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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (35 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—Mamá —insistió Connie —. ¡Escúchame!

—Por ejemplo —continuó Grace sin inmutarse —, ¿sabías que esta clase de ritmo desproporcionado ya se produjo antes, pero a la inversa? Norteamérica se encontraba en una edad de hielo en miniatura cuando llegaron los primeros colonos. ¡Es verdad! —El aliento de Grace voló a través del auricular, y Connie lo apartó unos centímetros de la oreja. En ese instante,
Arlo
salió de debajo de la mesa, movió la cola un par de veces y entró en la cocina —. Fue una de las razones de que muriese tanta gente en esos primeros inviernos —estaba diciendo Grace cuando Connie volvió a acercar el teléfono a la oreja —. ¿Has leído alguna vez descripciones de cómo que se vestía la gente en el siglo XVIII?

Connie esbozó una sonrisa triste.

—Soy historiadora colonial, mamá —replicó, armándose de paciencia.

—Bien, entonces sabes de qué estoy hablando. Todas esas capas y esa lana no serían un atuendo muy práctico en Nueva Inglaterra con el clima que tenemos hoy, ¿no crees? —Grace volvió a soltar un gruñido, trasladando aparentemente otro tiesto por el límite del patio —. Y esos yanquis eran gente muy práctica.

Connie respiró profundamente para irrumpir en el falso razonamiento de su madre, pero Grace volvió a adelantarse:

—Por supuesto, aquella pequeña edad de hielo alcanzó su máxima expresión a comienzos de la década de 1690 —dijo Grace bruscamente —. Es una pena, realmente. Uno nunca puede prever cómo se desarrollarán estas cosas.

Grace suspiró, un tanto disgustada.

«1692.» Connie esperó un momento con el auricular en la mano. Sin saber lo que estaba haciendo, se apoyó en el aparador para mantener el equilibrio.

—Mamá —dijo con voz abstraída —, ¿por qué me cuentas todo eso?

Grace volvió a sonreír.

—Sólo estaba pensando en voz alta, cariño, recordándote que experimentes tu cuerpo por lo que es, una colección de maravillosas coincidencias reunidas por una diosa inteligente, relacionado con la naturaleza en sus propios términos. Pero dime, ¿cómo está
Arlo
? No te olvidarás de darle de comer, ¿verdad?

—No, yo… —Connie hizo una pausa.

Grace siempre hablaba de esa manera sesgada propia de Nueva Inglaterra. Podía sentir que su madre le había dicho algo importante, pero estaba empleando su propio lenguaje para hacerlo. Connie observó su imagen en el espejo dorado y agrietado del vestíbulo, viendo su reflejo distorsionado por las capas de tiempo acumuladas sobre el cristal. Podemos entender el mundo sólo a través del lenguaje que está a nuestra disposición. Cada período posee su propia lente lingüística y perceptiva. Cuando este razonamiento se solidificó, Connie vio que la puerta principal se abría detrás de su reflejo en el espejo y aparecía Sam con una bolsa de comestibles y una botella de vino asomando por encima. Su rostro se iluminó con una sonrisa de alegría.

—Tendré que volver a llamarte, mamá —dijo, con la punta del dedo suspendida sobre la conexión telefónica.

—Connie, espera… —comenzó a decir Grace con una nota de urgencia en la voz —. ¿Es él?

—Ahora no puedo hablar, mamá, tengo que dejarte. Te quiero.

Grace comenzó a protestar, pero el dedo de Connie bajó y el auricular emitió un sonoro clic, y comenzó a ronronear la señal que indicaba que la línea estaba libre.

Capítulo 18

Marblehead, Massachusetts

Principios de agosto

1991

L
a parte interior de los párpados de Connie se tiñó de rojo y la joven se percató del suave gorjeo en la hiedra que cubría la ventana del dormitorio. Movió los ojos sin abrirlos y sintió un delgado rayo de sol en el rostro, su calor rozándole la nariz y las mejillas. El verano estaba tocando a su fin, podía percibirlo; ese rayo de sol solía caer sobre su cintura cuando se despertaba en la cama con dosel de su abuela, pero en las últimas semanas había comenzado a ascender, cruzando el umbral de su barbilla hacia finales de julio. Connie sonrió, estirando los brazos debajo de las almohadas y golpeando el cabezal de madera con el dorso de las muñecas.

Junto a ella, alguien emitió un leve gruñido en mitad del sueño, y Connie rodó hacia su lado de la cama, abriendo un ojo para mirar a través de la maraña del pelo. Medio sumergido en una almohada blanca y mullida se veía un plano bronceado de mejilla con barba y un ojo cerrado y dormido. Justo debajo de la ceja, brillaba una diminuta gota de pintura dorada seca. Él se movió ligeramente y la peca de pintura titiló bajo el sol de la mañana. Luego su boca se abrió y dejó escapar un profundo ronquido. Connie sonrió y apretó la boca contra la almohada, ahogando el sonido de su risa feliz.

—Estás haciendo que se sacuda la cama —dijo Sam sin abrir los ojos.

Connie contuvo la risa el tiempo suficiente como para preguntar:

—¿Qué?

