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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (52 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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» Y tenía razón —exclamó, abalanzándose sobre Connie con la intención de arrebatarle el libro que sostenía entre las manos, cogiéndola por los hombros —. ¡Entréguemelo! —rugió mientras los dedos se hundían dolorosamente en su carne, el aliento caliente y ácido en su rostro.

Connie gritó, retorciéndose entre sus brazos, luchando por librarse de él, pero su peso la aplastó mientras una mano nudosa intentaba agarrar el manuscrito.

De pronto, una forma borrosa saltó de debajo de la mesa envolviendo el brazo de Chilton en una ráfaga de gruñidos. El profesor profirió un grito de dolor, cayendo de rodillas en un intento por liberar el antebrazo del mordisco desgarrador del perro, que aferraba la carne como si estuviese matando una rata. Cuando Chilton cayó al suelo, Connie se lanzó hacia adelante, metiendo la mano directamente en el fuego para rescatar la antigua botella. El vidrio estaba tan terriblemente caliente que casi se percibía suave al tacto, y las puntas de sus dedos se hundieron en el gel ardiente cuando levantó la botella de las llamas para lanzarla dentro del caldero. La botella se llevó una capa chamuscada de piel de los dedos de Connie, y unas finas volutas de humo se elevaron de sus manos mientras entornaba los ojos contra la arrogante conciencia del dolor.

Regresó al extremo de la mesa y aferró el montón desmenuzado de raíz de mandrágora con una mano sangrante y en carne viva, la piel siseando al contacto con la raíz muerta, y la lanzó hacia el caldero, donde cayó con un chisporroteo siniestro que generó una bocanada de humo negro y aceitoso. Mientras tanto, Chilton comenzó a levantarse del suelo apoyándose contra la mesa. Su pie salió disparado e impactó contra el cuerpo del perro, que dejó escapar un aullido de furia mientras resbalaba a través del suelo antes de esfumarse un momento antes de chocar contra la pared opuesta.

—Lo quiero —ordenó Chilton con los dientes apretados —. Démelo. ¡Debo tenerlo!

Las mangas de su chaqueta de lanilla y de su camisa Oxford colgaban del codo en jirones rojos, y el profesor se irguió tambaleante, envolviendo los trozos de tela alrededor de las heridas que cruzaban su brazo. Se acercó a ella mientras diversos meandros de sangre bajaban del brazo vendado que ahora él mantenía apretado contra el pecho.

Con un movimiento rápido, Connie se abalanzó sobre las hierbas y las hojas desmenuzadas que había sobre la mesa, su mano dirigida automáticamente hacia unos pocos tallos de flores blancas y fibrosas con hojas anchas y de textura áspera que contenían bayas duras y cerosas: la hidrastina. La cogió junto con las ortigas y aplastó los tallos y las flores en sus palmas, la piel desnuda gritando por el dolor, y luego las dejó caer en el caldero. Debajo de él, el fuego oscilaba y danzaba, proyectando alocadamente las sombras de ella y de Chilton alrededor de la habitación.

—¡No funcionará con usted! —gritó Connie, aferrando el manuscrito contra el cuerpo al tiempo que retrocedía.

—¡Sí! ¡Yo haré que funcione! —replicó él, y se abalanzó sobre ella cogiéndola con fuerza del antebrazo —. ¡Tiene que funcionar! ¡La piedra filosofal es el conducto! ¡Es el medio para el poder de Dios aquí, en la Tierra! ¡La piedra sobre la que está construida la iglesia de Dios!

Ella consiguió librarse de su mano y se acercó al hogar.

—No —dijo con voz grave —. No es para usted. No permitiré que lo tenga.

Y entonces se volvió, con el corazón encogido, abrió los brazos y arrojó el manuscrito a las llamas.

La sorpresa se dibujó en el rostro de Chilton, disolviéndose rápidamente en consternación y luego en furia mientras un grito se abría paso a través de todas las capas de represión que había acumulado en sus más de sesenta años; capas aplicadas primero en los resonantes corredores de la casa residencial de Back Bay, donde él vagaba ociosamente, con un libro en la mano, ignorado por su familia; luego en su dormitorio categoría Gold Coast en Harvard, mientras pasaba un cepillo con mango de plata a través de mechones de pelo que simplemente se negaban a permanecer ordenados sobre su cráneo; luego en su club, mientras trataba de dominar el manejo de la pipa; capas enceradas en los pasillos secretos del club de la facultad y pulidas en las reuniones de la universidad mientras contemplaba ansiosamente el inevitable descubrimiento de que su trabajo, el trabajo de su vida, fracasaría. Capas que ahora se descascaraban, revelando en los ojos de Chilton la desnuda certeza de que su temor más profundo era cierto, que todo el prestigio que había sido extendido a sus pies y pulido, cuidadosamente, a lo largo de los años nunca sería suficiente, nunca podría enmascarar el hecho de que era un hombre débil. Manning Chilton lo era, era un hombre tembloroso e insignificante, y ninguna transformación alquímica podría fraguarse en su alma para convertirlo en el gran erudito, en la gran persona, que anhelaba ser.

