El libro de un hombre solo (13 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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—¿Quién te esclaviza?

Lin se detuvo bajo una farola en la calle, lo miraba fijamente, llamando la atención de los peatones. Él sugirió que lo hablaran en un parque de la colina del Carbón; pero dejaban de vender entradas a las nueve y media y el parque cerraba a las diez. Le explicó al vigilante que saldrían muy rápido, y al final los dejó entrar.

Normalmente, para sus citas, se encontraban en aquel parque en cuanto salían del trabajo. Habían encontrado un bosque apartado de los senderos, desde donde se veían las luces de la ciudad. Lin podía entonces quitarse sus medias de seda, que eran particularmente fascinantes. Este tipo de artículo de lujo sólo lo vendían en las tiendas reservadas al personal que trabajaba para una misión en el extranjero y era imposible encontrarlo en las tiendas normales. Ya no tenían tiempo de subir a la colina, se contentaron con quedarse de pie bajo la sombra de un gran árbol que no estaba lejos de la entrada. Tenía que hablar claramente con Lin, decirle que tenían que poner fin a esa relación. Pero Lin se puso a llorar y él no sabía qué hacer; le tomó la cara con las dos manos y le secó las lágrimas de las mejillas. Sin embargo, Lin lloraba cada vez con mayor desconsuelo. La besó y se abrazaron como amantes, con el corazón roto. No pudo evitar besar su cara, sus labios, su cuello, sus senos y su vientre, cuando se oyó desde los altavoces:

—¡Camaradas, prestad atención, por favor!

En aquella época, en todos los parques había altavoces estridentes que hacían vibrar los tímpanos de los viandantes cuando los ponían en marcha. Los días festivos emitían sin parar cantos revolucionarios, pero en días laborables sólo funcionaban durante el cierre de las puertas para echar a los visitantes.

—¡Camaradas, prestad atención, por favor! ¡Es hora de desalojar el parque y cerrar las puertas!

Le rompió las medias bajo el vestido, pensó que sería la última vez. Lin lo estrechó contra ella con fuerza, le temblaba todo el cuerpo. Sin embargo, no sería la última vez; pero dejaron de dirigirse la palabra en el trabajo. En las citas posteriores, antes de separarse, debían fijar un lugar de encuentro preciso, en un punto concreto de un muro, o bajo un árbol que no estuviera iluminado por la luz de las farolas. En cuanto estaban en la calle, primero subía uno y luego el otro en la bicicleta, y respetaban una distancia de unos veinte metros entre ellos. Cuanto más secreta se hacía su relación, mayor gusto le cogía a los amores adúlteros, y veía con mayor claridad que aquello tenía que acabar un día u otro.

12

Te despierta el timbre del teléfono, no sabes si responder o no.

—Debe de ser una mujer, ¿has olvidado alguna cita? Con la cabeza apoyada sobre la almohada, te mira con los ojos adormilados y la cara vuelta hacia ti.

—Deben de llamar de recepción —dices tú.

—Mientras dormías, han llamado a la puerta —te dice con voz cansada.

Levantas la cabeza, un rayo de sol da sobre el respaldo de un sillón a través de la colgadura de terciopelo y las cortinas de gasa blanca. Han pasado el periódico por debajo de la puerta. Extiendes la mano para descolgar el auricular, pero el teléfono deja de sonar.

—¿Hace mucho que te has despertado? —preguntas.

—Estaba agotada, has roncado mientras dormías.

—Me tendrías que haber despertado. ¿No has dormido nada?

Acaricias sus hombros redondos; ahora su cuerpo te resulta familiar, al igual que su dulce olor.

—He visto que dormías tan bien que he preferido dejarte, ya que hace dos noches que no pegas ojo.

Un velo cubre sus ojos profundos y su mirada se pierde.

—Te ha ocurrido lo mismo a ti, ¿verdad?

Tu mano se desliza por su hombro hacia abajo, agarras sus senos y los aprietas el uno contra el otro.

—¿Me quieres volver a follar? —pregunta ella con cierto abatimiento, inclinando la cabeza hacia ti.

—¡No, mujer! Margarita...

No sabes cómo explicarte.

—Ya te has desahogado suficiente; has dormido tranquilamente sobre mi cuerpo.

—Vaya, ¡como si fuera un animal!

—No pasa nada, todos los hombres sois como animales, pero las mujeres necesitamos sobre todo sentirnos seguras. —Se ríe con dulzura.

Le dices que te sientes bien con ella, que es realmente generosa.

—Eso depende de con quién estoy; no mimo a cualquiera.

—¡Está claro!

Le dices que le agradeces que sea tan buena contigo.

—Sin embargo, tarde o temprano me olvidarás —te dice—. Bueno, dentro de nada, mañana mismo, ya que probablemente deben de ser ya las doce, lo que significa que vuelvo mañana a Alemania, y tú tienes que volver a París. No podremos estar juntos.

—¡Seguro que nos volveremos a ver!

—Si nos volvemos a ver, será sólo como amigos; no quiero convertirme en tu amante.