—Te estás riendo, y la risa sacude la cama —dijo Sam, curvando en una sonrisa la mitad de la boca que ella alcanzaba a ver.

—Estabas roncando —explicó ella.

—Eso es imposible —repuso Sam con el ojo aún cerrado —. Jamás ronco.

—Oh, sí que lo haces —sonrió ella.

—¿
Arlo
? —preguntó Sam —. Apóyame en esto, tío.

El perro, que se encontraba camuflado en el edredón, entre los pies de Connie y Sam, respondió rodando sobre el lomo, con las patas estiradas en un gesto de absoluta indiferencia.

—Dice que sí —dijo Connie, acercándose un poco más a Sam.

—Yo no he oído nada de eso. Pero sí he oído que decía: «¿Quién está sacudiendo la cama mientras la gente intenta dormir?» —contestó Sam con una amplia sonrisa, ahora observándola con su ojo verde abierto.

—¿Sí? Quizá
Arlo
estaba diciendo: «Ya es hora de que se levanten todos los que tienen que pintar una cúpula.»

Connie comenzó a avanzar con una mano sobre el cuerpo de Sam.

—Eso no puede ser —comenzó a decir él, acabando con un grito de protesta cuando los dedos inquisidores de Connie llegaron a su axila.

Un segundo después estaban enzarzados en una pelea.
Arlo
decidió saltar de la cama, se alejó hacia la segunda habitación del piso superior y se instaló en la otra vieja cama con dosel. Tendiéndose con un suspiro, el animal se adormeció con las patas encogidas, mientras la luz del sol se alargaba a través de la ventana del segundo dormitorio. Una vez que la luz alcanzó el cabezal de la cama, el perro desapareció dejando una nube de polvo sobre el edredón, y reapareció pocos minutos más tarde en la entrada de la cocina, donde ya estaba Connie, cubierta con un albornoz y sosteniendo una taza de café sin dejar de sonreír.

—¿Cómo piensas pasar tu día? —preguntó Sam con la boca llena de pasta de dientes.

—Si fuese una buena estudiante de posgrado, iría a Cambridge y comenzaría a buscar el libro de Deliverance en las estanterías de la Widener —dijo Connie —. Pero si fuese una buena hija, me quedaría aquí y trataría de hacer algunos progresos en la casa.

—¿Y cuál de las dos eres tú? Ya que, al parecer, es imposible ser ambas —dijo Sam, enjuagando el cepillo de dientes debajo del grifo en el fregadero de la cocina.

—Afortunadamente, el hecho de ser una buena hija también lleva a ser un tanto perezosa —señaló Connie —. Creo que podría tomarme un descanso de las brujas muertas y los libros de sombras. Me parece —añadió, alzando la taza de café a modo de tributo —que hoy me dedicaré a la limpieza.

—Excelente —convino Sam, guardando el cepillo de dientes en el bolsillo delantero de su mono de trabajo.

Connie había reparado esa mañana en la presencia del cepillo de dientes, y una parte de ella se preguntó si debería sentirse halagada o no. Estiró la mano, sacó el cepillo de dientes del bolsillo de Sam y lo miró con una ceja enarcada y los ojos brillantes.

—¿Qué? —preguntó él, abriendo mucho los ojos con un gesto de inocencia.

—Llámame más tarde —dijo Connie, dejando caer nuevamente el cepillo de dientes dentro del bolsillo.

Sam la besó apresuradamente y ella apenas si tuvo tiempo de registrar la sensación de su barba incipiente rozándole la barbilla antes de que desapareciera por la puerta.

—Creo que no debes darle tanta la importancia a lo del cepillo de dientes —estaba diciendo Liz.

Connie ya había terminado de lavar los platos del desayuno, había restregado a fondo algunos otros frascos en la cocina y tropezado con la raíz de mandrágora seca que había escondido la primera noche en la casa de su abuela. Realmente tenía el aspecto de una especie de homúnculo nudoso, una muñeca arrugada con largos cilios enrollados a modo de dedos de manos y pies. Connie hizo girar la raíz en las manos, quitando la tierra seca y preguntándose si era seguro enterrar ese vegetal mortal en la pila de abono.

—¿No? —preguntó Connie mientras se mordía la uña del pulgar. Recordar aquella primera noche en la casa de su abuela hizo que Connie tomase conciencia de cuánto echaba de menos a Liz. El otoño llegaría muy pronto, y Connie podría regresar a su tranquila habitación de Saltonstall Court. El pensamiento de su vida en Cambridge, sus días previsibles entre su investigación en la biblioteca, en las reuniones con un Thomas devorado por la ansiedad, en las discusiones con Janine Silva o Manning Chilton, le provocó en ella una extraña punzada. Esa vida se le antojaba ahora maravillosa y ajena al mismo tiempo, como si hubiese seguido haciendo su trabajo a pesar de no estar allí para vivirlo.

—De ninguna manera —insistió Liz —. Quizá se lleva el cepillo al trabajo para poder lavarse los dientes después del almuerzo. Mucha gente lo hace.

