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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (33 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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La voz le tembló al pronunciar esas últimas palabras, pues dudaba si corregirle o no.

—He estado haciendo algunas comprobaciones por mi cuenta, mi niña —dijo Chilton, inclinándose hacia adelante —, y un libro de sombras es un término contemporáneo para referirse a una colección de recetas y encantamientos que una determinada bruja ha descubierto que es especialmente eficaz, pasado a menudo de maestro a discípulo. Puede llamarlo almanaque si lo prefiere, pero yo me conformo pensando que estamos ante un libro de sombras y poco más. No obstante, si no sabe esto, entonces presumo que aún debe encontrarlo. Por tanto, dígame, si es tan amable, ¿en qué punto nos encontramos?

Chilton formó un nudo con las manos apoyándolas sobre la mesa y la miró con expresión expectante.

¿Un libro de sombras? Connie dio un respingo ante ese nombre absurdo. Se preguntó dónde exactamente habría estado haciendo Chilton esas «comprobaciones», como él las llamaba, y más aún, ¿por qué había estado haciendo un seguimiento de su investigación si su propio trabajo se hallaba en una situación tan precaria? Una extraña sensación territorial se apoderó de ella, y se sintió irracionalmente furiosa de que Chilton hubiese estado trabajando en su investigación en lugar de dedicarse a su trabajo. Tras hacer una selección entre los detalles que había reunido, eligió aquellos que estaba dispuesta a revelar y ocultó el resto en su mente, reacia a permitir que él tuviese acceso a la totalidad de su pensamiento. ¿Acaso esa nueva sensación de territorialidad era deshonesta? El deseo de ocultar sus planes a su tutor la embargó por completo. Le hablaría acerca de sus progresos en la localización del libro, pero se guardaría sus sospechas en cuanto a su contenido.

—Descubrí que el libro fue retirado en la década de 1870 del Ateneo de Salem para ser subastado. Mi siguiente paso será visitar los archivos de la casa de subastas que, según me han asegurado, son bastante completos.

—Sackett —la interrumpió Chilton con tono aburrido.

—Sí —contestó Connie, enarcando las cejas en un gesto de sorpresa —. ¿Cómo lo sabía?

—Mi niña, todas las subastas importantes celebradas en Boston en el siglo XIX habrían estado a cargo de Sackett —dijo, restándole importancia al tema con un ligero movimiento de la mano. Chilton la observó con una mirada distante que indicaba un mínimo indicio de sorpresa porque ella no conociera ese hecho.

Connie continuó impertérrita.

—La bibliotecaria del Ateneo de Salem parecía bastante segura de que el libro podría haber sido adquirido por un coleccionista de temas norteamericanos y, como tal, habría dejado un registro fácil de seguir, viajando probablemente a través de manos privadas. Sólo necesito un poco más de tiempo.

Chilton inhaló con fuerza y luego buscó su roída pipa en el cenicero que había sobre el escritorio.

—Un poco más de tiempo —repitió con voz fría. Luego cogió la pipa y hundió la cazoleta dentro de una tabaquera que tenía en el cajón superior del escritorio, moviendo las manos de forma automática en esos preparativos mientras sus ojos permanecían fijos en el rostro de Connie.

El aroma dulce y quemado de la mezcla comprada al estanquero de Harvard Square llegó a la nariz de Connie, quien se preguntó sin demasiado interés si la pipa representaba un resabio del estudiante universitario que había sido Chilton, algo adoptado cuando era un muchacho para imbuirse de una especie de sofisticación barata. Trató de imaginarse a un Manning Chilton adolescente: el pelo engominado hacia atrás, la pajarita anudada con descuido, alzando la tapa de cristal de un amplio frasco lleno de hojas de tabaco secas. Pero la imagen chirriaba, imposible de hacerla coincidir con el sombrío aristócrata que estaba sentado al otro lado del escritorio, mirándola con una expresión de absoluta desaprobación.

—Connie —comenzó a decir después de una larga calada a la pipa —, pensaba esperar hasta después de que encontrase el libro para decirle esto, pero veo que necesita un poco más de motivación.

Los ojos de Connie echaron chispas. ¿Qué esperaba Chilton? Una investigación requería el tiempo que fuera necesario. No había duda de que el profesor debía entender eso.

—En la última semana de septiembre, como bien sabe, he sido invitado a pronunciar la disertación inaugural en la Asociación Colonial sobre mi reciente investigación acerca de la técnica alquímica y el pensamiento mágico en la Norteamérica del primer período. Mi investigación, creo que puedo decírselo, ha concitado un interés considerable. Me gustaría invitarla a que se uniese a mí en esa presentación.

Chilton dio una calada a la pipa mientras sus ojos absortos parecían esperar una efusión de gratitud en respuesta a su invitación. La sensación inicial de Connie fue de placer y sorpresa. El hecho de ser invitada a hacer una presentación junto con su tutor era sin duda un acontecimiento trascendental. No obstante, una diminuta nube en el borde de su conciencia le recordó la caracterización que había hecho Janine de la investigación que estaba realizando actualmente Chilton. Connie lo miró, esperando.

