El libro del cementerio (17 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

BOOK: El libro del cementerio
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—¿Ah, sí?

—¡Lo viste con tus propios ojos! ¡Nos viste bailar! ¡Bailamos todos juntos, los vivos y los muertos! ¿Por qué nadie quiere hablar de ello?

—Porque es un misterio. Porque hay ciertas cosas de las que está prohibido hablar. Porque hay cosas que ellos simplemente no recuerdan.

—Pero tú estás hablando de ello ahora mismo.

—Estamos hablando del Macabré.

—Yo jamás lo he bailado.

—Pero sí lo has visto.

—No sé qué es lo que vi —alegó simplemente Silas.

—¡Bailé con la Dama de Gris, Silas! —exclamó Nad.

Su tutor parecía estar profundamente afligido, y Nad se asustó como un niño que acabara de despertar a una pantera.

Pero todo cuanto dijo Silas fue:

—Está conversación se acaba aquí.

A Nad le hubiera gustado añadir algo más; tenía cientos de cosas que decir, aun sabiendo que no hubiera sido prudente decirlas, pero algo distrajo su atención: una especie de susurro muy leve, y de inmediato, algo plumoso y frío le acarició la cara.

Entonces los recuerdos de aquel baile se le borraron de la mente por completo, y con ellos desapareció también el miedo, dejándolo un poco desconcertado, pero con una sensación muy agradable.

Aquélla fue la tercera vez que la vio.

—¡Mira, Silas, está nevando! —gritó, y sentía una alegría tan inmensa, que no había lugar en su interior para ningún otro sentimiento—. ¡Es nieve, mírala!

Interludio

La asamblea

Un pequeño anuncio en el vestíbulo del hotel indicaba que el salón Washington estaba reservado aquella noche para una fiesta privada, aunque no especificaba de qué clase de fiesta se trataba. A decir verdad, no habríais podido averiguarlo aunque hubierais podido echar un vistazo al interior del salón. No obstante, os habríais dado cuenta inmediatamente de que no había ni una mujer. Así pues, los ocupantes de las mesas eran hombres, hasta ahí ninguna duda, y estaban a punto de terminar el postre.

Había más o menos un centenar, todos ellos vestían traje negro, pero el traje era lo único que tenían en común, puesto que unos eran canosos, otros morenos, otros rubios, otros pelirrojos y otros, sencillamente, carecían de cabello.

Se observaban semblantes risueños o malhumorados, de apariencia amable o antipática, sociables o reservados, brutos o sensibles; la mayoría de ellos tenían la piel más bien rosada, pero también los había negros y de tez aceitunada; entre ellos abundaban europeos, africanos, indios, chinos, latinoamericanos, filipinos, norteamericanos…

Y hablaban en inglés, pero cada cual con un acento distinto.

Prácticamente, todos los países del mundo estaban representados aquella noche en el salón Washington.

Los hombres vestidos de negro se quedaron sentados en sus respectivos asientos mientras que, desde la tribuna de oradores, un tipo gordo y vivaracho que iba de chaqué, como si viniera de una boda, exponía las buenas obras realizadas a lo largo del año: vacaciones a lugares exótico para niños pobres, excursiones para personas sin recursos cosa que les había obligado a comprar un autocar…

El hombre Jack estaba sentado en primera fila, en la mesa del centro, junto a un hombre de aspecto muy pulcro y cabellos plateados. Esperaban a que les sirvieran los cafés.

—El tiempo apremia —dijo el hombre del cabello plateado—, y se nos está agotando la paciencia.

—He estado dándole vueltas… —contestó el hombre Jack.

—Me refiero a aquel asunto en San Francisco hace unos años…

—Una fatalidad, pero no te salgas por la tangente.

—Fracasaste, Jack. Quedamos en que te encargarías de todos. Y eso incluía al bebé; principalmente al bebé, de hecho. La palabra
casi
sólo es válida si hablamos de herrar a un caballo o de lanzar una granada de mano.