Te aparta las manos de su pecho.

—Pero ¿por qué, Margarita?

Te sientas sobre la cama y la miras.

—Tienes una mujer en Francia —dice ella—, es imposible que no tengas pareja.

Su voz chirría. No sabes qué decir. El rayo de sol que daba sobre el respaldo del sillón ha descendido ligeramente.

—¿Qué hora es?

—No sé.

—¿Y tú, no tienes pareja? Seguro que sí.

Eso es todo lo que se te ocurre responderle.

—No me apetece continuar esta relación sexual contigo, pero pienso que podemos seguir siendo amigos, e incluso buenos amigos. No pensé que todo podría complicarse tanto de golpe.

—¿Qué ocurre?

Le dices que la quieres.

—No, no me digas eso, no me lo creo, cuando un hombre hace el amor con una mujer, siempre dice lo mismo.

—Margarita, contigo no es lo mismo.

Te gustaría tranquilizarla.

—Es únicamente porque soy judía. ¿No has salido nunca con una? Tan sólo me has necesitado durante un tiempo, pero no me entiendes en absoluto.

Le dices que te encantaría comprenderla, pero permanece callada; tú le dices muchas cosas, pero sigue sin decir nada, te acuerdas de lo que murmuraba mientras hacíais el amor.

—Has deseado mi cuerpo, no a mí.

Después de decir eso, se encoge de hombros; pero le dices que te encantaría comprenderla, conocer su vida, sus sentimientos, quieres saberlo todo de ella.

—¿Para poder escribir sobre eso?

—No, para que seamos buenos amigos, ya que no podemos ser amantes.

Le dices que ha despertado en ti muchas sensaciones, no sólo sexuales, creías haber olvidado todos esos recuerdos que ella ha reavivado.

—Creías haberlos olvidado, pero en realidad simplemente no pensabas en ellos. Es imposible borrar el sufrimiento, olvidar esas cosas.

Está tumbada de cara, tiene los ojos muy abiertos, sus ojos parecen de un gris azulado, sin maquillaje; en su pecho destacan los pezones rosa con sus pálidas aureolas. Se tapa con la sábana y te dice que no la mires así. Odia su cuerpo, ya te lo dijo mientras hacíais el amor.

—Margarita, eres realmente preciosa, tu cuerpo también es muy hermoso.

Dices que te gustan las mujeres atractivas de los cuadros de Klimt y que te gustaría que el sol iluminara su cuerpo para verlo mejor.

—¡No corras la cortina! —te retiene.

—¿No te gusta el sol? —preguntas.

—No quiero ver mi cuerpo a la luz del día.

—¡Eres realmente especial! No pareces una occidental, sino una china.

—Porque todavía no me entiendes.

Dices que te encantaría conocerla perfectamente, y no sólo su cuerpo, o lo que ella llama su cuerpo, para así poder comprenderla del todo.

—Pero es imposible, una persona no puede comprender por completo a otra, sobre todo cuando se trata de una mujer. A veces cree haberlo conseguido, pero eso es imposible.

Estás un poco desanimado. Apoyas la cabeza sobre las manos, suspiras al mirarla, y añades:

—¿Te apetece comer algo? Podemos pedir en recepción que nos suban algo de comida a la habitación o ir a la cafetería.

—Gracias, por la mañana no como nada.

—¿Haces régimen? —le haces la pregunta expresamente—. ¡Pero si ya es mediodía!

—Pide lo que quieras, no te preocupes por mí —dice ella—, sólo quiero oírte hablar.

Estás conmovido, la besas en la frente, pones la almohada contra tu espalda y te pegas a ella.

—Eres muy tierno —dice—, me gustas. Te he dado todo lo que querías, pero no quiero ir muy lejos, tengo miedo...

—¿De qué tienes miedo?

—Tengo miedo de pensar en ti.

Te sientes un poco triste, ya no hablas, piensas en el fondo que quizá deberías vivir con una mujer así.

Rompe el silencio.

—Continúa con tu historia.

Dices que esta vez quieres escucharla tú, que te hable de sí misma, de su vida, de lo que quiera. Pero ella dice que no tiene nada que contar, que no ha tenido una vida tan complicada como la tuya.

—La experiencia de cada mujer es un libro, si se escribe.

—Quizá, un libro insípido.

—Pero que puede transmitir sensaciones originales.

Dices que te encantaría conocer todos sus sentimientos, toda su vida, sus secretos íntimos. Le preguntas:

—¿Es verdad lo que decías mientras hacíamos el amor?

—Ahora no te lo puedo decir. Es posible. Puede que un día te lo diga. Espero que realmente pueda haber algo más que sexo entre nosotros, no soporto la soledad.

Dices que a ti no te preocupa la soledad, que te permite no destruirte, la soledad interior es la que te ha mantenido hasta ahora; pero, a veces, necesitas ser un degenerado y abandonarte en las profundidades de una mujer.

—Eso no es ser degenerado; los hombres tienen esa manía de considerar la relación con las mujeres como un pecado, lo repugnante es utilizarlas sin amor.

