansado. Entonces, cuando atravesaban un amplio claro en el que no había sombras que permitieran esconderse, se detuvo y miró a su alrededor. No había una buena razón para huir, así es que las dos niñas fueron hacia él. Cuando se acercaron, Aslan les dijo:

—Niñas, niñas, ¿por qué me siguen?

—No podíamos dormir —le dijo Lucía, y tuvo la certeza que no necesitaba decir nada más y que Aslan sabía lo que ellas pensaban.

—Por favor, ¿podemos ir con usted, dondequiera que vaya? —rogó Susana.

—Bueno... —dijo Aslan, mientras parecía reflexionar. Entonces agregó—: Me gustaría mucho tener compañía esta noche. Sí; pueden venir si me prometen detenerse cuando yo se lo diga y, después, dejarme continuar solo.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! Se lo prometemos —dijeron las dos niñas.

Siguieron adelante, cada una a un lado del León. Pero, ¡qué lento era su caminar! Llevaba su gran y real cabeza tan inclinada que su nariz casi tocaba el pasto. Incluso tropezó y emitió un fuerte quejido.

—¡Aslan! ¡Querido Aslan! —dijo Lucía—. ¿Qué pasa? ¿Por qué no nos cuenta lo que sucede?

—¿Está enfermo, querido Aslan? —preguntó Susana.

—No —dijo Aslan—. Estoy triste y abatido. Pongan sus manos en mi melena para que pueda sentir que están cerca de mí y caminemos.

Entonces las niñas hicieron lo que jamás se habrían atrevido a hacer sin su permiso, pero que anhelaban desde que lo conocieron: hundieron sus manos frías en ese hermoso mar de pelo y lo acariciaron suavemente; así, continuaron la marcha junto a él. Momentos después advirtieron que subían la ladera de la colina en la cual estaba la Mesa de Piedra. Iban por el lado en que los árboles estaban cada vez más separados a medida que se ascendía. Cuando estuvieron junto al último árbol (era uno a cuyo alrededor crecían algunos arbustos), Aslan se detuvo y dijo:

—¡Oh niñas, niñas! Aquí deben quedarse. Pase lo que pase, no se dejen ver. Adiós.

Las dos niñas lloraron amargamente (sin saber en realidad por qué), abrazaron al León y besaron su melena, su nariz, sus manos y sus grandes ojos tristes. Luego él se alejó de ellas y subió a la cima de la colina. Lucía y Susana se escondieron detrás de los arbustos, y esto fue lo que vieron.

Una gran multitud rodeaba la Mesa de Piedra y, aunque la luna resplandecía, muchos de los que allí estaban sostenían antorchas que ardían con llamas rojas y demoníacas y despedían humo negro.

Pero, ¡qué clase de gente había allí! Ogros con dientes monstruosos, lobos, hombres con cabezas de toro, espíritus de árboles malvados y de plantas venenosas y otras criaturas que no voy a describir porque, si lo hiciera, probablemente los adultos no permitirían que ustedes leyeran este libro... Eran sanguinarias, aterradoras, demoníacas, fantasmales, horrendas, espectrales.

En efecto, ahí se encontraban reunidos todos los que estaban de parte de la Bruja, aquellos que el Lobo había convocado obedeciendo la orden dada por ella. Justo al centro, de pie cerca de la Mesa, estaba la Bruja en persona.

Un aullido y una algarabía espantosa surgieron de la multitud cuando aquellos horribles seres vieron que el León avanzaba paso a paso hacia ellos. Por un momento, la misma Bruja pareció paralizada por el miedo. Pronto se recobró y lanzó una carcajada salvaje.

—¡El idiota! —gritó—. ¡El idiota ha venido! ¡Átenlo de inmediato!

Susana y Lucía, sin respirar, esperaron el rugido de Aslan y su salto para atacar a sus enemigos. Pero nada de eso se produjo. Cuatro hechiceras, con horribles muecas y miradas de reojo, aunque también (al principio) vacilantes y algo asustadas de lo que debían hacer, se aproximaron a él.

—¡Átenlo, les digo! —repitió la Bruja.

Las hechiceras le arrojaron un dardo y chillaron triunfantes al ver que no oponía resistencia. Luego otros —enanos y monos malvados— corrieron a ayudarlas, y entre todos enrollaron una cuerda alrededor del inmenso León y amarraron sus cuatro patas juntas. Gritaban y aplaudían como si hubieran realizado un acto de valentía, aunque con sólo una de sus garras el León podría haberlos matado a todos si lo hubiera querido. Pero no hizo ni un solo ruido, ni siquiera cuando los enemigos, con terrible violencia, tiraron de las cuerdas en tal forma que éstas penetraron su carne. Por último comenzaron a arrastrarlo hacia la Mesa de Piedra.

—¡Alto! —dijo la Bruja—. ¡Que se le corte el pelo primero!