La voz de su compañera de cuarto alejó la soledad que Connie sentía a menudo en la casa de su abuela. Para Connie, Liz sonaba como la vida real. No sin cierto alivio había obviado los nuevos avances acerca de la localización del almanaque, antes de sumergirse directamente en un análisis de la noche pasada con Sam.

—Supongo que sí —dijo finalmente.

—Sin embargo, no le preguntes a Sam al respecto —le advirtió Liz con la boca llena de cereales. Connie la había sorprendido en su hora libre entre clases, y se imaginó a Liz agitando la cuchara para imprimir más énfasis a sus palabras —. Parecerás insegura.

—Soy insegura —protestó Connie.

—Bueno, pues no lo seas —le indicó Liz —. Escucha, tengo que irme dentro de unos minutos. Hoy estamos aprendiendo las palabras relativas a las justas de gladiadores y, por primera vez en todo el verano, los chicos están realmente entusiasmados—. Suspiró —. Pero he estado pensando en esas marcas que dejaron en tu puerta.

—Todavía siguen allí —dijo Connie bajando la voz —. Estaba pensando en pintar la puerta este fin de semana, pero no me gusta tocarlo—. Hizo una pausa —. Al menos, no he oído a nadie merodeando por la casa. Sin embargo, cada vez que lo miro, vuelvo a sentir miedo.

—Bueno, eso le pasaría a cualquiera —la tranquilizó Liz —. Al menos no te has sentido demasiado extraña quedándote en la casa. Pero, para serte sincera, cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que no estamos interpretando bien ese círculo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Connie, perpleja ante las palabras de su amiga.

—Dimos por sentado que ese símbolo pretendía asustarte, ¿verdad? —dijo Liz.

Connie sostuvo el auricular del teléfono entre la mejilla y el hombro y abrió la puerta. Apoyada contra la jamba, examinó el círculo que había delante de ella. Las flores de la glicina que colgaba sobre la fachada de la casa se habían marchitado casi todas, y sus restos tenían un aroma dulce y una consistencia delgada como el papel. El símbolo con la inscripción en latín y sus múltiples líneas cruzadas le devolvió la mirada, impenetrable.

—No hay duda de que su aspecto da miedo —dijo Connie, pasando la yema del dedo por las marcas chamuscadas y superficiales. Una pizca de la incisión en la madera se quedó adherida a los surcos de su huella dactilar.

—Sólo porque nunca antes hemos visto nada igual —repuso Liz —. Piensa en ello. El círculo contiene diferentes formas del nombre que se le da a Dios, ¿verdad? Alfa y omega se refieren a la idea de que Dios es el principio y el fin. Tú me dijiste que «Agla» era un acrónimo hebreo para el nombre de Dios. Y «
Dominus adjutor meus
»: «Señor Dios, mi asistente», o posiblemente, «Dios, ayúdame.» Nombres de Dios en latín, hebreo y griego, todos ellos escritos en torno a una súplica de ayuda. ¿Y qué es lo que rodea el texto?

—Líneas cruzadas y X —dijo Connie.

—O cruces… —repuso Liz con una nota de triunfo en la voz —. Recuerda que las cruces ortodoxas griegas no tienen las proporciones rectangulares de las cruces modernas. Encajan dentro de un cuadrado.

Los ojos de Connie se abrieron como platos. Mientras miraba el símbolo, éste pareció mostrar su oscuro ropaje de malicia. Bajo su mirada fija, los círculos parecieron realinearse, cambiar de lugar y brillar con una intensidad completamente diferente.

—Dispara —dijo Liz, interrumpiendo los pensamientos de Connie —. Tengo que irme o llegaré tarde. Tienes un ejemplar de
La cultura material de la superstición
, de Lionel Chandler, ¿verdad?

—Creo que sí —asintió Connie —. Estaba en mi lista de exámenes orales.

—Bien, comprueba allí mi hipótesis. Porque cuanto más pienso en ello, más me parece que la intención del círculo es ser protector, antes que hostil. No es que vaya a decirte nada acerca de quién lo puso allí, pero al menos tendrás una teoría acerca de lo que significa.

Connie miró el círculo por un momento.

—Liz —dijo finalmente —, eres un genio.

Su amiga suspiró.

—Diles eso a mis alumnos de la escuela de verano. Estoy pensando en hacerles un examen sorpresa sólo para verlos sufrir.

Connie volvió a colocar el auricular en la horquilla mientras la puerta principal seguía abierta a la tarde. Fuera,
Arlo
estaba cavando debajo de un arbusto espinoso, y su cola temblaba con el esfuerzo. Connie cruzó los brazos sobre el pecho y miró hacia el jardín, sintiendo que su intranquilidad se desvanecía y disfrutando de la sensación. Respiró profundamente llenando los espacios entre las costillas. Mientras estaba allí, el teléfono comenzó a sonar, y Connie levantó el auricular rápidamente, pensando que quien llamaba era Liz para añadir un último pensamiento.

—¿No me dijiste que llegarías tarde? —dijo Connie sin preámbulos.

La persona que estaba en el otro extremo de la línea no dijo nada, y luego se aclaró la garganta.

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