—¿Has estado enamorada de alguien alguna vez, o los hombres sólo te han utilizado?

Intentas que te cuente sus secretos.

—He creído que sí, pero de inmediato me he dado cuenta de que estaba equivocada; cuando un hombre desea a una mujer, siempre le dice cosas agradables al oído, y cuando queda satisfecho, se acabó. Las mujeres todavía necesitan esa ilusión, les gusta engañarse. Para ti, yo soy todavía una novedad, aún no te has cansado de mí, ya lo sé.

—En el fondo, todos tenemos algo de demonio.

—Pero tú eres bastante sincero.

—No sé.

Ella se ríe un poco.

—¡Ésta es mi Margarita!

Reconfortado, tú también ríes.

—Una puta, ¿no?

—¡Eso lo dices tú!

—¿Una desvergonzada que te ha dado su cuerpo para que lo tomes?

Te mira fijamente. No llegas a penetrar en sus ojos de color grisazulado. De pronto, se ríe a carcajadas. Con la risa, se le mueven los hombros y los senos le rebotan. Dices que todavía la deseas, la tumbas sobre la almohada, cierra los ojos y suena el teléfono.

—Descuelga, debe de ser otra mujer que te está esperando —dice ella empujándote.

Tú descuelgas, un amigo te invita a cenar en Namma Island. Le dices a tu interlocutor que espere un segundo, tapas el auricular con la mano y le preguntas si le apetece ir, si no quiere, irás otro día, quieres quedarte con ella.

—¡No podemos pasar todo el día en la cama! Si no, te quedarás en los huesos y tus amigos me lo echarán en cara.

Ella sale de la cama y va al cuarto de baño. No cierra la puerta, se oye caer el agua. Sigues tumbado, no tienes ganas de moverte, es como si fuera tu pareja, ya no la dejarías. No puedes evitar gritarle:

—¡Margarita, eres realmente estupenda!

—¡Un regalo que te cae del cielo pero que desprecias! —grita ella para que puedas oírla con el ruido del agua.

Entonces le gritas que la quieres. Ella dice que también le gustaría quererte, pero que tiene miedo. Tú te levantas, te gustaría meterte en la bañera con ella, pero cierra la puerta. Miras tu reloj, que has dejado sobre la mesa, corres las cortinas, ya son más de las cuatro.

Cuando sales de la estación de metro Sengwan, miras el puerto que bordea el mar, el aire es puro. Los barcos que circulan por la bahía brillan por la luz dorada del sol del atardecer. Una barcaza con el calado muy profundo, casi a la altura del borde, rompe las olas y levanta montañas de espuma blanca. Los edificios de la orilla muestran claramente la estructura de hormigón armado, sus contornos parecen lanzar rayos de luz. Te apetece fumar un cigarrillo para verificar que lo que te está ocurriendo no es una ilusión. Le dices que tus pasos apenas rozan el suelo. Te abraza fuertemente contra ella, riéndose con dulzura.

Hay una fila de pequeños puestos ambulantes bajo un gran anuncio de cigarrillos Marlboro. En cambio, una vez que se entra en el puerto por su compuerta metálica, es como en los Estados Unidos, está lleno de carteles que prohíben fumar. Es la hora de la salida del trabajo; cada quince o veinte minutos, un transbordador se dirige a alguna de las pequeñas islas. En el que va a Namma Island, hay sobre todo jóvenes y extranjeros. Una sirena eléctrica hace daño a los oídos, la gente acelera el paso, pero sin el menor desorden, y, nada más subir al barco, se echan una siesta o leen un libro. Todo está tranquilo, sólo se oyen las vibraciones de las máquinas. El barco se aleja rápidamente de la ruidosa ciudad y los altos edificios desaparecen poco a poco.

Se levanta un aire fresco, el transbordador vibra suavemente. Ella tiene sueño; al principio se apoya en ti, luego se acurruca y descansa sobre tu pecho. Tú también te sientes bien. Se duerme de golpe, dulcemente, tranquilamente, y despierta tu compasión. En el barco, donde se mezclan todas las razas, los únicos carteles que hay indican que está prohibido fumar. No parece que estés en Hong Kong, no se diría que esta ciudad va a ser china.

El puente empieza a sumergirse en la noche, y tú también empiezas a soñar, quizá deberías vivir con ella en una isla, escuchar el sonido de las gaviotas y escribir por placer, sin ninguna obligación ni carga, tan sólo para expresar tus sentimientos.

Una vez llegados al muelle, muchos se suben a sus bicicletas, ya que en esta isla los coches no pueden circular. La luz de las farolas es amarillenta, es un pueblo pequeño, las calles son estrechas y hay muchas tiendas y bastantes restaurantes concurridos.

—Aquí podrías vivir fácilmente con una casa de té con música, o un bar. Durante el día, podrías pintar o escribir y trabajar durante la noche. ¿Qué te parece mi idea?

Dongping, que ha venido a buscarte, tiene una barba que le cubre la cara y es muy alto. Es un pintor que ha llegado del continente hace más de diez años.

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