Otro coro de risas malvadas surgió de la multitud cuando un ogro se acercó con un par de tijeras y se encuclilló al lado de la cabeza de Aslan.
Snip-snip-snip
sonaron las tijeras y los rizos dorados comenzaron a caer y a amontonarse en el suelo. El ogro se echó hacia atrás, y las niñas, que observaban desde su escondite, pudieron ver la cara de Aslan, tan pequeña y diferente sin su melena. Los enemigos también se percataron de la diferencia.

—¡Miren, no es más que un gato grande, después de todo! —gritó uno.

—¿De
eso
estábamos asustados? —dijo otro.

Y todos rodearon a Aslan y se burlaron de él con frases como «Miz, miz. Pobre gatita», «¿Cuántas lauchas cazaste hoy, gato?» o «¿Quieres un platito de leche?»

—¡Oh! ¿Cómo pueden? —dijo Lucía mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. ¡Qué salvajes, qué salvajes!

Pero ahora que el primer impacto ante su vista estaba superado, la cara desnuda de Aslan le pareció más valiente, más bella y más paciente que nunca.

—¡Pónganle un bozal! —ordenó la Bruja.

Incluso en ese momento, mientras ellos se afanaban junto a su cara para ponerle el bozal, un mordisco de sus mandíbulas les hubiera costado las manos a dos o tres de ellos. Pero no se movió. Esto pareció enfurecer a esa chusma. Ahora todos estaban frente a él. Aquellos que tenían miedo de acercarse, aun después que el León quedó limitado por las cuerdas que lo ataban, comenzaron ahora a envalentonarse y en pocos minutos las niñas ya no pudieron verlo siquiera. Una inmensa muchedumbre lo rodeaba estrechamente y lo pateaba, lo golpeaba, lo escupía y se mofaba de él.

Por fin, la chusma pensó que ya era suficiente. Entonces volvieron a arrastrarlo amarrado y amordazado hasta la Mesa de Piedra. Unos empujaban y otros tiraban. Era tan inmenso que, después de haber llevado hasta la Mesa, tuvieron que emplear todas sus fuerzas para alzarlo y colocarlo sobre la superficie. Allí hubo más amarras y las cuerdas se apretaron ferozmente.

—¡Cobardes! ¡Cobardes! —sollozó Susana—. ¡Todavía le tienen miedo, incluso ahora!

Una vez que Aslan estuvo atado (y tan atado que realmente estaba convertido en una masa de cuerdas) sobre la piedra, un súbito silencio reinó entre la multitud. Cuatro Hechiceras, sosteniendo cuatro antorchas, se instalaron en las esquinas de la Mesa. La Bruja desnudó sus brazos, tal como los había desnudado la noche anterior ante Edmundo en lugar de Aslan. Luego procedió a afilar su cuchillo. Cuando la tenue luz de las antorchas cayó sobre éste, las niñas pensaron que era un cuchillo de piedra en vez de acero. Su forma era extraña y diabólica.

Finalmente, ella se acercó y se situó junto a la cabeza de Aslan. La cara de la Bruja estaba crispada de furor y de pasión; Aslan miraba el cielo, siempre quieto, sin demostrar enojo ni miedo, sino tan sólo un poco de tristeza. Entonces, unos momentos antes de asestar la estocada final, la Bruja se detuvo y dijo con voz temblorosa:

—Y ahora, ¿quién ganó? Idiota, ¿pensaste que con esto tú salvarías a ese humano traidor? Ahora te mataré a ti en lugar de él, como lo pactamos, y así la Magia Profunda se apaciguará. Pero cuando tú hayas muerto, ¿qué me impedirá matarlo también a él? ¿Quién podrá arrebatarlo de mis manos entonces? Tú me has entregado Narnia para siempre. Has perdido tu propia vida y no has salvado la de él. Ahora que ya sabes esto, ¡desespérate y muere!

Las dos niñas no vieron el momento preciso de la muerte. No podían soportar esa visión y cubrieron sus ojos.

Magia Profunda anterior al Amanecer del Tiempo

Las niñas aún permanecían escondidas entre los arbustos, con las manos en la cara, cuando escucharon la voz de la Bruja que llamaba:

—¡Ahora! ¡Síganme! Emprenderemos las últimas batallas de esta guerra. No nos costará mucho aplastar a esos insectos humanos y al traidor, ahora que el gran Idiota, el gran Gato, yace muerto.

En ese momento, y por unos pocos segundos, las niñas estuvieron en gran peligro. Toda esa vil multitud, con gritos salvajes y un ruido enloquecedor de trompetas y cuernos que sonaban chillones y penetrantes, marchó desde la cima de la colina y bajó la ladera justo por el lado de su escondite.

Las niñas sintieron a los Espectros que, como viento helado, pasaban muy cerca de ellas; también sintieron que la tierra temblaba bajo el galope de los Minotauros. Sobre sus cabezas se agitaron, como en una ráfaga de alas asquerosas, buitres muy negros y murciélagos gigantes. En cualquier otra ocasión ellas habrían muerto de miedo, pero ahora la tristeza, la vergüenza y el horror de la muerte de Aslan invadían sus mentes de tal modo que difícilmente podían pensar en otra cosa.

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