Chilton cayó de rodillas presa de la angustia, y comenzó a escavar entre las ascuas ardientes, acercando y hundiendo rápidamente los dedos para rescatar las hojas del manuscrito que ya comenzaban a doblarse y a oscurecerse en los bordes.

Connie lo observó caer, arrodillarse junto al caldero, que había comenzado a borbotear y a hervir, y empezó a recitar el padrenuestro en un susurro. Su corazón se llenó de piedad; odiaba ver a ese hombre, su otrora venerado tutor, reducido a un animal horrible, cobarde y encogido. En su propio deseo por la verdad, por la fortuna, el prestigio y la promesa que la piedra filosofal ofrecía, él había canjeado su humanidad, dejando en su lugar poco más que un vacío hecho añicos. La piedra era todo lo que él deseaba y nunca podría tener.

Connie se agachó y recogió la espiga de menta seca que, cuando se añadiese a la mezcla en el caldero, arrancaría finalmente la enfermedad del cuerpo de Sam. La dejó caer en el líquido y, al hacerlo, el fuego se avivó con una lluvia de chispas azuladas, y Chilton apartó las manos quemadas con un alarido. Durante un instante, Connie lo miró y luego, fortaleciéndose, completó el conjuro.

—Agla —dijo suavemente, y el denso humo blanco comenzó a concentrarse en una columna en el centro del fuego —. Pater, Dominus —continuó mientras el humo envolvía sus brazos alrededor del caldero hirviente —, Tetragrammaton, Adonai, Padre Celestial, te suplico que hagas que el Maligno vaya a él —concluyó con un susurro.

El humo blanco se combó en un arco sinuoso alrededor del caldero, alcanzando la boca, los ojos y las orejas de Chilton, fluyendo aparentemente dentro de su cuerpo. Sus ojos se oscurecieron a causa del humo y permaneció arrodillado, inmóvil por un momento antes de que el humo volviera a salir de su interior, se vaciara a través de la boca y regresara arremolinado hacia el vientre del fuego. Chilton se dobló hacia adelante, tosiendo y contorsionándose, los brazos aferrados a la cintura mientras un grito prolongado y tembloroso brotaba desde una parte oscura y secreta de su ser.

De pronto, Connie sintió que la fuerza se escurría de sus piernas y se deslizó al suelo. Permaneció apoyada contra una de las patas de la mesa con las manos quemadas sobre el regazo. Tenía las quemaduras en carne viva y, al flexionar los dedos, los nervios de la piel se desgarraron. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver el veneno amarillento de la mandrágora que burbujeaba en las quemaduras de sus manos y se elevaba en el aire en gotas invisibles, desvaneciéndose, empujadas fuera de la piel.

Durante un momento permaneció allí, observando el ahora sumiso fuego que crepitaba mientras Chilton sollozaba en silencio en las manos que apretaba contra su cara. Entonces, después de unos pocos minutos, un temblor intenso se apoderó de su abdomen y su garganta y, de pronto, sus miembros se pusieron rígidos cuando el primer ataque desgarró su cuerpo, haciendo girar los ojos hacia atrás y anudando los músculos en contorsiones cuya visión era espantosa.

—Lo siento —musitó Connie mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla y
Arlo
se materializaba a su lado.

Pieza Final

Cambridge, Massachusetts

Finales de Octubre

1991

E
l fuego ardía alegremente en el hogar de ladrillo situado en la parte trasera del Abner’s Pub. Connie sonrió al llegar a la puerta. Como era habitual, alguien —quizá el propio Abner —se había excedido con unas diminutas calabazas, formando con ellas pequeñas pirámides en el centro de cada mesa, junto con vasos de papel llenos de rotuladores y pinceles para añadirles rostros malvados y dentudos. En la barra había una estudiante universitaria medio borracha, con un vestido de cóctel y unas orejas de ratón, que clavaba su dedo índice en el pecho de un joven con atuendo formal, su pajarita y su faja ancha moteadas con cerdos que gruñían.

—No, escusha tú —decía la chica arrastrando las palabras.

Connie se echó a reír.

—Halloween es igual todos los años —le dijo por encima del hombro a Sam, que había aparecido detrás de ella.

—¿No es eso lo que te gusta de esta fiesta? —contestó él, pasando junto a ella con una bolsa de lona colgada del hombro.

Connie sonrió y acto seguido divisó una mano que se alzaba por encima de las cabezas junto a la barra, haciéndole señas. Sam y ella se abrieron entonces paso a través de la multitud hasta llegar al reservado cerca del fondo del local. La mano resultó ser de Liz, quien se levantó de su asiento para envolver a Connie en un caluroso abrazo.

—¡Aquí está! —gritó Liz, estrechándola brevemente antes de volverse para abrazar a Sam.

—Gracias a Dios que has vuelto —dijo Thomas, meneando la cabeza —. No estoy en absoluto preparado para responder a las preguntas del examen. ¿Sabías que en las solicitudes para la escuela de graduados te piden que escribas una «biografía intelectual»? ¿Qué significa eso? —Liz le propinó un codazo en las costillas —. ¡Ay! —protestó Thomas —. ¿Qué?