Cuando ella no se mostró emocionada ante la perspectiva, Chilton pareció momentáneamente desconcertado, aunque logró recomponerse de inmediato. Se aclaró la garganta.

—Como seguramente sabe —dijo —, ésta es una oportunidad única para un estudiante de posgrado en esta etapa de su carrera. Me complacería poder ofrecerle a su investigación un foro tan importante. Y, debo añadir, es muy probable que encuentre algunas oportunidades profesionales esperándola a partir de los contactos que haga en esa conferencia—. Hizo una pausa y bajó el tono de voz —. Considerables oportunidades profesionales. Sin embargo, no podré presentarla a mis colegas si el libro permanece ilocalizable. De modo que, como puede ver, tenemos un pequeño problema.

Connie tragó, preparándose para medir cuidadosamente sus palabras.

—Profesor Chilton —comenzó —, quizá si usted me diese algún indicio del tema de su disertación, yo estaría en una mejor posición para prepararme.

Chilton la miró, sopesando sus palabras antes de hablar.

—Una petición absolutamente razonable —dijo —, y a la que podré responder en detalle una vez que me traiga el libro.

—Entiendo —asintió ella.

Él la miró, dando una calada a la pipa, y una fina columna de humo escapó de sus orificios nasales, formando una nube de olor dulzón alrededor de su cabeza.

—¿Sí? —preguntó, reclinándose en su sillón.

—Sí —dijo Connie, y sintió el malestar que irradiaba su estómago —. Se lo agradezco, es una oportunidad increíble. No lo decepcionaré.

Las palabras salieron de su boca como si estuviese recitándolas de un guión. Connie se levantó, apretando el bolso contra el pecho, sin enfrentar la insistente mirada de Chilton. Comenzó a retroceder en dirección a la puerta, un pie delante del otro, hasta que su mano encontró el pesado pomo de bronce y lo hizo girar. Cuando cruzaba la puerta oyó la voz de Chilton que la seguía hacia el corredor.

—Encuentre el libro, Connie —dijo la voz.

Y luego la puerta se cerró con un ligero chasquido.

Capítulo 17

Boston, Massachusetts

Mediados de julio

1991

U
na campanilla sonó en alguna parte y la compacta masa de humanidad que ocupaba el vagón se apiñó junto a las puertas formando una barrera de brazos, piernas, auriculares y mochilas antes de derramarse, primero en un goteo y luego en una cascada, cuando las puertas se abrieron. Connie se sintió arrastrada por la corriente de cuerpos que invadían el andén, cerrando la garganta frente a la mezcla de olores de perfume, sudor, asfalto y neumáticos quemados. Aferró con fuerza su bolso debajo del brazo, permitiendo que la multitud la llevase casi en volandas a través del andén, a lo largo de un tramo de escaleras, pasando por encima y alrededor de un hombre que estaba echado en un saco de dormir de color verde grisáceo, y finalmente fuera de la estación Arlington T. La masa de viajeros se dispersó en grupos de dos y tres personas una vez que llegó a la amplia extensión abierta de Public Garden.

Connie se detuvo debajo de un elegante sauce llorón cuyas ramas se inclinaban hasta casi rozar el suelo. Se apoyó contra el tronco en la sombra, disfrutando de la sensación de transpiración que percibía en la frente y los brazos y que la brisa se encargaba de disipar. Aunque como concepto general podría decirse que Boston abarcaba la vasta colección de apretadas y ordenadas ciudades dispuestas a lo largo de la zona nororiental de Massachusetts, cada pequeño feudo llevaba a cabo un trabajo mucho mejor del que la mayoría de los forasteros podía esperar en lo relativo a conservar su propia y obcecada identidad. Ella había pasado su infancia en los acogedores bosques que rodeaban Concord, y su vida actual recorriendo las calles empedradas de Cambridge, pero durante ambos períodos de tiempo apenas si había encontrado alguna razón para aventurarse en la ciudad de Boston propiamente dicha. Ahora, completamente desorientada, observaba el prado que se extendía desde la calle Boylston hasta el estanque de nenúfares del Public Garden. Los turistas navegaban plácidamente en botes con forma de cisne y desaparecían debajo del puente peatonal. Buscó en el bolso y sacó un papel arrugado, estudiando las direcciones que había apuntado por teléfono.

—Calle Providence —leyó, mirando hacia un lado y luego hacia otro.

La dirección debía de encontrarse a sólo una o dos manzanas de distancia, pero siempre se sentía perdida en el centro de Boston, acostumbrada a pasar por delante de casas casi idénticas hasta aparecer en una calle que le sonaba familiar. Miró el edificio del hotel Ritz —Carlton al otro lado de la calle, oscurecido detrás de un grupo de discretas agencias de Town Cars, y la fachada de Shreve’s detrás de él en una esquina, donde mujeres cargadas con bolsas de la compra se congregaban ante los escaparates, admirando los brillantes objetos que había en su interior. Connie cerró los ojos, intentó adivinar la dirección correcta y cruzó el bulevar justo delante del denso tráfico de la tarde.