Un camarero con chaqueta blanca les sirvió el café.

Sentados a la misma mesa, estaban también un hombre bajito con un fino bigote negro, otro alto y rubio, con aspecto de galán de la pantalla, y un tercero de tez aceitunada, mirada furibunda y un buen cabezón. Todos ellos hacían lo posible por mantenerse al margen de aquella conversación y escuchaban con interés al orador, incluso lo aplaudían de vez en cuando. El hombre del cabello plateado se sirvió varias cucharadas muy colmadas de azúcar, revolvió su café con energía y reemprendió la cháchara:

—Diez años, y el tiempo no perdona. Dentro de nada dejará de ser un niño. ¿Y entonces qué?

—Todavía tengo tiempo, señor Dandy —insinuó el hombre Jack, pero el aludido lo interrumpió bruscamente, apuntándolo con un largo dedo de piel rosada.

—Ya has tenido tiempo. Lo que tienes ahora es un plazo que cumplir. Ahora debes espabilarte. No vamos a volver a hacer la vista gorda contigo; se acabó. Estamos hartos de esperar, estamos todos hasta las mismísimas narices de esperar.

El hombre Jack asintió secamente y afirmó:

—Aún puedo tirar de algunos hilos.

—¿En serio? —replicó el hombre de los cabellos plateados sorbiendo ruidosamente su café.

—En serio. E insisto, creo que esto tiene algo que ver con aquel problema que tuvimos en San Francisco.

—¿Lo has comentado con el secretario? —preguntó el señor Dandy señalando al orador, que en ese momento aludía al equipamiento médico adquirido el año anterior gracias a la generosidad de todos ellos. («No una, ni dos, sino tres máquinas de diálisis», iba diciendo, y los presentes se aplaudieron muy educadamente por su gran generosidad.)— Sí, se lo he mencionado.

—¿Y qué?

—No mostró el más mínimo interés. Él sólo espera resultados. De modo que quiere que remate el trabajo que dejé a medias.

—Como todos nosotros, chavalote —replicó el señor Dando—. El niño sigue vivo, y el tiempo juega en nuestra contra.

Sus compañeros de mesa, los que fingían no escucharlos, asintieron con la cabeza y mostraron su conformidad emitiendo leves gruñidos.

—No lo olvides —dijo el señor Dandy con indiferencia—: el tiempo apremia.

Capítulo6

Nadie Owens va a la escuela

Llovía, y todo estaba lleno de charcos y turbios reflejos en el cementerio. Sentado bajo el arco que separaba el Paseo Egipcio de la frondosa zona noroeste del resto del cementerio, Nad leía un libro, escondiéndose de todos, tanto de los vivos como de los muertos.

—¡Maldito sea! —gritó alguien desde el sendero—. ¡Maldita sea su estampa! ¡Cuando le eche el guante, y puede estar seguro de que lo encontraré, lamentará haber nacido!

Nad suspiró, dejó el libro y echó una ojeada al sendero. Quien maldecía era Thackeray Porringer (1720-1734. «Hijo de los susodichos»), que subía por el resbaladizo sendero pateando el terreno. Era un chico mayor (murió a los catorce años, al poco tiempo de empezar a trabajar como aprendiz de un pintor de brocha gorda). Una mañana de enero, el pintor le dio ocho peniques de cobre y le encargó que comprara medio galón de pintura a rayas rojas y blancas para pintar los postes de la barbería, e insistió en que no se le ocurriera volver sin ella. El muchacho se pasó cinco horas buscándola de tienda en tienda, recorriendo la ciudad de punta a punta, pues en cuanto entraba en una tienda y le explicaba al dependiente el tipo de pintura que buscaba, el tipo se echaba a reír y lo mandaba a otra tienda a por la dichosa pintura; por fin comprendió que le habían tomado el pelo, y se puso tan furioso que le dio una apoplejía; este percance acabaría llevándoselo al otro barrio en el plazo de una semana, y murió maldiciendo a los demás aprendices, e incluso al propio maese Horrobin, el pintor, que tuvo que pasar por cosas mucho peores en sus tiempos de aprendiz y no entendía a qué venía tanto alboroto.