Connie dejó en el suelo el bolso, todavía lleno de libros y ropa sucia, y ocupó una silla vacía con un prolongado suspiro.

—Bien. ¿Cómo ha ido la conferencia? —preguntó Janine Silva, saludando a Sam con la cabeza.

Connie sonrió de medio lado.

—Bastante bien, supongo —dijo mientras Sam la interrumpía.

—¡Venga ya! Cuéntales lo que pasó.

—No es gran cosa —dijo con modestia mientras aceptaba agradecida el
old-fashioned
que una camarera había depositado en un posavasos delante de ella.

—¿Que no lo es? —preguntó Liz mientras Sam insistía: «¡Lo es!»

Todo el mundo en la mesa observaba con ojos expectantes a Connie mientras ella bebía delicadamente de su vaso de cóctel lleno hasta el borde con los ojos cerrados. Cuando los abrió, todos seguían a la espera.

—Los de Cambridge University Press dijeron que quieren ver una copia de mi disertación cuando esté acabada —reconoció Connie.

La mesa se estremeció con las exclamaciones de júbilo.

—Lo sabía —dijo Janine Silva, meneando la cabeza —. ¿Tienes ya el título?

Ella asintió y buscó sus notas.

—«Rehabilitación de la figura de la mujer sanadora en la Norteamérica colonial: el caso de Deliverance Dane» —recitó, leyendo de la página.

Liz y Thomas hicieron chocar sus vasos. Janine sonrió con aprobación.

—Un título un poco largo —advirtió su nuevo consejero —, pero aún hay tiempo para revisarlo.

—O sea, que estás diciendo que fue sobre ruedas —dijo Liz —. No estaba segura de que la Asociación Colonial estuviese preparada para una nueva concepción feminista de la magia autóctona.

—Yo tampoco estaba segura —repuso Connie —, pero aparentemente así es.

—¿Cómo le sienta presidir el departamento, profesora Silva? —preguntó Liz con la mirada clavada en Thomas, indicando que él la había incitado a hacer la pregunta.

Thomas se sonrojó y Connie sintió por él una oleada de afecto protector. A Thomas le transpiraban las manos siempre que estaba en compañía de profesores.

—Bueno, te diré que hay un montón de trabajo —dijo Janine al tiempo que se encogía de hombros; luego bebió un pequeño sorbo de cerveza —. Fue una verdadera conmoción tener que hacerme cargo de ese modo nada más comenzar el semestre—. Hizo una pausa y bajó la vista mientras meneaba la cabeza —. Es una pena lo que le sucedió a Manning.

—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó Sam, aceptando la bebida que le había llevado la camarera.

—Cayó enfermo —dijo ella alzando las cejas —. Al principio nadie sabía realmente qué era, pero luego, cuando abrieron su despacho para buscar los archivos del departamento que yo necesitaba, encontraron allí toda clase de extraños compuestos y elementos para calentarlos: metales pesados, materiales tóxicos… —Suspiró mientras miraba su copa —. Parece que comenzó a experimentar con algunos de esos viejos libros de texto sobre alquimia sólo para ver qué pasaba. Pero ahora piensan que debió de envenenarse sin querer. Gradualmente, a lo largo de meses o años. Francamente —añadió Janine en un tono cada vez más serio —, eso explicaría parte de su extraño comportamiento en el último año. Chilton siempre fue un tío excéntrico, por supuesto, pero últimamente… —Volvió a suspirar —. Es una lástima: solía hacer un excelente trabajo.

—¿Ya no puede seguir enseñando? —preguntó Thomas con expresión desolada. Connie sabía que Thomas contaba con trabajar junto a Chilton el próximo año académico.

—Tiene la baja indefinida —explicó Janine —. Aparentemente, la exposición a esas sustancias le provocó graves daños neurológicos. ¡Sufre convulsiones epilépticas, unas dos veces a la semana! —Bebió un trago de cerveza y meneó la cabeza —. ¿Os lo podéis imaginar? A su edad…

Sam miró a Connie, pero ella evitó su mirada.

—En cualquier caso —continuó Janine —, la universidad pensó que Chilton no podría mantener un programa de clases estable, y mucho menos dirigir el departamento. Se habla de concederle la condición de emérito si su salud consigue estabilizarse, pero no están seguros de que eso vaya a ocurrir. Pero, hablando del tema, ¿cómo estás tú, Sam? Connie me contó que has pasado un verano complicado.

—Así es, pero fue poco tiempo —dijo Sam mirándose las manos —. Me caí de un andamio mientras hacía un trabajo de restauración. Me hice polvo la pierna. Los médicos pensaron que también podía haberme golpeado la cabeza, y eso era lo que preocupaba a todo el mundo. Especialmente a mis padres. Pero un día, el mes pasado, todo se solucionó.

Sam miró a Connie. Ella sonrió.

—¿De verdad? —preguntó Thomas.

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