Para su sorpresa, su intento resultó relativamente acertado y, después de caminar unos minutos, Connie empujó las pesadas puertas de Sackett, Subastas y Tasaciones. Entró en un fresco vestíbulo que lucía la orgullosa y ligeramente gastada elegancia que compartían muchas de las instituciones bostonianas. La alfombra oriental azul oscuro que cubría el suelo estaba raída en algunas partes, su motivo floral devorado por las polillas. Una pintura de un velero con todo el velamen extendido, con un marco dorado manchado por el humo del tabaco, colgaba de la pared encima de un sillón de cuero agrietado. Unos cuantos ejemplares de la revista
Yankee Home
, de hacía varias décadas, estaban repartidos en abanico sobre una modesta mesita de café. «Nueva York mira hacia adelante —reflexionó —, pero Boston no puede evitar mirar hacia atrás.» Firmó en el registro de visitantes con una pluma estilográfica y subió la escalera hacia la galería principal.

En Sackett estaban ultimando los preparativos para una subasta de lo que aparentemente eran pinturas de paisajes norteamericanos de autores menores. Lienzos de grandes dimensiones cubiertos de nubes dramáticas y troncos destrozados se intercalaban con mediocres paisajes marinos: aún más veleros y una escena del puerto de Gloucester cercado por el hielo, que a punto estuvo de arrollarla al llegar a lo alto de la escalera, los pies del tío que cargaba el cuadro apenas visibles debajo del marco. Pasó unos momentos sin que nadie le prestase atención, en medio del paso, hasta que, finalmente, dio unos ligeros golpes en el hombro del tipo que acababa de apoyar contra una pared la pintura del puerto helado. Con un breve gesto de la cabeza, el hombre le indicó una puerta oscura en la esquina de la galería y Connie le dio las gracias del mismo modo.

Cuando atravesó la puerta se encontró en un largo corredor flanqueado de puertas de madera que exhibían letreros departamentales. Pasó junto a «INSTRUMENTOS MUSICALES, JOYERÍA FINA, GRABADOS Y TRABAJOS EN PAPEL» hasta detenerse finalmente al llegar a la puerta que decía «LIBROS Y MANUSCRITOS RAROS». Connie llamó suavemente pero la puerta cedió ante la leve presión de los nudillos, abriéndose un palmo para revelar una oficina atestada de archivos y papeles y un hombre grueso y de aspecto agradable con lupas de joyero incorporadas a sus gafas que estaba sentado en el medio de la habitación.

—¡Ah! —dijo, levantándose con una ligera reverencia, el gesto de un auténtico caballero que, no obstante, siempre va con prisas. No hizo ningún intento de presentarse, aunque parecía estar esperando su visita —. Siéntese, siéntese—. Agitó una mano hacia una pila de papeles que tenía delante de él y que ocultaba un sillón recto.

Connie levantó con cuidado el montón de papeles —catálogos de subasta la mayoría de ellos —, y los dejó en el suelo.

—Lo siento —dijo ella —. ¿Usted es el señor…?

—Beeton, sí —dijo el hombre, sin dejar de hojear el catálogo que tenía encima del escritorio —. Debo decir que hacía mucho tiempo que nadie me pedía algo que mereciera la pena investigar—. Exhaló el aire por la nariz con evidente desaprobación —. Esa gente ya no tiene verdaderas estrategias de coleccionismo—. Volvió otra página del catálogo —. Y entonces me dieron su mensaje. ¿Con quién habló?

Connie comenzó a contestarle, pero el señor Beeton la interrumpió:

—No tiene importancia. Debió de ser con alguna de esas chicas inútiles de la recepción. ¡Lo único que buscan es casarse! Yo les digo: «Id a Nueva York, si eso es lo que realmente queréis.» Pero ¿cree que me escuchan? —Volvió otra página —. Carecen de auténtico intelectualismo, pobres niñas ignorantes. Salen a puñados de Mount Holyoke y Wellesley pensando: «¡Oh, con mi pequeño título en Historia del Arte encontraré a alguien de posibles!» ¡Como si coleccionar fuese una mera
adquisición
!

El señor Beeton escupió la palabra, alzando una mano gris para ajustarse las lentes de aumento.

Connie apretó los labios para reprimir la sonrisa que pugnaba por dibujarse en sus labios.

—De hecho —arriesgó —, yo fui a Mount…

—Dígame una cosa, señorita Goodwin —volvió a interrumpirla el temible señor Beeton —. ¿Cuál cree usted que es la característica distintiva de una sensibilidad coleccionista realmente fina, eh? —Apartó el catálogo que había estado examinando, marcando una página con una larga tira de papel, y luego sacó una gruesa carpeta de archivo —. ¿Se trata simplemente de comprar por las buenas cualquier cosa que uno se pueda permitir?

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