Así pues, Thackeray Porringer murió hecho una furia, agarrado a un ejemplar de Robinson Crusoe que, junto con una moneda de plata de seis peniques y la ropa que llevaba puesta, era todo cuanto poseía; por expreso deseo de su madre, fue enterrado con el libro. La muerte no había suavizado el irascible temperamento de Thackeray Porringer, y lo que iba gritando en ese momento era:

—¡Sé que estás aquí! ¡Sal para recibir tu castigo, ladrón, más que ladrón!

Nad cerró el libro y se defendió:

—No soy ningún ladrón, Thackeray. Sólo lo he cogido prestado y prometo devolvértelo en cuanto lo termine.

Thackeray alzó la vista y vio cómo Nad se refugiaba detrás de la estatua de Osiris.

—¡Te dije que no lo cogieras!

—Pero es que hay tan pocos libros por aquí. Y además, estoy en lo más interesante: acaba de encontrar la huella de un pie. Y no es suya. ¡Eso quiere decir que hay alguien más en la isla!

—Es mío —dijo Thackeray Porringer, empecinado—. ¡Devuélvemelo!

Nad estaba dispuesto a discutir si era necesario, o simplemente a negociar, pero se dio cuenta de que Thackeray lo había interpretado como una afrenta, y decidió ceder. Entonces se descolgó por uno de los laterales del arco y, de un salto, se plantó en el suelo.

—Toma —dijo Nad entregándole el libro.

Thackeray lo cogió sin más contemplaciones y fulminó al niño con la mirada.

—Si quieres puedo leértelo —se ofreció Nad.

—Quiero que te vayas a freír espárragos —soltó Thackeray, y le dio un puñetazo en el oído.

A Nad le dolió, pero, a juzgar por la expresión de su contrincante, el puño también debía de dolerle lo suyo.

El chico se marchó caminando con energía sendero abajo, y Nad se quedó contemplándolo. Sentía un dolor espantoso en el oído, y los ojos le escocían. Poco después echó a andar bajo la lluvia por el resbaladizo sendero cubierto de hiedra. En un momento dado resbaló y se rasgó el pantalón a la altura de la rodilla.

Junto a la tapia había una salceda, y Nad estuvo a punto de arrollar a Euphemia Horsfall y Tom Sands, que llevaban muchos años saliendo juntos. Tom murió tanto tiempo atrás, que su lápida resultaba prácticamente irreconocible; vivió y falleció durante aquella guerra entre Inglaterra y Francia que duró cien años, mientras que la señorita Euphemia (1861-1883. «Duerme, sí, mas duerme con los ángeles.») murió en la época victoriana, tras la ampliación del cementerio (que durante unos cincuenta años se convirtió en un próspero negocio), y tenía una tumba para ella sola en el Paseo del Sauce. Pero el hecho de pertenecer a épocas tan distintas y distantes no parecía importarles lo más mínimo.

—Deberías ir más despacio, joven Nad —aconsejó Tom—. Podrías lastimarte.

—Me temo que ya se ha lastimado —opinó la señorita Euphemia—. Por el amor de Dios, Nad. Cuando te vea tu madre, te va a echar un buen rapapolvo. No sé yo cómo se las va a ingeniar para remendar esos pantalones.

—Vaya, lo siento —se disculpó Nad.

—Tu tutor te anda buscando —añadió la señorita Euphemia.

Nad alzó la vista para mirar el nublado cielo y comentó:

—Pero si aún es de día.

