El libro del cementerio (18 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

BOOK: El libro del cementerio
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—¿Y tú? —le preguntó a Silas.

—¿Yo, qué?

—Pues, que tú no estás vivo, pero sales por ahí y haces cosas.

—Yo soy lo que soy, ni más ni menos. Como bien dices, no estoy vivo. Pero cuando me llegue el final, simplemente dejaré de existir. La gente como yo es, o no es. No sé si me entiendes.

—La verdad es que no.

Silas suspiró. Había parado de llover y la escasa luz de aquella tarde anubarrada iba cediendo paso ya al anochecer.

—Nad, es importante que sigamos manteniéndote a salvo. Por muchas razones.

—Pero ¿estás seguro de que ése que mató a mi familia, el que quiere matarme a mí también, sigue ahí fuera? —Nad llevaba algún tiempo dándole vueltas a algo, y ahora sabía con exactitud lo que quería.

—Sí. Sigue ahí afuera.

Entonces y Nad se armó de valor para decir lo que no le estaba permitido decir:

—Quiero ir a la escuela.

Silas no se alteró lo más mínimo. Ya podía estar presenciando el fin del mundo, que no se le habría movido ni un pelo de su sitio. Pero, al cabo de unos segundos, frunció el entrecejo y abrió la boca para pronunciar una sola palabra:

—¿Qué?

—Mira, en el cementerio, he aprendido mucho: ya sé cómo realizar la Desaparición y la Aparición, sé cómo abrir una puerta
ghoul
y conozco todas las constelaciones. Pero hay todo un mundo en el exterior, y en ese mundo hay mares, islas, naufragios y cerdos. A ver, lo que quiero decir es que está lleno de cosas que aún no conozco. Y mis profesores me han enseñado muchas cosas, pero yo necesito aprender mucho más. Precisamente, para poder sobrevivir ahí afuera cuando llegue el momento.

Silas no parecía muy convencido y le rebatió:

—De ninguna manera. Aquí podemos protegerte, pero si estás lejos, podría pasarte cualquier cosa. ¿Cómo vamos a protegerte mientras vivas fuera del cementerio?

—Sí, claro —admitió Nad—. Eso forma parte de las posibilidades de las que me has hablado antes.

Se quedó callado un momento y poco después continuó.

—Alguien mató a mis padres y a mi hermana.

—Sí. Alguien los mató.

—¿Fue un hombre?

—Fue un hombre.

—Pues en ese caso, te has equivocado de pregunta.

—¿Qué quieres decir? —cuestionó Silas, extrañado.

—Pues —dijo Nad—, que si algún día salgo al mundo, la pregunta no es: ¿quién me va a proteger de él?

—¿Ah, no?

—No, porque la pregunta es: ¿quién lo va a proteger a él de mí?

Las ramas arañaban los ventanales más altos, como si pidieran permiso para entrar. Silas se sacudió una imaginaria mota de polvo de la manga, con una uña tan afilada como una espada.

—Tendremos que buscarte un buen colegio.

Nadie reparó en el niño, por lo menos al principio. Ni siquiera repararon en que no habían reparado en él. En clase, se sentaba en una de las últimas filas y no participaba demasiado; sólo intervenía cuando le preguntaban directamente a él, y aun así, sus respuestas eran breves y discretas, insulsas; desaparecía de la vista y del recuerdo.

—¿Dirías que viene de una familia muy religiosa? —preguntó el señor Kirby mientras corregían exámenes en la sala de profesores.

—¿De quién hablas? —preguntó la señora McKinnon.

—De Owens, de octavo B —respondió el señor Kirby.

—¿Ese chico alto con la cara llena de granos? No, creo que no. No es alto. Normal.

—¿Y qué le pasa? —inquirió la señora McKinnon encogiéndose de hombros.

—Su letra es siempre impecable, incluso cuando toma apuntes —explicó el señor Kirby—. Tiene una caligrafía muy bonita. Eso que, antiguamente, se llamaba caligrafía inglesa.

—Ya, ¿y eso te ha llevado a pensar que viene de una familia muy religiosa porque…?

—Dice que en su casa no hay ningún ordenador.

—¿Y?

—Tampoco hay teléfono.

—Pues sigo sin entender qué tiene eso que ver con la religión —comentó la señora McKinnon, que había empezado a hacer punto cuando prohibieron fumar en los centros de trabajo, y ahora tejía una mantita para ningún bebé en concreto.

—Es un chico muy listo —dijo el profesor Kirby—, pero tiene muchas lagunas. En la clase de historia, por ejemplo, lo adorna todo con un montón de detalles ficticios, cosas que no están en los libros…

—Cosas, ¿cómo qué?

El señor Kirby terminó de corregir el examen de Nad y lo añadió al montón de los que ya estaban corregidos. No recordaba ningún detalle concreto, así que, de pronto, le pareció que aquella cuestión no tenía mucho sentido.

—Nada, nada, cosas mías —dijo, y lo olvidó de inmediato.

Tanto fue así que olvidó introducir el nombre de Nad en la lista de alumnos, de modo que el muchacho no figuraba en la base de datos del colegio.

El niño era un alumno modélico que pasaba completamente desapercibido, y dedicaba su tiempo libre a curiosear por las estanterías del aula de literatura o de la biblioteca del colegio, una sala grande llena de libros y butacas viejas, donde le gustaba sentarse y pasar el rato enfrascado en sus lecturas. Pasaba desapercibido hasta para sus compañeros, excepto cuando lo tenían sentado delante en alguna de las clases. Pero el resto del tiempo era completamente invisible. Si alguien les hubiera pedido a los alumnos de octavo B que cerraran los ojos y recitaran los nombres de los veinticinco compañeros de clase, ninguno habría mencionado a Owens. Era casi como un fantasma.

No sucedía lo mismo cuando lo tenían ante sus narices, claro está.

Nick Farthing había cumplido diez años, pero en según qué circunstancias podía pasar y de hecho, pasaba por un chico de dieciséis: un bigardo de sonrisa maquiavélica y sin demasiadas luces. Era un chico práctico, aunque de un modo algo elemental, a quien se le daba bien robar en las tiendas, y en el colegio ejercía de matón ocasional; le daba igual caerles bien o mal a sus compañeros (a los que superaba de largo en fuerza y en altura), porque lo único que le importaba era que todos lo obedecieran sin rechistar. El caso es que este chico tenía una amiga. Se llamaba Maureen Quilling, pero todos la llamaban Mo. Era una niña flaca y muy pálida, de cabello tan rubio que casi parecía blanco, ojos de color azul claro y una nariz aguileña y desafiante. Ya sabemos que a Nick le gustaba robar en las tiendas, pero era Mo quien le indicaba lo que debía robar; él no tenía el menor reparo en pegar o amenazar a cualquiera, pero era Mo la que le mostraba a quién había de pegar o amenazar. Como ella solía decir, formaban un buen equipo.

En una ocasión estaban los dos sentados en un rincón de la biblioteca, repartiéndose lo que les habían sacado a los de séptimo. Tenían extorsionados a ocho o nueve niños de ese curso para que les entregaran todas las semanas el dinero que les daban sus padres para el autobús o la merienda.

—Singh no ha aflojado todavía la pasta de esta semana —dijo Mo—. Tendrás que ir a hacerle una visita.

—Yo me ocupo —repuso Nick—. Verás qué rápido afloja.

—¿Qué fue lo que mangó? ¿Un CD?

Nick asintió.

—Pues no olvides recordarle ese pequeño detalle —indicó la niña, que siempre imitaba la forma de hablar de los tipos duros de las series que veía en la tele.

—Hecho —replicó Nick—. Somos un buen equipo tú y yo, ¿eh?