—Hoy despertó más aína —dijo Tom utilizando una antigua expresión que Nad conocía perfectamente y que significa «más temprano»—, y quiere hablar contigo. Nos pidió que te diéramos el recado si te veíamos.

Nad asintió con la cabeza.

—Ya están en sazón las avellanas del nochizo que está detrás del monumento de los Littlejohn —comentó Tom, y sonrió como si quisiera suavizar el golpe.

—Gracias —replicó Nad.

Siguió corriendo atropelladamente hacia la parte baja de la colina y no se detuvo hasta llegar a la iglesia.

La puerta de la capilla estaba abierta, y Silas, que detestaba tanto la lluvia como la luz del día, se había refugiado en el interior, entre las sombras.

—Me han dicho que querías verme —dijo Nad.

—Sí, así es replicó Silas. Vaya, parece que te has roto los pantalones.

—Iba corriendo y me he caído. Bueno, he tenido un problemilla con Thackeray Porringer. Verás, yo quería leer Robinson Crusoe; es un libro que trata de un hombre que va en un barco (una cosa que sirve para ir por el mar, que es como un charco gigantesco) y naufraga en una isla, que es un trozo de tierra en medio del mar, y…

—Han pasado ya once años, Nad —lo interrumpió Silas—. Hace once años que vives con nosotros.

—Ya —dijo Nad—. Sí tú lo dices, será verdad.

Silas miró a su pupilo. Estaba delgado, y su pardusco cabello se había ido oscureciendo con la edad.

En el interior de la vieja capilla, todo eran sombras.

—Creo —dijo Silas—, que ya es hora de que hablemos sobre tus orígenes.

—Pero no tenemos por qué hablar de eso ahora si no quieres —musitó Nad respirando hondo y, aunque las palabras salieron de su boca con naturalidad, el corazón le latía desbocado.

Silencio, salvo por el repiqueteo de la lluvia y el ruido del agua corriendo a raudales por los sumideros. Un silencio que se prolongó hasta el límite de lo que Nad podía soportar.

—Tú sabes que eres diferente —dijo Silas—: estás vivo. Y sabes que te adoptamos, mejor dicho, que ellos te adoptaron, y yo me comprometí a ser tu tutor.

Nad se quedó callado.

Silas continuó hablando con su voz de terciopelo.

—Tuviste un padre y una madre, Nad. Y una hermana mayor. Pero los mataron. Y creo que tú también ibas a morir aquella noche; el hecho de que sobrevivieras se debió únicamente al azar y a la intervención de los Owens.

—Y a la tuya —añadió Nad, que había oído la historia de aquella noche de boca de varias personas, algunas de las cuales estuvieron presentes entonces. Aquella noche era un hito en la historia del cementerio.

—Nad, creo que el hombre que mató a tu familia sigue buscándote por ahí fuera con la intención de matarte.

—¿Y qué? La muerte no es algo tan malo. Quiero decir que mis mejores amigos están todos muertos.

—Sí —Silas vaciló un momento—, es verdad. Y en su mayor parte, ya no tienen nada que ver con el mundo. Pero tú sí. Tú estás vivo, Nad. Y eso significa que tienes infinitas posibilidades. Puedes hacer lo que quieras, puedes soñar lo que quieras. Si tú deseas cambiar el mundo, el mundo cambiará. Posibilidades… Al morir, desaparecen, y no hay vuelta atrás. Habrás hecho lo que hayas hecho, habrás soñado tus sueños, y habrás dejado tu nombre escrito. A lo mejor conseguirás que te entierren aquí, incluso seguirás andando, como si nada. Pero habrás perdido todas tus posibilidades.

Nad reflexionó un momento. Lo que le decía Silas tenía bastante sentido, aunque le vinieron a la cabeza varias excepciones: el hecho de que sus padres lo hubieran adoptado, por ejemplo. Pero los vivos y los muertos eran diferentes, y él lo sabía, por mucho que sus simpatías estuvieran más bien del lado de los muertos.

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