—Como Batman y Robin —apostilló Mo.

—Más bien como el doctor Jekyll y míster Hyde —dijo alguien que había estado todo ese tiempo sentado junto a la ventana, leyendo, sin que ellos se dieran cuenta. Y dicho esto, se levantó y se fue.

Cabizbajo y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, Paul Singh estaba sentado en el alféizar de la ventana de los vestuarios. Sacó una mano del bolsillo, la abrió, contempló las cuatro o cinco monedas de una libra que tenía en su palma, meneó la cabeza y volvió a cerrar la mano.

—¿Es eso lo que están esperando Nick y Mo? —le preguntó alguien, y del sobresalto, Paul soltó las monedas, que quedaron desperdigadas por el suelo.

El otro chico lo ayudó a recogerlas y se las devolvió.

Era un chico mayor, y le sonaba que ya lo había visto por los pasillos del colegio, pero no estaba muy seguro.

—¿Eres amigo suyo? De Nick y Mo, quiero decir —preguntó Paul.

—No. De hecho, me parecen bastante desagradables los dos —vaciló un momento, pero a continuación dijo—: En realidad he venido a darte un consejo.

—¿Cuál?

—No les pagues.

—Ya, claro, para ti es fácil decir eso.

—¿Crees que es porque a mí no me están haciendo chantaje?

El chico miró a Paul y éste miró hacia otra parte; estaba avergonzado.

—Te pegaron o te amenazaron para que robaras ese CD. Luego te dijeron que si no les pagabas todas las semanas, se chivarían. ¿Qué hicieron? ¿Te grabaron en vídeo mientras lo hacías?

Paul asintió.

—Pues diles que no —dijo el chico—. No lo hagas.

—Me matarán. Y, además, dijeron…

—Diles que la policía y la dirección del colegio seguramente se mostrarán mucho más interesados en dos alumnos que obligan a otros más pequeños a entregarles su dinero y a robar para ellos, que en un niño que se ha visto obligado a robar un CD en contra de su voluntad. Asegúrales que si vuelven a meterse contigo, los denunciarás a la policía. Y diles también que lo has contado todo en una carta, y si algo llegara a sucederte, como que te pusieran un ojo morado o lo que sea, tus amigos entregarían de inmediato esa carta al director del centro y a la policía.

—Pero es que no puedo —se quejó Paul.

—Pues entonces tendrás que seguir regalándoles tu dinero hasta que termines el colegio. Y además, nunca dejarás de tenerles miedo.

—¿Y si voy directamente a la policía y se lo cuento todo?

—Esa es otra posibilidad.

—No, creo que primero voy a intentarlo a tu manera —Paul sonrió. Fue una sonrisa tímida, pero una sonrisa al fin y al cabo; la primera en tres semanas.

Así que Paul Singh fue a hablar con Nick Farthing y le explicó bien clarito cómo y por qué no iba a regalarle más su dinero, y se marchó tan tranquilo, dejando a Nick Farthing con un palmo de narices, incapaz de decir nada y gesticulando con los puños de pura rabia. Y al día siguiente, otros cinco niños de séptimo aprovecharon el recreo para ir a ver a Nick y exigirle que les devolviera su dinero, todo el que le habían entregado a lo largo del mes, o de lo contrario, se chivarían a la policía, con lo cual, el chaval era ahora el niño más desgraciado de todo el colegio.

—Ha sido él —afirmó Mo—. Él es quien tiene la culpa de todo. De no ser por él… jamás se les habría ocurrído algo así. Tenemos que darle una buena lección. Así se enterarán de quién manda aquí.

—¿El? ¿Quién? —preguntó Nick.

—Ese que está siempre leyendo. El de la biblioteca Ned Owens, se llama.

—¿Cuál de ellos?

—Ya te lo señalaré cuando lo vea.

Nad estaba acostumbrado a que todo el mundo lo ignorara y a moverse entre las sombras. Cuando lo natural es que las miradas te atraviesen como si fueras transparente, te das cuenta enseguida de que alguien se fija en ti, o de que alguien te mira con atención. Y si lo normal es que la mayoría de la gente ni siquiera sepa de tu existencia, que de repente te señalen o te sigan por los pasillos…es algo que te sorprende de inmediato.

Continuaron siguiéndolo al salir del colegio y, después, mientras subía por la carretera, al doblar la esquina del kiosco de prensa y por el paso elevado que cruzaba la vía del tren. Se lo tomó con calma, para asegurarse de que los dos que lo iban siguiendo, un chico grandote y una niña rubia de rasgos angulosos, no lo perdían de vista, y por fin, entró en el minúsculo cementerio que había al final de la carretera, un cementerio en miniatura situado detrás de la parroquia; los esperó junto a la tumba de Roderick Persson y su esposa, Amabella, y su segunda esposa, Portunia («Dormidos en la esperanza de un nuevo despertar.»).

—Tú eres ese chico —dijo una voz de niña—. Ned Owens.

—Bien, pues estás metido en un lío y de los gordos, Ned Owens.

—Ned no, Nad —la corrigió Nad mirándolos fijamente—. Con «a». Y vosotros sois el doctor Jekyll y míster Hyde.

—Fuiste tú —lo acusó la niña—. Tú les comiste el tarro a los de séptimo.

—Así que vamos a darte una lección —añadió Nick Farthing sonriendo con maldad.

—A mí me encantan las lecciones —dijo Nad—. Y si estudiarais las vuestras como es debido, no tendríais que andar chantajeando a los pequeños para quedaros con su dinero.

—Estás muerto, Owens —sentenció Nick.

—No, yo no estoy muerto, pero ellos sí. —Y Nad señaló el entorno.

—¿Quiénes? —preguntó Mo.

—Los que están enterrados aquí —respondió Nad—.Veréis, os he traído hasta aquí para daros la oportunidad…

—Tú no nos has traído hasta aquí —protestó Nick.

—Estáis aquí —dijo Nad—. Yo quería veros aquí. Vine aquí. Vosotros me seguisteis.

—¡Qué más da! —Mo, inquieta, miró alrededor—. ¿Has quedado aquí con tus amigos?

—Me parece que no me estáis entendiendo. Tenéis que cambiar de actitud. Dejad de comportaros como si los demás no importaran nada; dejad de hacer daño a la gente.

Mo sonrió con desprecio y le espetó a Nick:

—¡Maldita sea, pártele la cara de una vez!

—Os he dado una oportunidad —les advirtió Nad.

Nick lanzó un puñetazo a Nad con todas sus fuerzas, pero él ya no estaba allí, y el puño de Nick fue a estrellarse contra el canto de la lápida.

—¿Dónde se ha metido? —inquirió Mo.

Nick soltaba sapos y culebras por la boca mientras sacudía la mano para calmar el dolor. Mo, desconcertada, recorrió el sombrío cementerio con la mirada.

—Estaba aquí mismo. Tú lo has visto, ¿no?

Nick no tenía demasiadas luces, y tampoco estaba de humor para ponerse a pensar.

—A lo mejor ha salido corriendo —dijo.

—No, no ha salido corriendo. Sencillamente, se ha evaporado.

Mo sí que era lista, y era ella quien tomaba las decisiones. Pero en aquel momento, en que ya anochecía, se le puso la carne de gallina.

—Esto no me gusta nada de nada —masculló la niña, y con la voz estrangulada por el miedo, añadió—. Tenemos que largarnos de aquí.

—Ni hablar, quiero encontrar a ese chico —dijo Nick—, y no voy a parar hasta reventarle las entrañas.

Mo sentía cierta angustia en la boca del estómago, pues le daba la impresión de que las sombras oscilaban en torno a ellos.

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